Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.
El trigo, arma y alimento: una historia
Por Daniel Immerwahr
Una nueva historia destaca el poder que tiene el trigo para afectar el orden mundial
Originalmente publicado como “Wielding Wheat”, New York Review of Books, 21 de julio de 2022 (https://www.nybooks.com/articles/2022/07/21/wielding-wheat-oceans-of-grain-nelson/?lp_txn_id=1363579).
Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Reseña del libro de Scott Reynolds Nelson, Oceans of Grain: How American Wheat Remade the World (Océanos de trigo: cómo el trigo estadounidense rehízo el mundo). Basic Books, 356 pp.
“No me he sentido tan en casa por mucho tiempo”, escribió Mark Twain al llegar a Odessa en 1867. Era un sentimiento curioso. La joya de la Nueva Rusia – un oasis de ópera italiana en la estepa ucraniana – podría parecer demasiado lejana de la cultura de botes de río de la que salía Twain. Pero el parecido con su pueblo natal de Hannibal, Missouri, era sorprendentemente fuerte. Odessa, como Hannibal, era una rápidamente creciente ciudad de granito dispuesta en cuadrícula a las orillas del río. Twain a sabiendas les tomó el calibre a sus amplias calles, sus transeúntes de paso vivaz, sus casas bajas y escasamente decoradas y a una “nueva apariencia familiar”. Cuando una “asfixiante nube de polvo” les dio la bienvenida, Twain y su grupo la recibieron como “un mensaje de nuestra querida tierra nativa”.
Había un motivo para el parecido: ambas ciudades eran puertos trigueros. Catalina la Grande había fundado Odessa sobre el Mar Negro en 1794 para capturar el comercio de granos, y Hannibal brotó río Mississippi arriba solo veinticinco años después, cuando el trigo y otros productos pasaban por sus muelles. Era la juventud de la ciudad y los chorros de crecimiento alimentados por el trigo lo que explicaban su cuadrícula, sus rasgos utilitarios y sus nubes de polvo (en parte el resultado de un tránsito apretado en caminos sin pavimentar). “Mirar arriba y abajo la calle”, escribió Twain de Odessa, “¡veíamos solo América!”.
La visita de Twain a Odessa llegó en un momento clave. Ucrania había sido la despensa de Europa, pero el comercio de trigo de EE.UU. estaba a punto de sobrepasarla. Hacia finales de siglo, New York exportaba tantas toneladas de grano a la semana como Odessa en su apogeo había exportado por año. El trigo pasaba por pueblos como Hannibal, fluyendo río abajo, sobre rieles y cruzando el mar.
¿Tenía importancia este comercio de granos? Difícilmente otra cosa importaba más, sostiene el historiador Scott Reynolds Nelson en su apasionante Oceans of Grain: How American Wheat Remade the World. Los lectores podrán tornar los ojos de impaciencia con el título, dada la larga lista de historias efectistas de mercancías del tráfico internacional escritas por periodistas (Bacalao: una biografía del pez que cambió al mundo, Té_ una historia de la bebida que cambió el mundo, Plátano: el destino de la fruta que cambió el mundo, Malva: cómo un hombre inventó el color que…). Pero Nelson, un investigador consagrado y premiado es muy serio acerca del poder del trigo para influir en el orden mundial. Además, su obsesión por el grano es infecciosa. Uno comienza el libro como lector sobrio, apreciando con calma la complejidad de la causalidad histórica, y termina como un delirante monomaníaco del trigo.
En particular, el lector se encuentra calificando el logro de la supremacía triguera de Estados Unidos como un evento de significado primordial. Tenía importancia para las sociedades europeas, cuyas ventas de trigo impulsaban su crecimiento económico. Tenía importancia para las sociedades que compraban trigo de EE.UU., el cual usaban para urbanizar y colonizar. Y tenía importancia para Rusia y la Unión Soviética, donde la escasez de trigo se hizo una continua fuente de humillación, disturbios y muerte.
El comercio global del trigo es, hablando relativamente, un fenómeno reciente. El intercambio inicial entre puertos distantes se enfocaba en bienes que eran lo suficientemente valiosos por peso para justificar los considerables costos del transporte. Seda, especias, azúcar, índigo, metales preciosos, porcelana, café, tabaco y seres humanos esclavizados llenaban barcos y caravanas hasta la Revolución Industrial. El grano es particularmente voluminoso, lo que hacía más costoso el trasladarlo desde los campos por caminos de tierra hasta los barcos.
Fue este patrón centrípeto de los flujos del grano lo que Catalina la Grande rechazó cuando estableció Odessa. Influenciada por los economistas franceses de la Ilustración, Catalina buscaba desarrollar el imperio de Rusia, no acumulando grano sino agresivamente vendiéndolo—a los extranjeros. Después de arrebatar a Ucrania del Imperio Otomano, reclutó inmigrantes para labrar su negro suelo, incluyendo a menonitas alemanes a quienes prometió libertad religiosa y exención del servicio militar. La nada imponente aldea de Khadjibey sobre el Mar Negro, rebautizada como Odessa, sería su nuevo centro de comercio. El trigo ucraniano sería halado hasta allí (en lugar de ser arrastrado de vuelta a Moscú), embarcado a Europa Occidental y vendido.
La estrategia de Catalina requería de una fe en el comercio internacional que, dos siglos antes, habría sido temeraria. Pero los instrumentos del comercio –barcos, leyes, arreglos financieros—habían desde entonces avanzado considerablemente. Adam Smith, en La riqueza de las naciones (1776), urgía a los políticos a reconocer las estimulantes posibilidades de un animado comercio internacional de los granos. Common Sense, de Thomas Paine, escrito el mismo año, proponía esto como una estrategia para Estados Unidos. “Nuestro plan es el comercio”, escribió Paine; en lugar de luchar contra Europa, el nuevo país la alimentaría.
Por lo menos, eso es lo que Paine esperaba. En realidad, dos guerras con Inglaterra, seguidas de una guerra de tarifas y el consiguiente colapso del precio del grano, recortaron las perspectivas del trigo en la república temprana. Luego vinieron los enemigos domésticos: políticos sureños que se preocupaban por lo que demasiados granjeros pequeños (seguidores del Free-Soil Party) en el electorado significarían para la esclavitud. Poderosos dueños de esclavos crecientemente tomaron una visión sombría de todo—ferrocarriles, escuelas (colleges) de agricultura, tierras baratas—lo que pudiera conectar las praderas y llanuras del Oeste con los mercados del Este, y usaron su considerable poder político para bloquear una legislación favorable a los granos. La combinación de guerra, tarifas e interferencia sureña en gran medida bloqueó a los comerciantes trigueros el acceso a los mercados internacionales. El grano se vendía domésticamente, pero hacia la década de 1830 los exportadores de EE.UU. ganaban diez veces más vendiendo algodón que trigo.
Los exportadores rusos de trigo, mientras tanto, aprovecharon algunas oportunidades importantes. Las guerras napoleónicas pusieron en marcha ejércitos hambrientos e interrumpieron el comercio continental del trigo. Lluvias torrenciales ahogaron entonces los campos europeos. Con la demanda en alza y la oferta baja, los precios del grano se fueron por las nubes, y el puerto libre de Odessa floreció. Hinchada con las ganancias del trigo, creció más rápido que cualquier otra ciudad grande en la Europa del siglo 19. Hacia la década de 1850 tenía más de quinientos graneros. Miles de judíos llegaron a lebn vi got in Odes, como decía el dicho Yidish --para vivir como Dios en Odessa. El poeta Alexander Pushkin llegó, también, aunque se quejaba de su “modo europeo de vida”. Avisos callejeros, recibos de pagos y notas periodísticas en italiano sobre teatro – más ocho fábricas de macarrones en Odessa—señalaban a una ciudad que oteaba optimistamente hacia el oeste, hacia el destino de sus barcos de granos.
Por un cruel accidente de la geografía, para alcanzar los mercados europeos, los barcos trigueros de Rusia tenían que cruzar dos estrechos, el del Bósforo y los Dardanelos, ambos controlados por los otomanos. En 1853, el zar Nicolás I, nieto de Catalina, sintiendo que esto ya no era tolerable, provocó la Guerra de Crimea. Nicolás cometió el error de interrumpir las exportaciones de grano al inicio de la guerra, probablemente para conservar trigo para sus propias fuerzas. Pero esto desató disturbios por hambre en Inglaterra y expuso dramáticamente ante Inglaterra y Francia los peligros de depender del grano ruso. Estos dos países entraron en la guerra por el bando otomano, arruinando las ambiciones territoriales, las finanzas y el control rusos del comercio del trigo.
Ayudó a Europa que el trigo de EE.UU. finalmente estuviera disponible. Con un suelo rico, cielos claros y la inmensa recompensa de la luz del sol, las tierras de cultivo centrales de los Estados Unidos estaban entre las más promisorias zonas agrícolas del planeta. Las tarifas europeas cayeron a inicio de los años de 1840, y luego la Guerra Civil empujó fuera de la política a los esclavistas hostiles al trigo. Inmediatamente después de que los estados esclavistas declararon su secesión, legisladores norteños comenzaron a repartir tierras del Oeste, construir ferrocarriles y establecer colleges agrícolas.
Mientras el grano de EE.UU. se deslizaba fácilmente del campo al puerto, el trigo ucraniano luchaba con caminos lodosos. Odessa dependía de carretas –cientos que llegaban diariamente, algunas desde lugares a centenares de millas de distancia—para trasladar la producción. La ciudad solo consiguió su primera estación de trenes en 1865, y esto hizo poco para acelerar el transporte de bienes. Dado el peligroso estado de los ferrocarriles rusos, en 1880 el transporte del trigo a lo ancho del Sur de Ucrania costaba más de seis veces su transporte desde los Estados Unidos. Los trenes rusos eran menos una “red”, bufaba el cónsul británico, que “líneas separadas que corrían en paralelo”. Inclusive después de que la estación del tren abriera en Odessa, pasaron años hasta que un viaje a Moscú se hiciera posible: por una ruta cientos de kilómetros más larga de lo necesario.
Mientras, el trigo de EE.UU. ingresaba a los mercados europeos con una fuerza detonadora. Nelson nota cómo la dinamita, patentada en 1867, permitió a los ingenieros volar túneles a través de montañas, ensanchar ríos y profundizar puertos para la recepción de barcos más grandes. Usaban el explosivo para ampliar las entradas de las ciudades importantes para acomodar “las mangueras del barato trigo americano”, escribe Nelson. Una de estas “ciudades-garganta”, Amberes, vio multiplicar su comercio por seis en solo dos décadas.
Cuantos más barcos llenos de grano cruzaban el Atlántico rumbo al este, más comerciantes necesitaban carga para llenar las bodegas de esos barcos en su retorno. Millones de europeos aprovecharon esto para ganar un pasaje barato de tercera a los Estados Unidos; la época del boom de trigo norteamericano fue también la época de la inmigración en masa, Entre los inmigrantes estaban los descendientes de los alemanes menonitas a quienes Catalina la Grande había reclutado para las granjas de Ucrania. Cuando expiró su inmunidad para el servicio militar ruso, se trasladaron de la estepa a las llanuras de EE.UU., donde una vez más construyeron nuevos hogares sobre tierras sin bosques. Llevaron semillas de un duro trigo de invierno, Turco rojo, que difundieron con prodigalidad en todo el Oeste. El trigo que una vez enriqueciera a Odessa ahora enriquecería a Omaha.
El resultado no fue solamente un recableado de los circuitos del comercio internacional de alimentos, sino también un aumento drástico de su carga eléctrica. “Es difícil comprender el volumen de grano que cruzó el Atlántico”, escribe Nelson. En solo la década de 1870, el valor de las exportaciones de alimentos de EE.UU. a Europa creció en 611%, siendo el mayor de estos productos el trigo. Las más grandes ciudades europeas—Londres, París, Berlín y Roma— todas, más que se duplicaron su tamaño en la segunda mitad del siglo 19. Cuando los precios de los alimentos cayeron, la expectativa de vida en Europa, que había permanecido casi estática durante los inicios de la Revolución Industrial, finalmente se elevó, de treinta y seis años en 1850 a cuarenta y tres en 1900. En 1892, el anarquista Peter Kropotkin al notar la sombrosa fertilidad de las “amplias praderas de América”, declaró que el antiguo problema de la producción se había solucionado; el único problema que le quedaba a la humanidad era la distribución.
Las calorías baratas, fáciles de transportar pueden alimentar ciudades, pero también pueden alimentar ejércitos. Nelson ve un punto de cambio en la Guerra Franco-Prusiana de 1870-1871, en la que los alemanes superaron perennes dificultades de las cadenas de oferta sobre la marcha, simplemente comprando grano de los Estados Unidos. Su victoria demostró la existencia de un nuevo potencial para que las fuerzas militares cruzaran grandes distancias. Nelson nota que la súbita disposición de trigo barato también alentó la carrera europea por colonias en África y Asia. “El grano americano”, sostiene, hizo que la conquista a larga distancia fuera “más fácil de imaginar para los imperios europeos”.
En este punto, es de ayuda tomar una respiración profunda. ¿Fueron estos grandes cambios históricos solamente resultado del trigo? Por supuesto que no. La salud pública, las medidas sanitarias y la vacunación contra la viruela probablemente hicieron más para prolongar la vida en Europa que el grano abundante e, inclusive si nos fuéramos a fijar en la comida, la papa también suministró calorías baratas. Similarmente, las causas del imperialismo europeo iban más allá del trigo: tecnologías del vapor, rivalidades geopolíticas y nuevas ideologías raciales, todas tuvieron su parte. Océanos de grano, con su obsesión resaltante en el trigo, reconoce tales complicaciones solo brevemente mientras las pasa a las volandas. Si viniera de un historiador menor, ese apuro explicativo sería problemático. Con todo, Nelson es un pensador tan creativo y vivaz que uno siente menos como que si tomara atajos y más como si estuviera en una ola. Este libro es todo gasolina y cero frenos, pero es difícil no hacerle barra cuando pasa rugiendo delante de las tribunas.
Y uno le hace barra porque ha llegado a ver una historia familiar con ojos frescos. Lo que uno ve, de lo más claramente, es la primordial importancia de la ascensión de los Estados Unidos. Entre 1869 y 1911, su ya prodigiosa producción agrícola se incrementó por un factor de dos y medio, otorgándole la economía más grande del mundo. Su ascenso impulsado por la granja fue “el evento de mayores consecuencias de fines del siglo 19 e inicios del 20 en el mundo Occidental”, ha escrito la socióloga Monica Prasad. “Fue un crecimiento de un tipo que nadie había visto antes y que nadie realmente sabía cómo manejar”.
“La canción de Odessa ha sido cantada”, se lamentaba el ingeniero P.S. Chekhovich en 1894. “Esta caerá en declive y enfrentará una muerte lenta”. No estaba equivocado; la agricultura rusa entró en un periodo oscuro que duró al menos un siglo. Con sus mercados de exportación marchitándose, Rusia carecía de los recursos para modernizarse, y los intentos gubernamentales para revivir las granjas fueron vacilantes. En 1891, una crisis de los granos vio a los campesinos “arrancar sus techos de paja para alimentar a sus caballos, empujar a sus niños a mendigar en la ciudad buscando pan, y finalmente comer sus propios caballos”, escribe Nelson.
Sobrepujada en Europa, Rusia miró al Este buscando nuevas salidas comerciales. El enorme y caro Tren Transiberiano conectó Moscú con el Pacífico. O lo habría hecho, si la expansión rusa no hubiera provocado un contraataque japonés, en el cual Japón hundió la flota rusa del Pacífico, tomó el que habría sido el puerto ruso y ayudó a causar otra gran crisis del trigo. Huelgas, motines y disturbios por el pan alimentaron la Revolución de 1905. En Odessa, la cual fue golpeada especialmente fuerte por la guerra con Japón, estos condujeron a uno de los peores pogromos en la historia rusa, una matanza de judíos que dejó más de trescientos muertos.
Las perspectivas del trigo ruso se hicieron más sombrías aún en vísperas de la Primera Guerra Mundial, cuando los otomanos cerraron los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, bloqueando por entero las exportaciones occidentales de trigo. El conflicto global que siguió tuvo orígenes que iban más allá del comercio del trigo del Mar Negro. Pero “el trigo fue clave para cada etapa de la Primera Guerra Mundial”, observa Nelson: desde las crecientes tensiones en Europa que la causaron, a su geoestrategia y hasta las revueltas que la acompañaron. Pero, otra vez, las escaseces de trigo ruso condujeron a disturbios por hambre y la revolución, esta vez comunista, que quebraron a Odessa.
“¡Pan para el pueblo!” fue el desesperado grito con el que los bolcheviques tomaron el poder. El grano se erguía en grande para los revolucionarios. Leon Trotsky, educado en Odessa, era hijo de un granjero triguero ucraniano. Uno de los primeros escritores más celebrados de la Unión Soviética, Maxim Gorky, había trabajado en una panadería y escrito una novela acerca de un panadero. Nelson, en otro de sus contagiosos entusiasmos, se enfoca en una figura más oscura, un teórico socialista conocido como Parvus. Él venía de una familia que trataba en trigo y había vivido en Odessa, lo que lo hizo en “nuevo tipo de marxista” que enfatizaba el comercio internacional por encima del trabajo. “Parvus vio las líneas que nos unen a todos”, escribe Nelson. Aunque los líderes bolcheviques finalmente le dieron la espalda a Parvus, Nelson mantiene que su visión del mundo centrada en el grano influyó en la teoría del imperialismo de Lenin, así como en el pensamiento de Trotsky y Rosa Luxemburgo.
Con todo, el pan teórico no podía sustituir al pan real, y la Revolución Rusa diezmó la agricultura del país. La guerra civil y la reestructuración económica empujaron la cosecha del grano hacia abajo, a menos de la mitad de sus niveles de la Pre Primera Guerra Mundial; la subsiguiente hambruna mató al menos a tres millones de personas. La siguiente década trajo una hambruna aún más devastadora, esta vez maquinada por Joseph Stalin, quien a inicio de los años de 1930 confiscó las cosechas del grano ucraniano, empujando al hambre a los granjeros ucranianos para alimentar las ciudades soviéticas. Es difícil llegar a cifras exactas (Stalin hizo ejecutar a los demógrafos), pero en privado los funcionarios soviéticos ponían el número de muertos en 5.5 millones; cifra que el historiador Timothy Snyder ha respaldado como “grosso modo correcta, aunque quizá algo baja”. Los ucranianos conocen el evento como el Holodomor, de las palabras en ucraniano para “matar de hambre”.
Los Estados Unidos enfrentaron problemas agrícolas, también, pero de un tipo enteramente diferente. Sus problemas brotaron inicialmente de la abundancia, de cultivos extraordinariamente grandes que inundaban el mercado y superaban la demanda. Al inicio de la Depresión, el gobierno federal compró 250 millones de bushels de trigo (63 millones de TM aprox.) – para los que no tenía ningún uso – solo para elevar los precios. El secretario de agricultura se quejó de que los dietistas, al fomentar el autocontrol, estaban socavando a los granjeros. “Coma una tajada más de pan cada día y ayude al granjero”, pedía la Asociación Cívica y de Comercio de Minneapolis, como parte de una de las numerosas campañas “coma más” de la Depresión.
Engatusar a la gente para que consumiera más trigo barato fue un constante pedido para Minneapolis, un centro molinero de las llanuras. Un molino de Minneapolis inventó el cereal para el desayuno Wheaties, como una salida para el salvado que, en su búsqueda de “pureza” los molineros alegremente descartaban. “¿No vas a probar Wheaties?, imploraba un cuarteto de “canciones de barbería” en el primer anuncio publicitario de la radio en el mundo. “Porque el trigo es el mejor alimento del hombre”. Los publicistas de Wheaties se amarraron de los atletas como una manera de vender calorías. Ganar un concurso nacional deportivo de Wheaties fue lo que envió a un joven Ronald Reagan a Hollywood en 1937. Esa era la vida que el político Huey Long llamaba “la tierra de demasiado”.
Los Estados Unidos superaron su problema de “demasiado” encontrando mercados extranjeros; y sigue siendo uno de los primeros exportadores de trigo. Los líderes soviéticos, mientras tanto, luchaban perpetuamente con lo que llamaban el “problema de los granos”. Aunque vencieron hambrunas después de la Segunda Guerra Mundial, nunca restauraron a su país en su gloria triguera del siglo 19. En la década de 1970, Moscú se encontró dependiendo de los excedentes de trigo de las granjas de EE.UU. El trigo que traía era descendiente del Turco rojo, el duro trigo de invierno que los alemanes menonitas habían cultivado alguna vez en Ucrania.
¿Aún tienen importancia los flujos del grano? Se han hecho tan abundantes y fluidos que es fácil ignorarlos. Con todo, al menos hay un líder mundial que comparte la obsesión por el trigo de Nelson: Vladimir Putin. La seguridad alimentaria ha sido una “preocupación central del gobierno de Putin”, escribe la historiadora Susanne A. Wengle. Con cuotas, exención de impuestos y subsidios, Putin ha nutrido los agronegocios durante las dos pasadas décadas, y ha reconstruido la producción del grano ruso, lo que ha ayudado a blindar de sanciones a la economía rusa. Proveedora de trigo una vez más, la exportación de Rusia ahora equivale al 16 por ciento de las exportaciones internacionales, haciéndola de nuevo el exportador más grande de trigo en el mundo.
Si Rusia fuera a absorber o tomar control de Ucrania, ese número se aproximaría al 30 por ciento, una “abrumadoramente gran porción” del mercado, ha resaltado el historiador Adam Tooze. El trigo está lejos de ser el único motivo para invadir; bloquear los empujones de la OTAN hacia el este y la inclinación de Ucrania hacia el oeste son obviamente centrales a su pensamiento. Con todo, al reensamblar el reino de Catalina la Grande mediante el volver a tomar el control del rico suelo de Ucrania y del puerto de Mar Negro, él simbólicamente revertiría las humillantes pérdidas que sufrió Rusia desde que perdió su centralidad en el mercado del trigo.
Hacer esto, no solo aseguraría a Rusia los suministros de alimentos contra las interferencias foráneas, sino que dejaría a Rusia interferir con los suministros de alimentos a otros países. A estas alturas, la interrupción de los flujos de granos resultantes de la invasión – además de la actual crisis de la cadena de suministros—ha elevado drásticamente el precio de los alimentos, con preocupantes consecuencias especialmente para África y el Medio Oriente. El presidente de la Comisión Europea ha acusado a Rusia de causar deliberadamente una crisis alimentaria global al escoger como blancos de ataque los silos, trenes y puertos ucranianos. Esto, no solo eleva el precio del grano ruso (y de las saqueadas cosechas ucranianas que busca vender), sino que le compra apoyo internacional, puesto que los países desesperados por granos encuentran difícil objetar públicamente las acciones de Putin. Con Ucrania totalmente bajo su control, Putin podría blandir el trigo como un arma aún más formidable.
Nelson terminó su libro antes de la invasión de Putin, pero no está sorprendido por ella. “Todo aspirante a imperio prospera en el tráfico global de alimentos y energía”, observó a fines de febrero. Inclusive si la invasión de Putin falla, Nelson predice, los ambiciosos líderes rusos continuarán viendo su camino al poder como una carrera por los fértiles campos de Ucrania.
Es una lógica sombría sugerir que poco ha cambiado desde que Catalina la Grande empujara hacia atrás al Imperio Otomano en el siglo 18 y que Stalin matara de hambre a los campesinos ucranianos para alimentar a las ciudades soviéticas en el 20. En el nombre del mundo, uno espera que Nelson esté equivocado. Pero al ver a las tropas rusas desbordándose una vez más por la frontera, uno teme que tenga razón.