Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.
¿Verde o marrón?: el futuro de la Amazonía
Por John Terborgh.
Publicado originalmente como “The Green vs. the Brown Amazon”, The New York Review of Books, Vol. 54, No. 18, 22 de Noviembre, 2007. [http://www.nybooks.com/articles/20819]. Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Reseña del libro de Mark London and Brian Kelly, The Last Forest: The Amazon in the Age of Globalization. Random House, 312 pp.
Una de las primeras cosas que cualquier brasileño le dice a un extranjero es que Brasil es realmente dos países: el Sur y el Norte. Con una población altamente educada de origen predominantemente europeo, el sur, con sus dos grandes ciudades de Río de Janeiro y São Paulo, se está convirtiendo en una superpotencia agrícola e industrial, produciendo computadoras y productos farmacéuticos avanzados, y exportando grandes cantidades de aviones a propulsión a EEUU. Brasil ha conseguido un estatus de primera clase mundial en forestación, producción pecuaria y agricultura. Incluso más significativo para el futuro es que, en gran medida a través del uso de biocombustibles como el alcohol derivado de la caña de azúcar, Brasil sea uno de los pocos países del mundo que han logrado autosuficiencia en energía. Cuando el petróleo llegue a $100 dólares el barril, Brasil estará cómodamente posicionado.
El norte, en verdad, es otro país en todo menos en geografía política. Una población mayoritariamente no europea yace en la pobreza y el analfabetismo. Con la excepción de las más grandes ciudades, el norte carga con los vestigios de un pasado feudal. Descendientes de esclavos africanos se aglomeran en el nordeste mientras gente de mezclados orígenes africanos, europeos e indígenas pueblan la enorme región centrada sobre el río Amazonas y sus tributarios, una región conocida simplemente como la Amazonía. Desde los días de los conquistadores, la Amazonía nunca ha tenido una economía estable. Ciclos de auge y declinación han alentado la mentalidad de enriquecerse rápidamente y una carencia de lealtad hacia el lugar.
Después de cinco siglos de ignorar al norte, poderosos intereses del sur recientemente han tomado interés en los recursos de la Amazonía, precipitando un paroxismo de cambios en el norte que afectarán al mundo entero. La política guiará el curso del cambio, pero cómo y por qué razones, permanece incierto pues fuerzas internas y externas están jalando en direcciones opuestas. Las fuerzas internas, entre ellas las grandes corporaciones, favorecen abrumadoramente un desarrollo rápido de la Amazonía: la expansión de la extracción maderera, la minería y la expansión de las fronteras agrícolas. En contraste, quienes se encuentran preocupados por el medio ambiente mundial miran la “pérdida” de la Amazonía como una tragedia global inminente. Ellos quieren encontrar modos de sostener ese vasto bosque, y con él, una riqueza sin rival de diversidad biológica, cientos de tribus indígenas y, con una creciente importancia, las vastas reservas de carbón contenidas en los árboles de la Amazonía.
¿Cómo se resolverán estas tensiones? Lo que le suceda a la Amazonía en las siguientes dos o tres décadas puede resultar siendo decisivo para los esfuerzos mundiales de evitar las emisiones de gases de invernadero. Si el gobierno brasileño continúa asumiendo un enfoque cauto hacia la política energética, como lo ha hecho por varias décadas, y hace un esfuerzo para planear y controlar el desarrollo en la Amazonía, el área podría servir como un modelo para las restantes regiones de bosques silvestres del mundo, entre ellos la cuenca del Congo, Siberia, el norte de Canadá y las islas conocidas como externas en Indonesia. Sin embargo, si Brasil escoge seguir la política de que todo sigue igual -- un laissez-faire, una arranchadera de recursos a lo Lejano Oeste --, podría empujar al continente sudamericano, si no al mundo, a un punto de desequilibrio sin retorno, una perspectiva que debería ser tema de preocupación para cualquiera en el planeta. ¿Llegan al corazón del problema Mark London y Brian Kelly en The Last Forest? No en mi opinión. Su versión es atrayente, a veces entretenida, pero por sobre todo superficial, una visión tuerta de un profundo y complejo conjunto de temas.
Ninguno de ellos puede afirmar ser un experto en la Amazonía y no está claro que alguno hable portugués, un requisito esencial para inquirir en la mente brasileña. London es abogado en Washington, D.C., y Kelly, un periodista, el editor ejecutivo de US News and World Report. Para ellos, la Amazonía es un pasatiempo, enfocada con pasión y seriedad, con seguridad, pero ineludiblemente ellos la ven como foráneos echándole una mirada. Hace cerca de veinticinco años, cuando eran dedicados jóvenes aventureros, escribieron otro libro, Amazon. Esta es la secuela, que desarrolla sobre la base de la experiencia anterior para juzgar el paso y la dirección del cambio.
El texto es un collage de anécdotas y entrevistas tenidas a lo largo de varios viajes y miles de millas viajadas por aire, agua y tierra. Los autores muestrearon un amplio espectro de opiniones, desde ministros y políticos hasta habitantes de barriadas, lancheros y caboclos (gente que vive en las riveras del interior sin carreteras de la Amazonía). Las veintenas de entrevistas y opiniones pueden parecerle al lector un lienzo puntillista visto desde demasiado cerca, de modo que la pintura que emerge es borrosa. London y Kelly tienen éxito al transmitir algo del sabor distintivo del Brasil, pero en general su trabajo es frustrante por sus puntos ciegos y su fracaso al integrar las piezas en un todo coherente.
Para los autores, la Amazonía es sinónimo de la Amazonía brasileña. Ellos eligen ignorar el hecho de que cerca del 40 por ciento de la cuenca amazónica, incluyendo las nacientes de varios de los mayores tributarios, se encuentran en países vecinos. Presentar la Amazonía como una entidad solamente brasileña es ponerse anteojeras, pues muchas de las reflexiones que los autores extraen de sus viajes y entrevistas no se aplican a los países vecinos. La Amazonía es realmente un lugar mucho más complejo, variado e interesante de lo que revelan estos dos intrépidos viajeros.
Cinco países andinos comparten la Amazonía con el Brasil. He vivido más de diez años en dos de ellos: Venezuela y Perú. Ambos son radicalmente diferentes del Brasil con respecto a muchos de los temas discutidos en el libro. Venezuela miopemente subsiste de ingresos petroleros y se ha convertido en uno de los países más urbanizados de la tierra; todos salvo un pequeño número de sus habitantes han perdido toda traza de los conocimientos básicos rurales que permiten la supervivencia en una frontera remota. Los esfuerzos auspiciados por el gobierno para promover la población del despoblado interior han fracasado persistentemente en atraer voluntarios.
Por el contrario, el Perú tiene una población indígena que mira hacia el interior y una historia poscolonial de feudalismo que terminó solo en 1968, con al gobierno militar izquierdista de Juan Velasco Alvarado. Los centros poblados del Perú están a lo largo de la costa del Pacífico y en los Andes. Aunque la región amazónica constituye más de la mitad del territorio nacional, los peruanos educados persistentemente la han evitado como un infierno lleno de insectos y serpientes. Correspondientemente, la inversión del gobierno en la región ha sido mínima. Durante el período de la segunda posguerra mundial, los principales colonos en la región amazónica peruana han sido gente quechuahablante que ha sido impelida por presiones demográficas a bajar de las montañas andinas. Campesinos hambrientos de tierras sin un previo conocimiento de la agricultura en las tierras bajas, ellos se han abierto camino en los valles subandinos donde el cultivo de coca para el narcotráfico ha demostrado ser la opción económica más lucrativa. Tan sorprendentemente diferentes entre sí como ambos lo son del Brasil, Venezuela y el Perú tienen en común que más del 90 por ciento de su porción de la Amazonía permanece en su estado natural hasta el presente. La fiebre de tierras que atenaza Brasil no ha tocado a ninguno de los dos países, por lo menos todavía.
La fiebre de tierras es el tema dominante en la Amazonía brasileña. Aquí es donde London y Kelly lo hacen mejor. A través de los ojos de sus entrevistados, ellos retratan la competencia entre granjeros pobres y habitantes de los bosques y representantes de los poderosos intereses de negocios en la carrera para asegurarse tierras no ocupadas. Se nos introduce en los apremios de los muchos perdedores y en las jactancias de los pocos grandes ganadores. Un subtema es el encuentro entre los estilos de vida tradicionales de los caboclos y los extractores de caucho y el frenético expansionismo de los ganaderos y los cultivadores de soya. El encuentro se lleva a cabo en una atmósfera de miedo y violencia. El asesinato de Chico Mendes, un líder de los caucheros, por parte de unos ganaderos, trajo brevemente el supurante conflicto ante la atención del mundo, pero esta fue solo una tragedia entre cientos de otras tragedias no contadas.
Las tomas violentas de tierras son una manifestación visible del fracaso del gobierno brasileño en reformar un sistema caótico y arcaico de titulación que data del período colonial portugués. Muchos si no la mayoría de los títulos de propiedad en la Amazonía son falsos, habiendo sido obtenidos mediante el soborno, la falsificación u otros medios ilegales. Múltiples títulos superpuestos son la norma, en parte debido a que la región es tan vasta e inaccesible que nunca ha sido medida. El resultado es una situación anárquica en la que el poder crudo tiende a prevalecer.
La fiebre de tierras está impulsada por múltiples fuerzas que hasta ahora han sido peculiares a la Amazonía brasileña. La consolidación de tierras agrícolas en el rico sur desposeyó a miles de granjeros menos afortunados, quienes buscaron establecer nuevas vidas en el norte. Esta es la gente que en las últimas décadas ha inundado los estados centrales y occidentales de Goias, Mato Grosso, Rondônia y Acre. El jale de las ganancias rápidas en la crianza de ganado y el cultivo de soya ha estado atrayendo a muchos grandes inversionistas, como Blario Maggi, gobernador de Mato Grosso, y del gigante de los granos de EEUU, Cargill, junto con otras grandes inversiones comparables. Uno solo tiene que volar sobre Mato Grosso para ver el futuro de la agricultura en el Brasil. Las granjas son enormes y dejan chicas, por decir, a las de Illinois o Iowa. El futuro de los pequeños granjeros en Brasil, como en todo sitio, luce sombrío.
Contemplar el tamaño de la cuenca amazónica, un área casi igual al 90 por ciento de EEUU continental, despliega la mente. Quizá el vuelo más memorable e inspirador que yo haya tomado fue de Santa Cruz en Bolivia a Miami en un día claro. Viajamos a 30,000 pies de altura, hora tras hora sin ver ninguna señal de que los seres humanos jamás hubieran intervenido en la aparentemente ilimitada extensión verde que pasaba lentamente debajo de nosotros. Uno tiene que preguntarse qué imágenes encontrarán los ojos de los viajeros de aquí a una o dos décadas, pues la región entera está en transición. London y Kelly plantean la pregunta de si la región está siendo impulsada hacia otro ciclo de auge y declinación o hacia un futuro más sostenible.
Incluso hoy, una de las más grandes ciudades de la región amazónica, Iquitos en el Perú, no tiene ninguna carretera hacia ningún lugar. Incongruente como esto pueda parecer en nuestro interconectado mundo, incluso más extraña es la vista que saluda al viajero que aterriza en Iquitos, Manaus o muchas otras ciudades amazónicas más pequeñas. A medida que el avión se acerca a la pista de aterrizaje, la vista es la de una selva ininterrumpida extendiéndose hasta el distante horizonte. Un visitante de Europa o Norteamérica espera ver los signos usuales del sistema de apoyo rural de una ciudad: campos, caminos, pastizales, pueblos. Pero no en la Amazonía. Repentinamente hay una abertura en el bosque y el avión aterriza sobre la pista. Del bosque al concreto no hay ningún intermedio. No conozco ningún otro lugar en el mundo como éste, salvo quizá el Ártico.
Hay, por supuesto, una razón para esta extraña yuxtaposición de bosque y ciudad. Los suelos de gran parte de la Amazonía son notoriamente pobres, habiendo sido lavados de cualquier átomo de minerales nutrientes para las plantas por milenios de empapadoras lluvias tropicales. Hay nutrientes, sí; si no, no habría bosque, pero hasta 90 por ciento de ellos o más, como el nitrógeno, potasio y fósforo, están encerrados en los componentes vivientes y orgánicos del ecosistema, primariamente en los mismos árboles. Tálese el bosque y los nutrientes se perderán. Se requiere de décadas, a lo mínimo, para que el tranquilo proceso de la naturaleza los restaure. Así, la agricultura sostenible, al menos hasta ahora, no ha sido lograda (aunque debería anotarse que los nativos americanos lograron altas densidades poblacionales en la Amazonía usando tecnologías ahora olvidadas). Consiguientemente, los alimentos que sustentan a ciudades grandes como Iquitos y Manaus, aparte del pescado del río, deben en gran parte ser importados desde el mundo exterior.
El conocimiento científico de los ciclos de los nutrientes en los bosques intactos, reforzado por el demostrable fracaso en superar los impedimentos medioambientales a la agricultura sostenible, ha establecido el mito de que la agricultura es imposible en la Amazonía. Fluyendo de este mito sale la conclusión de que nada bueno puede venir de talar el bosque, de que el hacerlo convertiría la Amazonía en un páramo por solo una ganancia pasajera. Los conservacionistas usaron este argumento para urgir a los gobiernos a buscar en otros lados oportunidades de desarrollo con la esperanza de que el ecosistema más diverso del mundo pudiera permanecer en gran medida intacto para la posteridad. El paso del tiempo ahora ha alterado los supuestos de este argumento y la Amazonía enfrenta amenazas desde nuevos frentes.
Los asentamientos modernos en la Amazonía comenzaron en los años 70 con el lanzamiento del sistema de la carretera Transamazónica bajo el gobierno militar del presidente Emìlio Médici. Vastos territorios fueron entonces trastornados, especialmente cerca de la frontera del territorio nacional brasileño. Los planificadores militares, cuya influencia en el gobierno era entonces suprema, sintieron que las tierras deshabitadas de las remotas regiones fronterizas estaban en riesgo de ser anexadas por los países vecinos. La gente hispanohablante, temían ellos, podía moverse sin ser detectada, cruzar la frontera y crear bolsones de lealtad hacia los países vecinos. Peor, las tribus indígenas podrían aprender español antes de aprender portugués, y distanciarse de su patria. Tales preocupaciones, sin embargo, descabelladas como pueden haber sido, estaban muy presentes en la mente de los generales.
El gobierno militar construyó caminos y alentó el asentamiento en la Amazonía a través de dos tipos de incentivos: programas organizados de reubicación para los pobres y la oferta de atractivos préstamos subsidiados para los suficientemente afortunados (o con las conexiones políticas correctas) como para calificar para ellos. Fueron excavados en el bosque los asentamientos organizados para los pobres, aspirantes a granjeros. Pueblos grandes centralmente ubicados (agrópolis, ruropólis) se situaban en el eje de una rueda con pueblos satélites (agrovillas) localizados al extremo de los radios. Cada colono recibía 100 hectáreas (cerca de 250 acres) de las cuales, por ley, 50 por ciento iría a permanecer como bosque. Estos primeros proyectos de colonización tuvieron un éxito mixto. La carencia de planificación significó que los suelos fueran a menudo de pobre calidad o que no tuvieran un drenaje adecuado. Sin embargo, más frecuentemente, lo que derrotó a los colonos fue la falta de transportación. Los caminos de primera generación estaban sin pavimentar. Las lluvias torrenciales los convirtieron en listones pantanosos que duraban meses, dejando a los habitantes aislados sin acceso a los mercados y sin medios de adquirir fertilizantes u otros bienes esenciales. London y Kelly saltaron de bache en bache por varios días en uno de esos caminos encontrando solo a un colono solitario en el camino. Muchos de tales proyectos fracasaron a medida que los desencantados colonos los dejaban por mejores oportunidades en cualquier otro sitio.
Para los hombres de negocios políticamente conectados había préstamos subsidiados diseñados para promover la ganadería en el bosque lluvioso. Brasil estaba entonces experimentando una rápida inflación. Los préstamos traían bajas tasas de interés, muy por debajo de la tasa de inflación, de modo que podían ser pagados en moneda devaluada. Se abusó ampliamente del programa de préstamos. Los prestatarios usaban una pequeña porción de sus préstamos para contratar a un equipo de campesinos pobres para que hicieran un claro en el bosque y luego invertían el resto en tierras u otras inversiones especulativas que se apreciaran a la tasa de inflación o a una tasa más alta. Esto fue inmensamente lucrativo pero la economía ganadera que los préstamos estaban supuestos a fomentar terminó siendo en gran medida una estafa. La productividad de las pasturas ganaderas declinó inexorablemente debido al lavado de los nutrientes, la invasión de mala hierba, y a la compactación del suelo por las pezuñas de los animales. La vida útil típica de un área de pastura era de cinco años. Adicionalmente, los bosques tenían que ser talados para crear nuevas pasturas, si no los ranchos declinaban. Los propietarios frecuentemente vivían en el sur y descuidaban sus ranchos porque sus intereses verdaderos estaban en los negocios que subrepticiamente financiaban con sus préstamos.
Irónicamente, los planes para promover el desarrollo rural en este período fracasaron a menudo mientras el desarrollo urbano florecía. Manaus fue declarada puerto de zona franca y pronto tuvo un próspero sector industrial. El aliciente de los puestos de trabajo atrajo a miles de caboclos desde los aislados bosques, inflando a Manaus hasta que llegó a ser una ciudad de cerca de dos millones de habitantes. La población de la Amazonía brasileña es ahora 80 por ciento urbana. Nadie en 1970 imaginaba que tal podría ser el caso. Los procesos no anticipados pueden derribar supuestos aparentemente inexpugnables.
La historia de la Amazonía continúa desenvolviéndose como una saga de procesos no anticipados. Considérese el cerrado, un vasto cinturón de pastizales que cubría desde el suroeste hasta el nordeste cruzando el corazón del Brasil. El cerrado era una gran pradera comparable con nuestras grandes praderas. Numerosos intentos de cultivarla fracasaron y se creía que el suelo era demasiado pobre como para aguantar la agricultura. Permaneció esencialmente intacto hasta los años 70, cuando se descubrió que una generosa aplicación de rocas de fosfato molidas podían convertir el cerrado en una despensa. Cultivar el cerrado demostró ser altamente lucrativo y desató una explosiva demanda por tierras. Hacia fines del siglo solo 7 por ciento permanecía en un estado natural, presentando una emergencia de conservación. Nadie había anticipado este auge. Pocas áreas protegidas habían sido establecidas en el cerrado antes de que viniera a estar bajo asalto. En 2005 viajé diez horas en ómnibus desde Brasilia en el cerrado norteño hasta Uberlandia en el sur y no vi nada de la sabana natural que uno vería en nuestras nativas praderas de pastos altos al viajar entre Minneapolis y Kansas City.
La lección del cerrado es una que pienso continuará aplicándose al futuro desarrollo en el Brasil y es especialmente relevante para la región Amazónica. Todo lo que se requería para estimular el desarrollo del cerrado era un poquito de ciencia: el conocimiento de que el potencial del suelo estaba constreñido por una deficiencia de fósforo. Ese constreñimiento fue fácilmente superado. Otros constreñimientos continúan impidiendo la expansión agrícola de la cuenca amazónica. Ahí los suelos son incluso menos fértiles que los del cerrado. Las lluvias torrenciales drenan el suelo y generan erosión. Los climas más húmedos mantienen una mayor diversidad de hierbas, plagas y patógenos. Pero estos son solamente retos técnicos que podrían ser superados si hubiera incentivos. El mito de que los suelos de la selva lluviosa no pueden ser cultivados son solo eso, un mito, como fue convincentemente demostrado por Pedro Sánchez, científico de la Universidad del Estado del Norte de Carolina, y otros, en los años 80. Todo lo que falta es infraestructura como caminos, puertos y plantas energéticas, así como suficientes incentivos de mercado. El gobierno brasileño sabe esto, incluso si el resto del mundo lo ignora. Esa es la razón de por qué el gobierno está tan dispuesto a sacar adelante el proyecto Avança Brasil.
Avança Brasil, como muchas otras cosas brasileñas, es grandioso en escala y concepto. Es un programa multifacético, multimillonario, para el desarrollo de la infraestructura. Por supuesto, también es altamente controversial. Los conservacionistas lo ven como anatema; los visionarios prodesarrollo en Brasilia lo ven como la clave para la satisfacción del destino manifiesto del Brasil como un centro neurálgico agrícola que podría lograr una importancia económica global equivalente a su rango como el quinto país más grande del mundo.
Si Avança Brasil sale adelante como se ha planeado, transformará la región Amazónica. Las secciones no pavimentadas del sistema de la carretera Transamazónica serán pavimentadas, los ríos serán dragados y equipados con esclusas para permitir el tráfico de barcazas, se construirán nuevos puertos así como represas para proveer con energía hidroeléctrica las anticipadas nuevas ciudades e industrias. El mejor acceso provisto por vías resistentes a las variaciones estacionales precipitarán un frenesí para la tala de terrenos y la especulación. La industria de la madera, ahora concentrada en los bordes occidental y sur de la Amazonía se trasladarán a las porciones centrales y occidentales de la cuenca. A diferencia de la tala de bosques para la exportación del Sudeste Asiático, la tala en el Brasil sirve primariamente para satisfacer un voraz mercado interno. Su escala es sorprendente. Un reciente estudio documentó la existencia de 1,300 aserraderos alrededor de Belém, un puerto principal cerca a la desembocadura del Amazonas. Cientos de aserraderos adicionales están operando hacia el sur y el oeste de Belém, en áreas no atendidas por puertos. La mayor parte de la producción de estos aserraderos va al mercado interno, para proveer a Rio de Janeiro, São Paulo y las florecientes ciudades del sur.
Así, ¿cuál es la perspectiva? ¿Saldrá adelante Avança Brasil y catalizará las operaciones de tala en el resto del bosque amazónico? London y Kelly, frustrantemente, tienen poco que decir sobre esto. Las palabras “Avança Brasil” no aparecen en su libro. Ellos afirman vagamente que el desarrollo es inevitable pero qué forma tome y cuáles serán los incentivos, es algo mayormente dejado a la imaginación del lector.
¿Es la deforestación de la Amazonía inevitable? Estoy de acuerdo con London y Kelly en que la noción romántica de que la Amazonía puede ser “salvada” es una fantasía. Brasil continuará persiguiendo su largamente acariciada meta de integrar la Amazonía a la economía nacional. Buena parte del bosque desaparecerá. Sin embargo, me sorprendería ver que desaparezca enteramente debido a que una creciente porción de la Amazonía en el Brasil y en los países vecinos está bajo protección formal, legal (un detalle crucial omitido por London y Kelly): 11 por ciento en parques nacionales y otras categorías de tierras federales; 8 por ciento en áreas protegidas bajo los auspicios del estado; 21 por ciento como tierras de pueblos indígenas.
Nuevas áreas están entrando bajo protección cada año mediante ARPA (el programa Amazon Region Protected Areas) apoyado conjuntamente por el gobierno nacional, World Wildlife Fund y otras organizaciones conservacionistas. No es irrealista imaginar que 50 por ciento finalmente vendrá bajo una u otra forma de protección. Más del 70 por ciento del estado de Amapá, por ejemplo, ya está protegido. Grandes nuevas áreas fueron recientemente creadas en el estado de Pará; el estado de Amazonas está activamente planeando reservas adicionales. A menos que haya una quiebra completa de la autoridad civil, la Amazonía no será enteramente “perdida”.
No obstante, esta manera formulista de pensar — protegido + desprotegido = todo — tiende a ser infantil. Los procesos no anticipados probablemente determinarán el futuro de la Amazonía, tanto como lo hicieron en el caso del cerrado. Uno de esos procesos no anticipados es el fuego, un hecho no mencionado por London y Kelly. Los bosques húmedos tropicales simplemente no se queman, o al menos eso era lo que comúnmente se creía. Después de todo, millones de fuegos son encendidos en regiones de bosques tropicales cada año en conjunción con los métodos de roza y quema usados para limpiar el terreno para la agricultura, pero los fuegos casi nunca escapan hacia los bosques circunvecinos. El Sudeste Asiático se convirtió en un yesquero después de una sequía sin precedentes. Se produjeron incendios que duraron por meses en la selva lluviosa ecuatorial de Borneo, creando una nube de humo ácido que cerró aeropuertos a cientos de millas y causó males respiratorios en miles de personas.
Los científicos que investigaron las causas y consecuencias de los incendios de Borneo descubrieron un corolario importante. Los bosques que habían sido talados fueron los que se quemaron; los bosques no talados resistieron al fuego. La tala actúa en sinergia con los incendios de dos maneras. Primero, el derribar árboles abre un claro entre la capa de copas del bosque, admitiendo la luz solar y secando el lecho de hojas que está sobre el suelo del bosque. Segundo, los restos de ramas, astillas de madera y tocones que dejan las operaciones de tala sirven como combustible para cualquier subsiguiente incendio. Por estas dos razones el fuego puede propagarse a través de un bosque donde haya operaciones de tala y condiciones de sequía, pero se extingue en las bosques no talados.
Algunos incendios quemaron enormes extensiones de bosque amazónico en conjunción con el Niño de 1997 y 1998. Las consecuencias prometen ser de lejos más severas en el futuro. La primera vez que un bosque tropical se incendia, el daño difícilmente puede ser detectado desde arriba debido a que la destrucción en gran medida está confinada a los árboles muy jóvenes y a los pequeños árboles cuyas copas están por debajo de la capa más alta de copas del bosque. Sin embargo, la subsiguiente presencia de grandes números de árboles muertos incrementa en gran manera el combustible disponible para avivar el siguiente incendio. Consiguientemente, los segundos incendios arden con más temperatura y más destructivamente, matando a los árboles grandes así como también prácticamente a todos los más pequeños. Y, por supuesto, los segundos incendios generan incluso más combustible para el tercer incendio. Colegas míos que estudian este tema, notablemente Carlos Peres y Jos Barlow de Universidad de East Anglia (Reino Unido) y William Laurence del Instituto Smithsoniano de Investigación Tropical en Panamá, afirman que un tercer incendio significa la perdición para el bosque puesto que mata a todos los árboles restantes. Después de eso, la tierra antes ocupada por bosques se llena de arbustos ásperos y pastos que se hacen incendiables en cada estación seca. Los incendios entonces se convierten en un aspecto permanente de la ecología transformada y derrotan las perspectivas de recuperar el bosque. Millones de acres de bosques están ahora preparados para quemarse por segunda vez y millones más están listos para el primer incendio, gracias a la ola de rampante tala que se ha expandido en la región.
Un segundo pero relacionado proceso no anticipado es el cambio climático radical. La tala de los bosques y la transformación del paisaje por medio del fuego, actúan en sinergia para alterar el microclima local y el ciclo hidrológico. Gran parte de la energía solar que cae sobre un bosque natural es disipada en la parte alta de la capa de copas del bosque a través de la “transpiración”, la evaporación del agua transmitida desde el suelo a través de las raíces, los troncos y las hojas de las plantas, un proceso que consume energía solar y refrigera el ambiente. Cuando el bosque está en gran medida talado , menor energía solar es interceptada por el follaje y más energía alcanza el suelo, donde es absorbida y calienta la superficie hasta temperaturas sofocantes. Reducir la vegetación que cubre el suelo altera el ciclo hidrológico a medida que una menor humedad regresa a la atmósfera a través de la transpiración y más humedad fluye directamente a las corrientes y los ríos, acelerando la erosión.
A medida que la frontera agrícola se extiende hacia el norte en la región Amazónica, los científicos del clima temen que se alcance un punto de desequilibrio en algún hasta ahora desconocido nivel de deforestación. El argumento va como sigue: casi toda el agua que cae como lluvia en la Amazonía deriva del Océano Atlántico, donde ésta se evapora y es llevada a tierra por vientos impulsados desde el este. El contenido isotópico del agua de mar evaporada posee un carácter distintivo o “signatura” que se altera cuando el agua de lluvia es transpirada a través de las hojas de los árboles y las plantas (las razones entre isótopos de hidrógeno y oxígeno cambian con la evaporación y la transpiración porque los isótopos más pesados no se evaporan tan fácilmente como sus contrapartes más ligeras). El científico atmosférico Eneas Salati mostró hace muchos años que la signatura del agua de lluvia varía sistemáticamente de este a oeste a través de la cuenca amazónica, de manera coherente con la idea de que gran parte del agua originalmente derivada del océano desde la costa este, es reciclada mediante las plantas al pasar sobre la cuenca amazónica. Salati estimó que tres cuartos del agua de lluvia que cae en la amazonía occidental es agua reciclada. Cuando la deforestación reduzca la cantidad de lluvia que es reciclada y enviada a la atmósfera vía transpiración, habrá menos agua disponible para caer como lluvia en la dirección del viento, es decir, al oeste.
Entre la comunidad científica es muy difundida la preocupación de que el crucial mecanismo de reciclamiento será trastornado por la deforestación en la Amazonía oriental. La mayoría de los modelos climáticos concuerdan en indicar un punto de inflexión más allá del cual partes de la Amazonía se convertirán en significativamente más secas. Menos lluvia implica más extendidas y severas sequías y una creciente incidencia de incendios. Carlos Nobre, el más distinguido climatólogo del Brasil, habla de la “sabanización” de la región Amazónica; esto es, su reducción a pastizales. Una gran alteración del ciclo hidrológico de la Amazonía podría tener consecuencias globales, pero los actuales modelos climáticos no concuerdan en cuáles serían las consecuencias.[*]
¿Cuál es la actitud del gobierno brasileño hacia una posible calamidad climática en la Amazonía? Según se dice, al mostrársele las predicciones de algunos modelos climáticos, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva puso dos alternativas. Si el resto del mundo está tan preocupado acerca del futuro de la Amazonía, entonces dejemos que los países ricos nos paguen por no talarla. De otro modo, si el bosque va a sucumbir ante la sequía y el fuego, entonces deberíamos cortarlo primero de modo que podamos beneficiarnos de los recursos antes de que ellos se pierdan por los estragos de la naturaleza.
No todos estarán felices con esas alternativas, pero los pronunciamientos de Lula pueden no estar lejos de lo acertado. La Amazonía está siendo talada a un ritmo prodigioso y con mayores mejoras en el transporte como las que prevé el programa Avança Brasil; la tala y con ella el riesgo de incendios está dirigida a extenderse por sobre gran parte de la cuenca. Disminuir el ritmo de la tala o detenerla requeriría de una voluntad política que simplemente no existe en un país obsesionado con la maximización de su desarrollo.
Cuál de las alternativas de Lula traerá el futuro, ¿una Amazonía verde apoyada por una comunidad internacional unida contra el espectro del cambio climático radical, o una Amazonía marrón, reseca por la deforestación y quemada por el fuego? En mi opinión, las perspectivas de esta alternativa verde serán determinadas por el tratado que sucederá al de Kyoto. En Kyoto, se decidió no incluir a los bosques en un sistema por el que las emisiones de carbono son controladas a través de mecanismos cap-and-trade, esto es, permitiendo a los países que reducen sus emisiones, que reciban créditos por hacerlo. Muchos ahora creen que la omisión fue un error porque los bosques almacenan enormes reservas de carbón. Sin embargo, cómo serán introducidos los bosques en un tratado de segunda generación es algo que nadie puede anticipar. A menos que haya una significativa intervención internacional mediante incentivos financieros u otros mecanismos, el escenario de dejar que las cosas sigan como siempre, ciertamente prevalecerá. Así, si usted desea ver el Gran Jardín del Edén que es la Amazonía verde de hoy, no debería posponer su viaje.
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Notas
[*] Para los lectores interesados, una exposición, con autoridad en el tema, sobre los temas científicos tratados aquí puede encontrarse en el número especial de Septiembre 2007 de The American Prospect.