Desde la otra esquina:
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Vida y milagros de Judas Iscariote
por Frederic Raphael
Originalmente publicado como “The One Wanted Most”, Literary Review, Sep. 2009 (http://www.literaryreview.co.uk/raphael_09_09.html). Traducido por Alberto Loza Nehmad.
Reseña del libro de Susan Grubar, Judas: A Biography (W.W. Norton & Co.; 453 pp.)
Los evangelios son malas noticias para los judíos. El trío sinóptico —compuesto por dos judíos y por el gentil Lucas— parece, por su casi convergencia, validar una narración que prueba la traición de Judas Iscariote. Se dice que Jesús fue crucificado como resultado de la presión ejercida sobre Poncio Pilato por “los judíos”, cuyo supuesto grito de “Que su sangra caiga sobre nuestras cabezas y las de nuestros hijos” ha sido una justificación del tipo “ustedes se la buscaron” para la malicia santurrona, el confinamiento en guetos, los pogroms y, finalmente, el genocidio.
El Evangelio de San Juan le da un toque final poético a la historia al proponer a Judas Iscariote como el judío arquetípico, quien hará cualquier cosa por dinero (el evangelio de Karl Marx dijo en gran parte lo mismo). La satanización de Judas sirvió para la expulsión de los judíos de su supuesta posición como Pueblo Elegido de Yahweh. Fueron remplazados en el renovado favor de Dios por los cristianos, quienes eran exclusivamente elegibles para la salvación. El Padre de la Iglesia Tertuliano incluyó entre los placeres de los salvos el de tener asientos de primera fila desde los cuales gozar con la interminable parrillada de los no creyentes, Judas en particular.
Como el no mencionado Geza Vermes ha mostrado, con paciente precisión, en su libro The Authentic Gospel of Jesus [El auténtico Evangelio de Jesús], el mensaje y estilo de predicación de Jesús de Nazareth y los textos judíos prevalecientes en la primera mitad del primer siglo son del mismo tipo. Jesús pudo haber enseñado una variación de ese mensaje, pero el judaísmo difícilmente era monolítico. “Los judíos” como unidad uniforme nunca existió; el fraccionalismo era endémico. El judaísmo sacrificial y teatral practicado en el Templo era detestado por los esenios, por ejemplo, quienes formaban comunidades ascéticas, “protestantes”, en el desierto. Los saduceos eran minimalistas epicúreos en su rechazo a la resurrección y su escepticismo acerca de la vida de ultratumba. Los fariseos, por otro lado, sostenían cierto tipo de inmortalidad y decoraban la Torá con glosas ingeniosas.
Jesús tenía mucho en común con los fariseos. Por ello los autores de los evangelios tuvieron dificultades para postular, para no decir fabricar, una hostilidad radical (y anacrónica) entre Jesús y una de las principales fuentes de Sus ideas. La duradera tarea de los padres de la Iglesia fue separar, a Jesús y a Su “Iglesia” (un término que no habría tenido sentido para el personaje histórico sobre el que construyeron su Salvador), de los judíos. Luego pudieron santificar la apropiación de Yahweh y Su reincorporación en el Trinitario Dios paulino. Judas se convirtió en el despreciable Otro: a veces negro, a veces feminizado, esencialmente judaico.
La Jerusalén a la que entró Jesús sobre un asno (realmente una forma ostentosa de transporte para la época) era un centro de tensiones, entre judíos y judíos y entre judíos y romanos. El sumo sacerdote tenía una desafortunada eminencia e intermediaba entre los romanos ocupadores y una masa doblemente expoliada de habitantes de Judea cuyos hombres jóvenes soñaban con otro Judas Macabeo que los liderara hacia la victoria contra los profanadores de la ciudad (entre quienes estaba el “helenizado” sacerdocio). El Mesías nunca fue una figura espiritual sino un líder práctico.
La noción de que “los judíos” pudieran forzar al procurador romano a ejecutar a Jesús sería cómica si no fuera un elemento clave tanto para anatematimizarlos como para exceptuar a Roma de la culpa deicida (nadie, a lo largo de los siglos, ha acusado alguna vez a los italianos de haber matado a Cristo). Susan Gubar cita a Karl Barth, un teólogo moderno (antinazi):
Como Esaú, el rechazado de Dios, [los judíos] vendieron su derecho de nacimiento por un plato de lentejas. No lo hicieron con los ojos cerrados sino abiertos. Pero esos fueron los ojos del ciego... Israel siempre intentó comprarse a Yahwe con treinta piezas de plata.
¡Simpáticas cosas viniendo de un suizo!
La sublime versión de Barth de la diatriba escatológica de Lutero, pertenece a la larga y ruidosa fila de denuncias cristianas contra el único pueblo ante quien Jesús realmente eligió dirigirse (se relata, creíblemente, que inclusive advertía a sus discípulos no ir a las ciudades de Samaria). Judas es visto por la profesora Gubar como “el principal personaje a través de quien los cristianos han entendido a los judíos y al pueblo judío”. Su extensa biografía es la de un personaje resucitado y embellecido, a menudo mediante una fantasía maliciosa, a partir de un original ensombrecido, quizá sin culpa.
Judas el Traidor se convierte en el personaje odiado que posibilita un mito en el que se requiere de un Dios-víctima inocente cuya sangre redima a quienes pusieron su fe en Él. Con todo, inclusive los evangelios, escritos en griego para una audiencia en gran medida gentil, usan solo una palabra suave (paradodomi significa “yo doy/ entrego) para describir lo que hizo Judas. ¿Cuánta traición era necesaria para señalar a un hombre que, unos pocos días antes, había atraído una conspicua atención hacia sí mismo? No obstante el judío como intrínsecamente traicionero es estampado con este molde: Alfred Dreyfus fue condenado por ninguna otra razón.
Si Jerusalén no hubiera caído el año 70 DC y si los habitantes de Judea no hubieran sido derrotados (7,000 fueron crucificados alrededor de los muros de Jerusalén), la misión cristiana de denigrar a “los judíos” bien podría haber fallado. Como sucedieron las cosas, vino a aparecer como válido sostener (como inclusive lo hizo Flavio Josefo, aunque de ningún modo un cristiano) que, con el triunfo de Vespasiano, el mandato de los cielos había pasado hacia Roma. Aquello que luego sería el catolicismo romano le puso un pío toque final a esta lectura de la historia como una parábola teológica. La arianización de Jesús por parte de los clérigos nazis fue la culminación de siglos de una calumnia tendenciosa en la que Judas, a la par que el Judío Errante, actuaron como el malvado emblemático.
La Shoá [El Holocausto] desconcertó esta visión complaciente de Dios como que desarrollaba su plan, al menos por un tiempo. Después de Auschwitz, Marc Chagall pudo atreverse a representar a Judas el judío como el icónico Hombre Crucificado. La subsiguiente erección de una cruz cristiana a la sombra de las cámaras de gas, como el reciente taquillero filme de Mel Gibson, La Pasión del Cristo, puede ser leída como un intento de reapropiación del sufrimiento inocente como monopolio cristiano: después de todo, si “los judíos” no son culpables, ¿quién lo es?
Gubar ofrece un relato impresionantemente fundamentado de las varias manifestaciones de Judas, ya sea como el hipócrita amasador de dinero, chorreante de abominación fecal y sexual, o como un héroe existencial de los últimos días, algo así como el Sísifo del mito de Albert Camus. Como sostuvo René Girard, el Judas mítico muta de ser “el hombre más buscado” en una lista de criminales arquetípicos, a ser “el hombre que más se busca”, él mismo una suerte de redentor porque es capaz de asumir mucho de la culpa humana. Entonces se convierte en la víctima de la injusticia de Dios, puesto que solo hizo lo que el mito cristiano requería de él.
Hay mucho que aprender de este bien fileteado corpus de opiniones y notas al margen. La prosa de Susan Gubar, cargada de jerga académica, carece de la ironía de Gibbon o de la sequedad sucinta de Vermes, pero ella nos brinda una rica redada de ejemplos (que incluyen el ennoblecimiento ficticio de Judas por C. K. Stead). Solo me sorprendí al no encontrar referencias a la irónica narración de Yosef Yerushalmi, en From Spanish Court to Italian Ghetto [De la Corte española al gueto italiano], de la obsesión de la Inquisición con las judías menstruantes. Gubar también permanece diplomáticamente silenciosa sobre el reemplazo de Judas por el estado de Israel mismo, como la nación-chivo expiatorio cuya desaparición, como la de los judíos antes de la creación de este estado, purificaría y reconciliaría al mundo.