Uno quisiera decir aquí termina el mar. En ese límite incierto que hombres y mujeres llaman orilla. Pero es inútil, porque levantamos la mirada y vemos que justo antes de ya no poder más consigo misma, la mar sigue siendo tumbo, ola y cresta que sucumbe a su propio impulso. Nada que hacer. Igual se enredará en si misma. Al final, inevitablemente, espuma. La espumas de los días es, precisamente, uno de los sustentos de furyo. La delgada capa de agua que fluye de los versos de este libro corre hasta desaparecer, absorbida por la arena. Y en el espejo que se forma, nuestros pies se hunden. Entonces miramos el horizonte, con la certidumbre de que no solamente las olas son así. También los días. Entre el oleaje y la orilla, habitamos.