Podemos afirmar que, en el Cusco, inicia el escritor su madurez, integra su personalidad e incuba ideas que vertebraran sus años venideros. Vivió un período irrepetible de quietud intelectual y sentimental y tuvo tiempo para participar del diario y sencillo quehacer de la sociedad andina; se regocijó con sus fiestas y costumbres, se hizo de colegas y compañeros de elaboraciones intelectuales y que le sirvieron de acicate para alumbrar creaciones y estudios de singular vigencia. Resulta evidente que el río profundo que es ahora José María emergió manantial, ojo de agua, en la ciudad antigua. El Cusco fue para él paqarina y destino, luminosa referencia para una vida comprometida con el país desde sus años iniciales de viajante involuntario hasta sus años ulteriores de activo caminante de ciudades del mundo que recorrió acompañado de una identidad cultural que, sin duda, tiene principio en la ciudad andina. De esta magnitud fue su relación con el Cusco, vértice sustantivo de nuestra cultura, genuina expresión urbana de una sociedad que está aún procesando una identidad que le es esquiva y que no alcanza la tesitura de un ser nacional.