Los cuentos se presentan con apariencia realista, pero las leyes que rigen su mundo no son hijas de la razón. Personajes y escenarios adoptan el ropaje de lo cotidiano, más la trama escapa a lo esperado. Imperceptible unas veces, brusca en otras, fluye hacia los universos del absurdo, de lo inverosímil, de lo fantástico. Arrastra a su lector en su extraña melodía. Un giro inesperado en la trama y nuevas luces asoman –ya no del sol familiar– sino del astro azul de lo fantástico que llega a iluminar a personajes y escenarios con insólitos destellos. Estamos en el reino de lo sospechado, pero ya insólito. ¿Todo puede pasar en él? Tampoco. Velazco no suelta su trama, no deja que la fácil fantasía la destruya; conduce a su lector por terrenos pantanosos, por atmósferas atravesadas de jirones de niebla de otros mundos de cuya existencia ya sospechábamos, pero carecíamos de agudeza para captar sus voces. Aunque una vez escuchadas, las dejamos ir, preferimos no haberlas oído nunca.

El autor es dueño –o tal vez el mismo autor es producto– de una acezante imaginación que se mantiene en vigilia permanente, suspendida entre la realidad y el sueño, en esa media luz del crepúsculo que llevó a inventar El Ángelus a los místicos. Un imaginario enraizado en los densos y multicolores mares oníricos, en cuyas profundidades duermen el instinto, los miedos, el deseo: el terrorífico humus que alimenta la vida diaria disfrazada con la máscara de la razón.

Podríamos pensar que estamos ante las páginas de John Cheever y sus infatigables nadadores, o de un discípulo de Raymond Carver, pero por momentos es solo Cortázar, o tal vez Chéjov, pero no, es el huancaíno Ugo Velazco que, si la musa no lo abandona, y las desilusiones no dañan su pluma, nos estremecerá, todavía con otros relatos. Zein Zorrilla