Los interiores de una habitación extraña, de una casa solitaria, de un lugar cerrado, siempre han sido materia de curiosidad para desentrañar lo que anida en los objetos y las personas que las habitan. De ahí que la presente novela despliegue, desde el principio, ese hálito misterioso y enrarecido que acompañan las antiguas casonas limeñas, más aún cuando el tiempo y su arquitectura les han otorgado un alma, un espíritu, que habrá de influir en quienes pretendan apoderarse de ellas. Como una paradoja literaria, La casa muerta en realidad está viva, y permanece latente, inquietante, en los sentidos de los personajes que se ven envueltos en una maraña de circunstancias internas, de torbellinos desestabilizadores, pese a la supuesta inmovilidad del caserón, a su vejez y deterioro.

Dueña de una prosa fina, íntima, Alina Gadea consigue con este relato introducirnos en el universo de las sugerencias, los pálpitos y las interrogaciones, valiéndose sin tropiezos de una narración serena, depurada, que bordea el altillo una estética personal.