Jorge Nájar realiza a lo largo de su obra la difícil empresa de bosquejar un devenir entre dos orillas. Los atardeceres de Cusco, el bullicio de una picantería arequipeña, la simple aldea y la visión de las paisanas vestidas de blanco, Europa con sus ciudades – Paris, Barcelona, Venecia, Rotterdam -, sus ríos helados, su hospitalidad mediterránea, o la furia del Levante pueblan el universo poético como diversas estancias temporales. La madurez, la densidad de esta obra, juega con una situación identitaria movediza, lo que reflejan las diversas máscaras que adopta el hablante –la del truhán, la del peregrino, la del marrano, la del viajero. Ellas revelan la manera como el poeta mantiene a distancia su experiencia individual, el plano biográfico-vivencial, evitando caer en la autocompasión o la queja y proyectando sin cesar una imagen desdoblada. Esto le permite situar el drama en el ámbito de lo universal, de lo cíclico, de lo arquetípico. (600)