La efímera criatura que es el hombre, siempre de paso desde la cuna a la tumba, puede aventurarse por los lugares de la tierra, conocer tantos ámbitos como sean posibles. El empedernido viajero que es don Ernesto Cardenal nos ha dejado un testimonio de sus incesantes recorridos que no anhelan el oro acumulado o el mítico País de Jauja. Otra es la riqueza que busca mientras recorre paisajes distantes, ciudades de la tierra. En esa desgarrada y terca búsqueda no cesa nunca, escriba lo que escriba. En todos los poemas de la obra, de manera directa o apenas mencionada, inquiere, interroga, sobre la presencia física del buen Dios y sus combativas cohortes celestiales, sus ángeles custodios. Las barbaries que en el mundo han sido y son no le apartan de esa magnífica obsesión. ¿Cómo puede el Señor de las alturas seguir ausente mientras su criatura, hecha de barro milenario a su imagen y semejanza, sobrevive en el infierno terrestre?