Por Ezio Neyra Magagna
Fuente: Dominical, El Comercio, Lima 15/02/07
Carlos Yushimito del Valle (Lima, 1977) pertenece a la más reciente generación de autores peruanos que hace uso del lenguaje no solo como herramienta para contar una historia, sino como un fin en sí mismo. Junto a Augusto Effio, y su conjunto de relatos Lecciones de origami, quizá sean los autores recientes con libros más interesantes publicados en nuestro país en 2006.
Son varias las virtudes de Las islas (2006). Entre ellas la lograda manera como los relatos han sido ambientados en Brasil (país en donde, dicho sea de paso, el autor nunca estuvo); la manera precisa como maneja el suspenso de sus historias hasta el punto de que pareciera que el autor ha logrado que los lectores leamos únicamente lo que este quiere que leamos; y el lenguaje, que, en varios momentos, alcanza altísimos niveles de lirismo. Sobre esto último, y como muestra, basten citas como "era un día afilado y transparente" (61), o "Escuché los pasos que venían a buscarme, amenazadores, y, quieto por fin, también el dolor de cabeza deshecho en miles de burbujas de adrenalina, me calcé la cabeza de cocodrilo y los esperé de pie, dispuesto a darles batalla" (121).
Aunque geográficamente cercano, Brasil siempre ha sido para nosotros un país distante, una isla, del que mayoritariamente solo conocemos a sus grandes estrellas provenientes de la música o del fútbol, y, claro, a muy pocos de sus autores contemporáneos de ficción, Rubem Fonseca y Patricia Melo entre ellos. Nuestro imaginario sobre el país del este se ha construido sobre la base de informaciones imprecisas, y solemos pensar que en Brasil todos bailan zamba, y, por supuesto, todos están siempre alegres. Yushimito, en cambio, parece proponernos que la realidad brasileña es la realidad latinoamericana, en donde, si bien se baila y se está alegre, también se sufre. Se sufre mucho.
Compuesto por ocho relatos, Las islas narra las historias de personajes marginales, no solo en tanto su pertenencia a grupos socioeconómicos desfavorecidos, sino también en tanto carecen de una red social que les permita, al menos, un apoyo emocional. Los personajes de Yushimito son vengadores -en Tinta de pulpo, por ejemplo, Wagner y Ciro esperan la aparición de Cuaresma para matarlo-; otros se han abandonado ante el paso del tiempo y han perdido toda esperanza ante la posibilidad de un futuro mejor -Hidalgo, el personaje central de Una equis roja, se ha hecho viejo y barrendero del prostíbulo a donde llegó años atrás atraído por Dulce, la prostituta a quien nunca se atreve a comprar-; otros -como el narrador de Seltz, acaso la pieza más lograda del conjunto- deben apropiarse de una personalidad ajena para adquirir la valentía necesaria que le permita llevar a cabo sus deseos.
Gracias a esta tupida selva de personajes, el lector puede recorrer una amplia gama de registros sentimentales, que van desde el amor hasta el odio, de la venganza a la indiferencia, de la desesperanza a la esperanza. Muchos de ellos, además, a su vez y a su modo, son pequeñas islas a las que no se tiene acceso en una sociedad en donde lo marginal, lo diferente, es vetado, escondido bajo tierra, como si su propia condición fuese razón suficiente para no prestarles atención, para no escuchar sus historias.
El título del conjunto no es gratuito. Hay una leyenda celta del siglo XI, referida en algunas entrevistas por el mismo autor, que habla de una isla perdida, llamada Brasil, en mitad del mar. Cuando llegaron los portugueses, creyeron que era el paraíso. En ese sentido, el descubrimiento de Brasil, del paraíso, se muestra como el descubrimiento como escritor del mismo Yushimito. Si bien sus relatos pudieron haber sido ambientados en cualquier otro país de la región, en tanto las realidades que describe podrían fácilmente suceder en Lima, Buenos Aires o Bogotá, el hecho de que haya escogido Brasil hace de Las islas un libro en donde el ejercicio de la imaginación termina suplantando al esfuerzo de la memoria, trayéndonos a la mente aquella relación entre memoria y fantasía que Thomas Hobbes describiera en Leviatán: "La imaginación y la memoria son una y la misma cosa que por diversas consideraciones tienen nombres distintos".