No causa sorpresa que un escritor prolífico y diverso como Dante Lecca tenga éxito en el marco de la narrativa infantil chimbotana. Si añadimos a esto su absoluta identidad por la ciudad donde vive, su éxito creativo está asegurado. Ambas características son las que hallamos en La isla de Mozart (Río Santa, 2017), relato que aproxima a los pequeños lectores a las aventuras de un grupo de muchachos habitando Huanchaquito, nombre histórico de aquella caleta que fue una vez Chimbote, y que le sirve aquí a nuestro escritor para brindar su versión libre del puerto. Y todo ello, teniendo como núcleo espacial la isla donde viven el viejo Octavio Fratz, guardián del faro, y su nieta, la pequeña Capitú, en la cual se suscitan o desde donde se originan los cautivantes episodios de esta historia. 
 

El protagonista es Sergio, muchacho cuyo grupo de amigos resulta inquietante debido a las características especiales de cada quién: Drant, el científico; Xándor, el poeta; Nicél, la niña que pinta; Sigi, el músico; Lerúf, el buceador, y Capitú, la misteriosa niña de la isla. Si bien sus atributos les sirven para resolver problemas y destacar en lo que más les gusta hacer, causan curiosidad entre sus compañeros y, obviamente, en el propio lector, quien sin duda querrá conocer las razones de tales características.

 

Y si de curiosidad se trata, la propia isla, a la que los muchachos acuden más de una vez, guarda algunos secretos, como el origen de la música de Mozart (el gran compositor austriaco) que escucha el viejo Octavio todo el tiempo; las sospechosas actividades que realiza un grupo de hombres ahí; la existencia de la otra isla, una que está más allá de la isla de Mozart, o la solidaria presencia de los animales marinos que llegan a ellos todo el tiempo (algunos de los cuales reconocemos en los primeros cuentos infantiles de Lecca).

 

Pero hay dos particularidades definibles más en este relato: la primera, el mar bañándolo todo como una pátina permanente, inclusive en tierra, donde los muchachos crean una alegoría marina para un desfile escolar, donde Sergio cuenta de pronto con el estratégico apoyo de un pelícano (ave marina) para un certamen de mascotas, y donde Capitú aparece con su bello vestido ‘marino’ en la fiesta de promoción; pero, obviamente, también en el propio mar, cuando el colegio en el que estudian organiza un partido de pelota en plena playa o cuando somos testigos de la batalla de caballitos de totora organizada en el mes de junio.

 

Esta última actividad nos lleva directamente a la otra particularidad de este libro: la evidente identidad con lo nuestro, con lo local. Pese a que el autor no menciona para nada el nombre de Chimbote, hallamos aquí características reconocibles de este, y no solo desde su naturaleza y geografía (animales marinos, islas, playa, etc.), sino también desde su historia, como el propio nombre de Huanchaquito y la alegoría Moche, cultura que se posicionó en las costas chimbotanas antes de la presencia del imperio Inca.

 

Otro aspecto destacable de La isla de Mozart es que, pese a las referencias históricas y cotidianas de un puerto real, todo parece cubierto por una atmósfera mágica donde, primero, pone su debida cuota el lenguaje literario y, segundo, ciertos detalles sugerentes en algunos momentos de la historia; por ejemplo, las aparentes branquias del pequeño Lerúf, la gruesa bruma que rodea a la segunda isla o el sospechoso comportamiento de sus amigos animales.  

 

Si sumamos a ello el ánimo aventurero de los pequeños protagonistas, sus notables habilidades personales y aquel espíritu fraterno y sentimental que los une, podemos decir que estamos frente a una pequeña pero meritoria pieza narrativa que, no cabe duda, seguirá llegando a las manos de los estudiantes, y, por qué no, se convertirá con el tiempo en un clásico infantil porteño.