Por Jorge Eslava
Fuente: El Comercio, Lima 18/12/11
http://elcomercio.pe/impresa/notas/libros-capitan_1/20111218/1349476
Tal vez todas las historias contadas con intención estética, que conmueven a quien escucha o al lector, congregan, de manera armoniosa, los mismos componentes: un elenco de personajes singulares, actantes vinculados entre sí y que se desplazan en un escenario inexistente, fuera de nuestra realidad tangible; personajes que van dulcemente o a trompicones suscitando desencuentros; conflictos que mantienen el oído o los ojos del receptor dispuestos al impulso de situaciones imprevistas y que llegan, con el corazón suspendido, al momento crucial del desenlace.
Nadie duda de que el asombro sea uno de los hechizos de la literatura. Quien escribe o cuenta un cuento quiere despertar la curiosidad y la zozobra. Pero, entiendo, hay diferencias entre el acto de escribir y la performance de contar cuentos. Más que el contenido de las historias narradas, la diferencia más evidente entre el cuento tradicional y el cuento moderno es el discurso, es decir, la filigrana lingüística que lo sustenta. Mientras el primero supone una materialización oral, complementado con la gestualidad del narrador; el segundo requiere de un soporte como el papel, enriquecido con el grafismo del ilustrador.
En ambos casos, sería, desde una perspectiva biológica, la revelación y el adiestramiento de un mecanismo asombroso de órganos humanos: los pulmones, las cuerdas vocales y los labios, de un lado; y, de otro lado, la fina articulación del pulgar con el índice: artificio que nos ha permitido, en cada caso y de modos distintos, expresar nuestras ideas y emociones más profundas. Así como en el principio del mundo fue la venerable voz para responder a ciertos enigmas de la existencia, creando mitos y leyendas, después vino la perspicacia para relatar anécdotas o esparcir habladurías para dar en la yema del gusto de la gente. Y cuando este arte de cuenteros estaba bien andado y mejor hablado por los pueblos, surgió entonces la culminación de un proceso cultural: el cuento escrito, un género confeccionado de mayores complejidades de estilo y recursos técnicos.
Estas conjeturas vienen a propósito de la publicación de “El país donde todo se leía”, de Cucha del Águila. Se trata de una colección de cuentos surgidos a partir de un estandarte de sentido que lo define el título: donde todo se lee es, por lógica, donde mucho de escribe. No obstante, los relatos, que son muy buenos como materia narrativa, parecen obedecer a las prerrogativas del relato oral. Luego de un texto introductorio bastante contenido y poético, que nos habla de una mujer desfalleciente que deja entrar una mariposa en su oído para escuchar lindas historias, los cuentos que siguen son precisamente esas lindas historias contadas por la mujer, con gracia y esfuerzo, animada por los últimos aleteos de la mariposa. Sin embargo, constituyen cuentos orales, a pesar de la escritura y de su título, pues son demasiado sensibles al gusto de la enumeración, la referencia digresiva, el esclarecimiento al lector o las concesiones al humor inmediato: señales que escapan del rigor de la escritura y que acercan a la viva impureza de los cuentos orales.