Por ValentÃn Sánchez
Fuente: librosperuanos.com
Estaba mirando los cuadros en la pared, las esculturas sobre la mesita de centro y en el estante, la sobria disposición de su sala, cuando Samuel volvió por la puerta que se lo había tragado hacía solo unos minutos. “Toma, lo vas a presentar”, dijo, resueltamente, al tiempo que me alcanzaba un fólder en cuyo interior se encontraba impresa su primera novela, Crónica del primer amor, añadiendo que ésta ya había sido enviada a Lima para ser impresa en los próximos días.
En ese instante, a pesar de que su perrito arremetía contra mis piernas fofas, no sé si queriendo acariñarme o agujerear mi pantalón jean, recuerdo que pensé: “Bacán, Shamuco, ya estás en raya nuevamente con tus pares de siempre, Mario y Andrés que, otrora, ya han incursionaron en el gran texto que es la novela, el pináculo al que todo narrador por lo general aspira, con la excepción de Jorge Luis Borges, Antón Chejov, Raymond Carver y Alice Munro, de quienes el cuento era su hábitat natural”.
Quizás les parezca redundante leer, por enésima vez, lo que se pondera sobre los tres en raya (es decir de Samuel Cardich, Mario Malpartida y Andrés Cloud): que ellos modernizaron en técnicas y temas la literatura huanuqueña y que lo han hecho competitiva como nunca antes. Quizás a ustedes les parezca todo esto un lugar común porque siempre lo han escuchado en eventos literarios de la zona. Pero creo que cada vez que hay oportunidad debemos de decirlo, pues el gran aporte que estos tres personajes han inoculado a la tradición escrituaria huanuqueña es impagable y, acaso, irrepetible.
Ahora, nuevamente, debemos agradecer, pues con esta novela de Samuel -¡la que faltaba!-, más las novelas de Mario y Andrés, estos tres escritores de estilos y maneras tan disímiles han revivido y relanzado la novela huanuqueña, lo que no es poco decir porque el género novelístico, según la historiagrafía literaria, ha sido escasamente cultivada aquí y los pocos autores que la acometieron lo han logrado más con imperfecciones que con virtuosismos, salvo escasas excepciones.
A los tres en raya, pues, ahora, también, comenzamos a deberles por la nueva vitalidad que insuflan al género novelístico en Huánuco y que entusiasma a quienes, como yo, amamos la buena literatura.
Entre que salía de la casa de Samuel, en Paucarbambilla, aquella tibia mañana, ojeando el texto de la contratapa del libro, hasta que llegaba a mi casa en Las Moras en un estentóreo bajaj, el pedido de presentar la novela Crónica del primer amor me conminaba a algo que trato de evitar en lo posible: racionalizar el placer de la lectura, dividir la obra en sus partes, desmembrarlo, escindirlo, cuando su hechizo más bien radica en su unicidad y perfecta arquitectura de sus componentes, lo que Mario Vargas Llosa ha denominado el ‘poder de persuasión’.
Como era inevitable encarar la novela de este modo, fragmentándolo, descuajeringándolo, debía sortear el examen frío e impersonal, como de un médico legista a un cadáver, tal como un sector de la academia suele enfrentar la obra literaria.
“¿Es Crónica del primer amor una novela dirigida a niños, adolescentes y jóvenes, es decir ese grupo etario es su público objetivo, su segmento de mercado al que está orientada para que la consuman?”, me pregunto, en la soledad de mi cuarto, una vez terminada la lectura. “No, definitivamente que no”, me respondo. Aunque la historia, las anécdotas e, incluso, el diseño de la portada del libro dan aparentemente esa impresión, no lo es, pues con una trama sencilla esta novela subyuga en las pocas horas que toma leerla y siendo yo una persona de base 30 me parece que Alberto Gutiérrez Simone, el protagonista y narrador de la ficción, generará una nostálgica empatía ya sea en este momento y en este sitio, como en el futuro y en otro lugar. La buena literatura, como la de Samuel, no se concibe por y para un público objetivo, su factura alcanza a todas las edades y géneros, más allá del tiempo y el espacio.
Esto pasará con Crónica del primer amor, tengo ese convencimiento, al igual que con Tres historias de amor o Lito granito y el duende, por citar dos obras con las que esta novela guarda cierta filiación porque corresponde a esa línea temática, de tono y de punto de vista con el que Samuel edifica la utopía de un mundo feliz, y que se complementa con aquellos otros volúmenes con los que pergeña el destino trágico que buscan o padecen sus personajes como en los libros Cruce de Caminos o La muerte puede llegar mañana, por referir dos obras de notable concepción. La obra narrativa de Samuel que separada en dos grandes bloques, donde se aprecia la dicotomía de la perspectiva trágica y optimista, pareciera que ser un contrasentido, cuando en verdad se integran como la vida misma, las dos caras de la moneda de la vida.
Pero no nos adelantemos. La columna vertebral de la novela es el joven Alberto Gutiérrez Simone: palomilla, romántico, cuestionador, rebelde, solidario, estratega, peleador, valiente, con atisbos de artista. A partir de él y de sus vivencias, navegamos y nos sumergimos en medio de su amor límpido por Nina, su participación en una insurrección estudiantil, su despertar sexual, sus angustias, temores y alegrías, que se evidencian, ratos con humor y camaradería, en una serie de hechos y anécdotas que se producen en el curso de su convivencia con docentes y alumnos de la más variada ralea, en un colegio secundario y que es, acaso, el personaje mayor de la novela.
En efecto, el provecto colegio nacional Leoncio Prado de Huánuco, aunque no explícitamente mencionado, es la inspiradora, el modelo del colegio por donde ambula el buen Alberto. Pero no lo es a la manera de un retrato real, fotográfico, según como fue. No. El colegio que aparece en la novela es una mentira, una reverberación, una simulación, que Samuel, con sus palabras, con sus técnicas literarias, su lenguaje y proyecciones pretéritas ha recreado, modificado, añadiendo o quitando algún rasgo, según su personalísima versión, sentir y dotes de fabulador.
No obstante ello, imagino que será inevitable que esta novela, a la larga, sobre todo en nuestro medio social, será vinculada umbilicalmente con la cultura leonciopradina. Una muestra del poder de la literatura, que impone una verdad a pesar que esté basado en encantadoras mentiras, ni más ni menos que la visión subjetiva de Samuel. En la literatura existen transmutaciones de este tipo. Guardando las distancias, y aunque no se trata de colegios sino de ciudades, tenemos a la Danzig de El tambor de hojalata de Grass, el Dublín de Dublineses de Joyce, el Nueva York de Manhattan Transfer de Dos Pasos, todo ellos mutados de la realidad a la ficción. Sin embargo, creo que el colegio militar Leoncio Prado que aparece transfigurada en la novela La ciudad y los perros, de nuestro nobel Mario Vargas Llosa, es un adecuado paragón para identificar las tergiversaciones hechizantes propias de la literatura con respecto de personas y lugares, y que también suceden en la primera novela del autor huanuqueño.
Creo que también se podría decir de la novela que es una transición, el paso de la niñez a la juventud de Alberto. El nacimiento del erotismo, la experiencial carnal, la transformación de su cuerpo, son manifestaciones palmarias de ello. El protagonista, sienta cabeza y comienza a asumir una personalidad circunspecta y correcta, dejando de lado esa vida de tropelías y desmanes que le permitieron ganarse la chapa de ‘loco’ Alberto. Una personalidad, un carácter que por cierto se asemeja a la del ‘poeta’ Alberto de La ciudad y los perros, y también, aunque en una versión menos atribulada y más comedida, a Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno, la célebre novela de Salinger. Alberto comienza a sufrir una transformación tenue, pero una transformación al fin y al cabo.
Así como las peripecias vitales del protagonista, inserto en el mundo colegial, las reverberaciones de la ciudad de Huánuco, sus lugares icónicos (la Alameda, Puelles, San Cristóbal), sus fiestas, hacen de paraguas a la historia, aunque de manera minimalista. El hecho de que estos tópicos aparezcan, así como los personajes que podrían identificarse como Andrés Fernández Garrido (el bibliotecario), el pintor Carlos Martel, el ‘loco’ Soberón, no significa que la novela sea más real y por ende, mejor. Simplemente es el escenario, el marco, que podría haber sido otro igual de creíble donde se posa la historia, aunque los habitantes de este lugar, que vivieron los años 60, se identificarán y la sentirán como si fuera su casa propia. Para ellos, quizás, esta novela, además de la trayectoria vital de Alberto y del universo estudiantil, también sea el espíritu de una época, en donde puedan ubicar a una multitud de personajes que pueblan la novela como un muestrario de la fauna humana donde coexisten adolescentes y adultos brutos, acusetes, débiles, severos, falsetes, apasionados, mediocres.
Todos sabemos acá que Samuel es un singular prosista, un esmerado creador de frases y párrafos, que nos regala una escritura limpia, que con igual pericia se mueve en la poesía como en la narrativa, cosa poco común en nuestro medio y, quizás, a nivel nacional. Pero así como es un fino burilador de la palabra, creador de sentencias de corte filosófico y estético, también es un perspicaz constructor de estructuras ficcionales, el andamio donde se asientan sus historias. En Crónica del primer amor, además del paralelismo de la narración, sus abandonos momentáneos de la línea principal de la anécdota, el escritor va registrando datos sueltos, lanzando nombres, planteando conflictos, desarrollándolos posteriormente y, allí mismo nomás, suelta otros para desarrollarlos después, creando con ello una expectativa permanente en el lector de manera sutil y sin aspavientos, suavemente. Esta estrategia de datos lanzamos como al desgaire y abordados después sostiene el interés por la trama, permitiendo que la historia nos vaya atenazando cordial y amablemente, espoleando nuestra expectación por saber qué va a pasar en la página siguiente.
Hay momentos en que la narración cuenta historias, anécdotas o refieren algo que aparentemente podría excluirse de la novela, como si fueran de relleno (como lo de las Manos Cruzadas o, como lo precisa el protagonista, antebrazos cruzados, el recreo en los días de clase, la referencia a ‘Pecho de gato’, la floja Adelita, la comida huanuqueña). Sin embargo, a la postre, estos detalles, vistos en su totalidad, ayudan a crean un ambiente, una realidad, una universo, la ciudad y el colegio que aparecen sugestivamente, como si existieran de verdad, aunque como ha quedado dicho, sean solo un holograma de la realidad.
Me parece que una de las mejores creaciones de Samuel en esta ágil novela es el tiempo. Todos sabemos que la realidad que vivimos transcurre en el caos, el pandemonio, la anarquía, donde es complejo jerarquizar o sistematizar los hechos que padecemos, sentimos, imaginamos, deseamos. Una sucesión de cosas en desmadre continuo e infinito. Sin embargo, Samuel, en la novela, a los hechos, personajes, sueños, anhelos, les ha otorgado un tiempo postizo, una cronología fingida, una lógica, una organización, creíbles, posibles, que parece independiente de la misma realidad real, pese a que este tiempo es también ficción, pura literatura. Esa sucesión de tiempo, las vivencias que se agolpan prácticamente en un año de estudios académicos, constituye un singular logro, el epítome de lo vivido e imaginado por Samuel, y que adquiere una vívida resonancia de verosimilitud, aunque no lo es.
Si bien el humor aparece y salpica las páginas de este libro, es en el uso de los apodos donde se muestra visible y expresa. Allí es donde la intensión de generar risa y la escritura se amalgaman perfectamente. Los apodos en sí ya son palabras humorísticas y su aplicación sobre casi todos los personajes y su repetición constante en el decurso narrativo no es un abuso, no es una reiteración gratuita, sino una manifestación de la creatividad, la observación, la burla afectiva, que alguien, caricaturizando, risueña o inicuamente, impone a otro en base a su característica física o conductual, estigmatizándolo muchas veces de por vida.
Los apodos son parientes cercanos de la jerga juvenil, y en Crónica del primer amor éstas aparecen enriqueciéndola y nutriendo vigorosamente la forma novelesca. Palabras como ‘patas’, ‘viejo’ y ‘vieja’ nos remiten a la jerga de antaño, benigna e inocua, pero Samuel se da el lujo, incluso, de recuperar el término ´cocha´, que prácticamente ha caído en desuso, a diferencia de ‘viejo’ o ‘viejo’, usado por Alberto para denominar a sus padres, hecho que lo caracteriza como parte de la juventud de su tiempo.
Entre muchos otros que sería tedioso explicarlos, me parece estupendo el manejo de la técnica de la caja china, artilugio mediante el cual nos enteramos el loco amor de Vito Aparicio por Chachi Ferrer, que al mismo tiempo hace de vaso comunicante con el amor iniciático de Alberto y Nina, alimentándose significativamente entre ambos.
A diferencia de su aliento poético, que se desborda de su poesía e inunda su narrativa, en esta obra Samuel hace gala de un lenguaje sencillo, fluido, diáfano, cristalino como un manantial andino, sin artificios ni amaneramientos, que establece por momentos una ligazón con el lenguaje periodístico, directo, accesible, preciso, claro, pues recordemos que la palabra crónica, que está en el título, viene a ser un género periodístico, aunque en Crónica del primer amor no es un registro objetivo de un hecho, sino que connota la evolución de un enamoramiento primerizo que todos, sin duda, alguna vez hemos vivido.