Por Edgar Montiel
Fuente: Cuadernos Americanos 146 (México, 2013/4), pp. 11-19.
I
¿Cuál sería el curso de la historia si fray Bartolomé de Las Casas hubiera perdido la crucial polémica de 1551 con el doctor Juan Ginés de Sepúlveda sobre la condición humana de los nativos de América? Seguramente habría tomado otro cauce y, con certeza, las ideas humanistas se habrían retrasado en su evolución. ¿Por cuánto tiempo nos habríamos quedado en América orillados a la condición de homúnculos, sometidos a servidumbre, como pretendía el doctor Sepúlveda? La posibilidad no era remota, pues se buscaba precisamente legitimar las guerras de conquista y sometimiento de los “indios idólatras” para volverlos esclavos, declararlos desprovistos de razón e incapaces de administrar sus bienes.1
No fue sencillo para Las Casas vencer en esta difícil controversia. Querella jurídica y teológica de la mayor trascendencia, con mucho fondo económico, porque se trataba nada menos que de reconocer o desconocer la condición humana de esos seres que poblaban el inmenso territorio del Nuevo Mundo. Se sabe que a la tesis aristotélica de Sepúlveda sobre la “servidumbre natural” de los pueblos bárbaros, Las Casas opuso la tesis de san Agustín sobre el “libre albedrío” de los hombres, aunque vivan en estado de rudeza.
¿Cuál fue la estrategia del fraile para ganar el juicio de Valladolid? Gracias a una sólida capacidad argumental, supo interesar a lo mejor de la conciencia de España basándose en los conceptos de la Escuela de Salamanca y en la excepcional obra jurídica de Francisco de Vitoria, con lo que puso a prueba la sinceridad de la preceptiva cristiana enarbolada por la Corona. Ya en 1542 Las Casas había presentado a Carlos V su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que no era una obra histórica sino un resumido informe sobre las calamidades humanas y naturales ocasionadas por la Conquista, y logró que el rey suprimiese (momentáneamente) el cruel sistema de las encomiendas. Este ampliamente difundido opúsculo dio el grito de alarma dentro y fuera de España sobre lo que ocurría en América.
Las mentes esclarecidas del Renacimiento estuvieron pendientes de los resultados de este debate, que resultaba clave para avanzar hacia una nueva definición de la condición humana. Con genio y agudeza, Las Casas pudo demostrar que estos seres eran cabalmente hombres “dotados de razón y capacidad para administrar sus bienes” y, por tanto, debían ser considerados súbditos de la
Corona, a quienes había que proteger y “cristianizar con suavidad”.
Con Las Casas prospera la posición que apostaba al porvenir, a un destino mejor para la condición humana toda. Este salto cualitativo resultaba de extrema importancia para hacer posible la convivencia fraterna y digna entre todos los hombres, sin importar sus orígenes: iguales entre sí, aunque distintos en sus culturas. Este es el humanismo que surge en el siglo xvi, tal vez el mayor logro de la Modernidad que tuvo en el hombre de América la prueba decisiva para que se admitiera la alteridad, la diversidad étnica y religiosa, como algo inherente a la comunidad humana. Este mismo principio sirvió también para luchar contra la esclavitud de los negros. De este modo, América se constituyó en fautor del humanismo moderno, primero como víctima y objeto de interrogación y luego, al encarnar una vocación, tradición y destino. Los americanos surgimos como una buena respuesta a una radical interpelación filosófica, política y económica que pretendía avasallarnos. ¿Vino América al mundo con una misión filosófica y su destino depende de las justas respuestas que dé? Siempre hay que tener en cuenta este antecedente.
La controversia de Valladolid estuvo preñada de futuro, madre legítima de un derecho de gentes que se gestó durante un largo y doloroso proceso iniciado con un siglo xvi conquistador y dominador que proclamaba el derecho de guerra y la apropiación de territorios ajenos; seguido de un siglo xvii marcado tanto por la implantación y dominación organizada como por las críticas a la legitimación jurídica del orden colonial, expuestas por personalidades intelectuales y políticas como Hugo Grocio (Países Bajos, 1583-1645),2 Samuel von Pufendorf (Alemania, 1632-1694),3 John Locke (Inglaterra, 1632-1704)4 y Emer de Vattel (Suiza, 1714-1767),5 todos ellos conocedores de los tratados producidos por la Escuela de Salamanca —en particular los de Vitoria, Suárez, Vives y Soto— y de los libros de Bartolomé de Las Casas y del Inca Garcilaso de la Vega.6 Se llega al siglo xviii, maduro en términos de producción material y de ideas, signado por el inicio de la revolución de Independencia en las Américas (1774) y la caída de la monarquía con la Revolución Francesa (1789). Y después de tanto batallar, sólo en 1948 se llegó a la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, consagrada urbi et orbi por las Naciones Unidas, la cual proclamó en su primer artículo, en términos perfectamente lascasianos, que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
II
Como herederos de esta historia, para América toda constituye un compromiso con los nuevos tiempos haber participado en la gestación de los derechos humanos, en la formación de las leyes magnas destinadas a defender la libertad del hombre, el derecho a la libre expresión y la independencia de las naciones. Esta predestinación venida del pasado conlleva hoy en día una responsabilidad y un deber: proseguir la obra nunca acabada de emancipación humana, pues en materia de libertades y derechos la lucha nunca está definitivamente ganada, más aún si hay nuevas libertades y derechos a conquistar en lo económico, social, cultural, biológico y político.
La América contemporánea nació en el siglo xvi y estaría tentado a decir —a contracorriente de la idea canónica— que surgió con una vocación moderna, pues los valores espirituales y materiales que caracterizan a la Modernidad no se habrían consagrado sin la intervención de América. Primero, por su contribución a la economía de Europa, que sirvió de base a la renovación global de la producción y las ideas: la masiva introducción de oro y plata generó una “revolución de los precios” —una elevada inflación— que obligó a organizar la economía de otro modo y a generar nuevos centros de poder financiero en manos de la burguesía emergente.
Con frecuencia se olvida que la aparición de América fue la palanca que hizo mover el mundo hacia la Modernidad: el surgimiento de nuevos grupos de poder económico y político dio lugar a la gestación de la Revolución Industrial; la necesidad —hecha ideología— de transformar la naturaleza para beneficio del hombre (idea moderna, convertida en dogma); la valoración del hombre como categoría individual, autónoma, capaz de crear y superarse (otro ideal moderno); y, en fin, la revolución política inspirada por una pléyade de utopistas —muchos de ellos lectores del Inca Garcilaso— que soñaban con América como la tierra prometida para las repúblicas y las democracias, sede de la experimentación social. De modo que América aportó sus luces y sus recursos naturales para el surgimiento de la Ilustración. En esta tradición fundante se inscriben las revoluciones por la independencia de las naciones, que fueron ante todo expresiones de un ideal político moderno, tan de vanguardia que los autores de L’Encyclopédie no lo incluyeron.
Pero más allá de lo que América aportó materialmente para crear tendencias fuertes, como la economía-mundo (la primera globalización de la historia), hay una dimensión humana que nos concierne a todos y todas y que constituye una expresión inequívoca de la Modernidad: el poderoso proceso de mestizaje que se produce a tan vasta escala es una novedad en el mundo, el surgimiento de una nueva realidad humana. Es el oro de los cuerpos que se mezclan, es lo más audaz de los siglos xvi y xvii: meterse en el Otro, en la Otra, fusionarse con el semejante; es decir, fundar una humanidad nueva. Éste es el origen del humanismo americano, una filosofía de vida que sale de las entrañas de la historia americana. Su punto más alto se encuentra en la fusión de indoamericanos, europeos y africanos.
Se trata de un humanismo que se gestó en medio de la violencia, pues ninguna convivencia humana está exenta de conflicto, de muerte y transformación. Hubo choque de razas, religiones, lenguas y saberes. Con todo esto se fue amasando en el tiempo un género humano, un logos, un ethos, una filiación, una manera de ser, una razón de ser, con los que atravesamos los siglos y llegamos a constituir hoy una comunidad humana con perfil propio en el mundo. Este patrimonio cultural es el que tenemos que defender de hecho y de derecho, por eso hoy en día, ante la ofensiva uniformizante, se promueve el derecho a la identidad propia, a la diversidad, al surgimiento de una ciudadanía intercultural.
¿Y cuáles son las señas de identidad a preservar? Se distingue un homo cultural, con sentido de la adaptación, creativo, ingenioso, que se habitúa a la reciprocidad, con cierto fondo panteísta (una suerte de materialismo naturista) y una disposición a la convivencia y a la fraternidad, dotado de expresión corporal. El hombre cordial, lo llamaba Sergio Buarque. Esa mayoría multitudinaria depositaria de la memoria colectiva, abierta a los influjos más íntimos de la tierra, la cultura y la historia.
El nuestro es un humanismo concreto, una manera de vivir (no necesariamente institucional) nacida de la vida, la geografía y la historia, muchas veces como una práctica espontánea sin teoría explícita. No es una práctica nacida de una corriente filosófica, de algunos autores, sino una manera de ver, sentir y estar en el mundo. El transcurso azaroso y violento del siglo xx invita a revalorar este modo de ser, esta filosofía de la vida americana. Por contraste, vemos lo ocurrido en otras regiones donde se practica el humanismo filosófico, valórico, teórico, que no pudo evitar las guerras “mundiales”, los campos de concentración, el holocausto, la xenofobia y la marginalidad. Aquí es más un discurso prestigioso.
El grave desfase que tenemos en nuestra América es que este humanismo de pueblo no se ha institucionalizado: no se ha elevado a ideario de Estado para convertirse en una filosofía política permanente de la acción de gobierno. Es como vivir de espaldas a la historia, olvidar que heredamos una trágica realidad colonial, con mayorías excluidas. Y la prueba es el brote periódico de partidos y de doctrinas económicas y políticas de mercado que no trabajan por la equidad y la justicia, la superación de la pobreza, y menos favorecen una vida democrática con real participación social.
El acentuado proceso de globalización, de mundialización de la economía y las finanzas, de estandarización de la cultura y de fuertes movimientos migratorios genera reacciones xenofóbicas porque estimula por una u otra vía una nueva ola de mestizaje. ¿Qué podría hacerse desde una perspectiva americana? Ésta es la pregunta que se hacía Carlos Fuentes en el mensaje a los jefes de Estado reunidos en la Cumbre de Guadalajara:
El mundo por venir será como lo ha sido el nuestro, un mundo de mestizajes, un mundo de migraciones, pero esta vez instantáneas, no en carabela sino en jet. España, Portugal y América se enfrentaron antes que nadie, hace quinientos años, al problema del Otro: el encuentro con los hombres y mujeres diferentes, de otra raza, de otra cultura. Ese fenómeno se repite hoy a escala mundial, de New York a Los Ángeles, de Londres a Berlín y de París a Nápoles. Ojalá el emigrante moderno cuente con su Bartolomé de Las Casas y su Francisco de Vitoria.
III
La política, la diplomacia y el derecho son disciplinas nacidas con vocación de diálogo, y las nuevas multitudes de la globalización —que son las mayorías empobrecidas— están llamadas a rescatar y actualizar hoy en día los postulados de Las Casas y Vitoria para seguir dando la batalla dignificadora de la condición humana, dar proyección contemporánea y global a una tradición humanista y bregar a contracorriente de las fuerzas uniformizadoras de la aldea planetaria.
La tarea es más compleja que nunca. El poderío financiero, político y militar está concentrándose en muy pocos países, en un puñado de megaconsorcios. Las nuevas tecnologías —la robótica, la informática, los satélites, la biotecnología, la nanotecnología— se abren paso derribando muros, fronteras, ideologías y naciones, para incorporar nuevos mercados destinados a una producción a gran escala que exige nuevos consumidores y espectadores, y han desencadenado un proceso implacable de consumismo ciego y de estandarización del que no se salvan pueblos, territorios, ni “santuario” alguno (los satélites vigilan el mundo). De modo que la comunidad americana y nuestros espacios civilizatorios se encuentran confrontados a nuevos desafíos en términos políticos, económicos, tecnológicos y humanos, agravados por el avance de los niveles de pobreza, violencia social y ruptura del equilibrio ecológico mundial.
Es necesario que los americanos pensemos este proceso planetario desde nuestra historia, nuestra cultura y nuestras realidades contemporáneas. Poder formular buenas preguntas sería ya un notable avance porque significaría identificar los verdaderos desafíos. Así nos acercaríamos al entendimiento de una América compleja, todavía desconocida, y nada lineal en su estructura. Necesitamos con urgencia salir del subentendimiento de América para formular un proyecto estratégico de cara a los nuevos tiempos que ayude a plantear interrogantes e intentar respuestas; ponga de relieve algunas manifestaciones de un pasado vigente que moldee nuestra identidad actual; impulse, entre todas las generaciones, tanto la creatividad en las ciencias y la tecnología como las expresiones de excelencia de la inteligencia americana en la poesía, la novela, el ensayo, la música, la pintura; estudie con seriedad el pensamiento político creado en el continente; formule las tesis que, sustentadas en la cultura y la creatividad del hombre americano, recojan la filosofía de su cultura que surge del proceso histórico; y piense los escenarios de los tiempos venideros y la necesidad de impartir una educación humanista práctica a las nuevas generaciones, atentas al impacto de una globalización empobrecedora en la cultura.
El humanismo no puede contentarse con ser mera teoría que, de tanto abstraer sobre el hombre como “concepto”, relegue a un segundo plano al hombre real, ése de “carne y hueso” del que habla Unamuno. Menos puede actuar como una filosofía parcial: ser humanista en la cultura pero antihumanista en la economía, la ciencia o la tecnología; o respetar la integridad corporal, física, pero no la libertad de conciencia y la libre expresión o viceversa; o reconocer derechos políticos pero no derechos sociales o ecológicos. El humanismo es integral, durable y para todos. Su objetivo mayor en América ha sido y es la justicia social, la lucha contra la pobreza y la exclusión con el poder de la participación popular y la democracia integral. Eso significaría elevar esta filosofía de vida a filosofía política de nuestras naciones, que se encarne tanto en las instituciones de la sociedad civil como en el Estado y el gobierno. Es necesario dotarse de esta filosofía política nacida de una experiencia histórica colectiva. Es la propia historia asumida por el Estado y los gobiernos.
Hay signos adelantadores de que se avanza, de que el problema va calando en la conciencia de los estadistas de la región. En la Cumbre Iberoamericana de Porto, los presidentes coincidieron en que el humanismo “es el fruto más valioso de esta cultura común que nos une”, y que por eso había que afirmar “una perspectiva humanista, abierta al futuro”.
El humanismo debe poner al hombre concreto en el centro de todas las preocupaciones, sea en el plano de la economía, la política o la ciencia. Por suerte, en el caso de América, no hemos hecho de esta práctica social una ideología dominadora que haya producido un antropocentrismo que pudiera servir para justificar la destrucción de la naturaleza y el hábitat, como si se tratara de un recurso eterno.
La actitud esencial de la mayoría de los americanos, del ethos colectivo, es semejante a la de los antiguos orientales: se practica un naturalismo que no nos hace olvidar que el hombre forma parte de la naturaleza y que, por tanto, hay que tratar siempre de vivir en armonía con y en ella. Se respetan —y a veces se temen— las manifestaciones de la naturaleza (un terremoto, un huracán, una sequía). La relación hombre/naturaleza no se ha fracturado totalmente en la mayoría de los hombres americanos. Es una relación que hay que defender frente al despilfarro de los recursos naturales, la tala indiscriminada de bosques, el extractivismo voraz de materias primas, la contaminación del agua, la extinción de especies animales y vegetales y el empobrecimiento de la dieta debido a la comida chatarra. Hay que recordar al hombre su pertenencia a la naturaleza, su condición natural, su papel destructivo en relación con el resto de las especies.
En esta época de severas trasformaciones del orden natural y del propio cuerpo humano que logra la biotecnología, es importante acentuar la reflexión sobre la unicidad de la condición humana y analizar los avances científico-técnicos que modifican su integridad como persona. Desde este punto de vista, la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos del Hombre, aprobada por la Conferencia General de la UNESCO en 1997, constituye la nueva carta jurídica de los derechos humanos para el nuevo siglo.
La vocación humanista, ecuménica y universalista de América puede definirse con una máxima luminosa de José Martí que vale la pena tener presente en este milenio: “Patria es humanidad”.
Notas
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* Economista y filósofo peruano, miembro del Consejo Internacional ; e-mail: <[email protected]>.
1 Véase Edgar Montiel, El humanismo americano, Lima, fce, 2000.
2 Hugo Grocio, De jure belli ac pacis. Libri tres. In quibus jus naturæ et Gentium: item juris publici præcipua explicantur (El derecho de la guerra y de la paz), publicado en Ámsterdam en el año de 1646.
3 Samuel von Pufendorf, De officio hominis et civis iuxta legem naturalem libriduo (De los deberes del hombre y del ciudadano según la ley natural, en dos libros), publicado en 1673.
4 John Locke, Two treatises of government: in the former, the false principles and foundation of Sir Robert Filmer, and his followers, are detected and overthrown: the latter is an essay concerning the true original, extent, and end of civil-government (Dos tratados sobre el gobierno civil), publicado en Inglaterra en 1689.
5 Emer de Vattel, Le droit des gens ou Principes de la loi naturelle appliquée à la conduite et aux affaires des nations et des souverains (Derecho de gentes), publicado en Suiza en el año 1758.
6 Véase Edgar Montiel, “El Inca Garcilaso y la independencia de las Américas”, Cuadernos Americanos, núm. 131 (enero-marzo de 2010), pp. 113-132.