Lurgio Gavilán Sánchez
El soldado desconocido

Por Mario Vargas Llosa
Fuente: La República, Lima 16 de diciembre de 2012
http://www.larepublica.pe/columnistas/piedra-de-toque/el-soldado-desconocido-16-12-2012

Lurgio Gavilán Sánchez ha tenido una vida que parece sacada de una novela de aventuras. La cuenta en una autobiografía que acaba de publicar: Memorias de un soldado desconocido (IEP, 2012).  Nacido en una aldea indígena de la sierra peruana, a los doce años se enroló, emulando a su hermano mayor, en un destacamento revolucionario de Sendero Luminoso y durante cerca de tres años fue un activo participante en la sangrienta utopía maoísta de Abimael Guzmán, la “cuarta espada del marxismo”, que quería materializar en los Andes, mediante el terror, el paraíso comunista.

Antes de cumplir 15 años, su destacamento fue emboscado por el Ejército.  Normalmente, hubiera sido ejecutado, como exigían los ronderos (campesinos que lucharon contra Sendero) que participaron en su captura. Pero el teniente de la patrulla militar –nunca conoció su nombre, solo su apodo, “Shogún”– se compadeció del chiquillo, le perdonó la vida y le embutió un uniforme de soldado. También lo mandó a la escuela, donde Lurgio aprendió a leer. Durante siete años sirvió en el Ejército, siempre en la región de Ayacucho, combatiendo a sus antiguos camaradas y participando a veces en operaciones tan crueles como las que perpetraba la Compañía 90 de Sendero Luminoso a la que perteneció.  Llegó a ser sargento primero y, cuando estaba por ascender a suboficial, pidió su baja.

Gracias a una monja, había descubierto en él una vocación religiosa.  Consiguió ser aceptado como aspirante en la orden franciscana y durante algunos años fue novicio, primero en Lima y luego en el convento colonial de Ocopa, en el departamento andino de Junín. Los años que estuvo de novicio franciscano parece haberlos vivido intensamente, entregado al estudio y a la meditación, al ejercicio de la catequesis en aldeas campesinas y visitando centros misioneros de la sierra oriental y la Amazonia.

Pero, luego de algunos años, colgó los hábitos para estudiar antropología, disciplina a la que se dedica desde entonces.

El libro en que Lurgio Gavilán Sánchez cuenta su historia es conmovedor, un documento humano que se lee en estado de trance por la experiencia terrible que comunica, por su evidente sinceridad y limpieza moral, su falta de pretensión y de pose, por la sencillez y frescura con que está escrito. No hay en él ni rastro de las enrevesadas teorías y la mala prosa que afean a menudo los libros de los “científicos sociales” que tratan sobre el terrorismo y la violencia social, sino una historia en la que lo vivido y lo contado se integran hasta capturar totalmente la credibilidad y la simpatía del lector.

Limitándose a contar lo que vivió e intercalando a veces en el relato breves evocaciones del paisaje andino, la desaparición de los compañeros, la muerte de su hermano, el miedo cerval que a veces sobrecogía a todo el grupo, y la ferocidad de algunos hechos –la ejecución del centinela que se quedaba dormido, por ejemplo, y el asesinato de los reales o supuestos soplones–, Lurgio Gavilán instala al lector en el corazón de la locura ideológica y la crueldad vertiginosa que vivió el Perú, en los años ochenta, sobre todo en la región de los Andes centrales, por la guerra que desató Sendero Luminoso. Lo que comienza como un sueño igualitario de justicia social se convierte pronto en un aquelarre de disparates sectarios y brutalidades ilimitadas. A diario hay sesiones de adoctrinamiento en las que los guerrilleros leen –en voz alta para los que no saben leer– folletos de Stalin, Lenin, Marx y Abimael Guzmán y cantan marchas revolucionarias. Al principio, los campesinos ayudan y alimentan a los guerrilleros, pero, luego, estos imponen esta ayuda por la fuerza, y, a la vez, ejecutan matanzas colectivas contra las comunidades rebeldes a la revolución, que apoyan a los ronderos. Al mismo tiempo, ahorcan o fusilan a sus propios compañeros sospechosos de ser “soplones”. Todos viven en la inseguridad y el temor de caer en desgracia, por debilidad humana –robar comida, por ejemplo– pues el castigo es casi siempre la muerte.

El salvajismo no es menor entre los soldados que combaten a los terroristas. Los derechos humanos no existen para las fuerzas del orden ni se respetan las más elementales leyes de la guerra.  Los prisioneros son ejecutados casi de inmediato, salvo si se trata de mujeres, pues a estas, antes de matarlas, las llevan al cuartel para que cocinen, laven la ropa y sean violadas cada noche por la tropa.

Si la autobiografía de Gavilán Sánchez no estuviera escrita con la austeridad y el pudor con que lo está, las atrocidades de las que fue testigo y tal vez cómplice no serían creíbles. Lo son, porque ha sido capaz de referir aquella  historia con una naturalidad y sencillez que sobornan al lector y desarman sus prevenciones. Es extraordinario que quien vivió, desde niño, semejantes horrores no se insensibilizara y perdiera toda noción de rectitud, compasión o solidaridad con el prójimo.

Todo lo contrario. El libro delata en todas sus páginas un espíritu sensible, que ni siquiera en los momentos de máxima exaltación política pierde la racionalidad, deja de cuestionar lo que está haciendo y se abandona a la pasión destructiva. Siempre hay en él un sentimiento íntimo de rechazo al sufrimiento de los otros, a los asesinatos, a las represalias, a las ejecuciones y torturas, y, por momentos, lo colma un sentimiento de tristeza que parece anularlo. Ese afán de redención que lo colma se transmite al paisaje, repercute en las grandes moles de los nevados andinos, estremece los bosquecillos de los valles donde cantan las calandrias.

Esos paréntesis que de tanto en tanto se abren en el relato para describir el entorno, las plantas, los árboles, los cerros, los ríos, arrojan una brisa refrescante en medio de tanto dolor y miseria y son como una delicada poesía en medio del apocalipsis.

Es un milagro que Lurgio Gavilán Sánchez sobreviviera a esta azarosa aventura. Pero acaso sea todavía más notable que, después de haber experimentado el horror por tantos años, haya salido de él sin sombra de amargura, limpio de corazón, y haya podido dar un testimonio tan persuasivo y tan lúcido de un periodo que despierta aún grandes pasiones en el Perú. El suyo es un libro que deberían leer todos esos jóvenes que todavía creen que la verdadera justicia está en la punta de un fusil. Memorias de un soldado desconocido muestra, mejor que cualquier tratado histórico o ensayo sociológico, lo fácil que es caer en una espiral de violencia vertiginosa a partir de una visión dogmática y simplista de la sociedad y las supuestas leyes históricas que regularían su funcionamiento. La esquemática convicción de Abimael Guzmán de que el campesinado andino podía reproducir la “gran marcha” de Mao Tse Tung, incendiar la pradera, arrasar a la burguesía, el capitalismo y convertir al Perú en un país igualitario y colectivista produjo decenas de miles de muertos, miles de miles de torturados y desaparecidos, familias y aldeas destruidas, aumentó la desesperación y la pobreza de los más pobres y desamparados y permitió que se entronizara en el país por diez años una de las más corruptas dictaduras de nuestra historia. Parecía que esta tragedia había abierto los ojos de los peruanos y los había vacunado contra semejante locura. Sin embargo, precisamente ahora, cuando gracias a la democracia y a la libertad el Perú vive un periodo de desarrollo económico sin precedentes en su historia, Sendero Luminoso comienza a reaparecer,  emboscado detrás de supuestas asociaciones que piden abrir las cárceles a los autores de los atentados terroristas de los años ochenta. El momento no puede ser más propicio para la aparición de un libro como el de Lurgio Gavilán Sánchez.

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