Por Ghiovani Hinojosa
Fuente: La República, Lima 06/05/12
http://www.larepublica.pe/06-05-2012/la-poesia-como-religion
Publicó su primer poemario bajo la máscara de un poeta suicida que dibujaba animalitos. Tiene una sordera parcial que lo obliga a imaginar todo lo que no oye. Eduardo Chirinos Arrieta es para muchos el poeta más culto, sutil y lúdico de la generación del ochenta. Hace tres años ganó el premio de literatura Generación del 27. Aquí la historia del escritor peruano que se topó con Jesucristo en una calle de Salamanca.
“¿Por qué te peinas antes de dormir?”, le preguntó su hermano Carlos despanzurrado sobre la cama. “Por si sueño con Virginia”, respondió Eduardo muy serio. Tenía doce años y su imaginación era tan frondosa que le permitía anticiparse a un eventual encuentro onírico con la niña que le gustaba. Estudiaba en La Inmaculada, un colegio de varones, así que era un tanto torpe con las mujeres. A Virginia no le había susurrado siquiera su sentimiento. Si lo hacía, además, corría el riesgo de parecer un chico extraño que pedía que le repitieran casi todo lo que se decía y que a menudo entendía mal las conversaciones. Eduardo Chirinos ha tenido una sordera parcial desde que, al nacer, le aplicaron una potente dosis de antibióticos que le salvó la vida. El silencio es una secuela. Por eso Eduardo prefería tomar el peine y acicalarse frente al espejo. Se preparaba así para una cita que intuía silente y segura.
Para un pequeño es doloroso que lo miren con el ceño fruncido cada vez que pregunta por algo que, maldita sea, no comprende. O que lo traten de arrogante cuando no responde un saludo que jamás oyó. Todo esto fue alejando a Eduardo de los hombres y acercándolo, en divina compensación, a los libros. Los primeros que tuvo entre manos fueron los cómics de Batman, Superman y La pequeña Lulú. Pero el que más lo sedujo fue Vidas ejemplares, una serie de biografías ilustradas de personajes como Robert Koch y Horacio Quiroga. Por aquellos días, su único modelo de lectura era su mamá, que solía pasarse el día entero en cama devorando novelas con un chocolate Sublime en los labios. A él no le costó mucho convencerla de que le compre en Navidad los seis tomos de El libro de oro de los niños. Esa fue su Biblia. Hasta los 16 años, cuando acabó la secundaria, Eduardo Chirinos estuvo deslumbrado por la mitología grecorromana, la geografía y la historia. La poesía escrita era para él un sonido que se le escapaba del tímpano.
Mil novecientos setenta y siete fue acaso el año más importante en su vida. Había desaprobado el examen de admisión de la Universidad Católica por sus modestos conocimientos de matemáticas, y se preparaba en la academia preuniversitaria Trener. Estudiaba de seis de la tarde a nueve de la noche. Tenía casi todo el día para leer y escribir afiebradamente. La poesía ya había entrado en su vida a través de ese grito libérrimo que es Trilce, de César Vallejo. Le cautivaban sus rupturas anormales con el lenguaje. Eduardo inició entonces su propia rebelión: escribió versos en prosa, cartas ficticias y caligramas tímidos. Los acompañó con dibujos que él mismo hacía de monigotes y animales de zoológico. “Jugaremos a ser el dios de los incrédulos”, anunció en uno de sus poemas. Ingresó en 1978 a la Católica y al poco tiempo su verbo lúdico-erudito-adolescente se paseaba por recitales grupales y adornaba revistas hechas con mimeógrafo. Eran días de gran ebullición intelectual. Podía tomarse horas junto a sus compañeros José Antonio Mazzotti y Raúl Mendizábal diseccionando autores, teorías, tendencias. A veces se le veía de visita en el patio de Letras de San Marcos, pariendo algún verso con la barba descuidada.
Pero sorteemos la tentación del mito. Eduardo Chirinos, la persona, no era una máquina dispensadora de frases ni tenía mucho tiempo para cincelar una idea. Cuando le contó a su padre que deseaba estudiar literatura, este, un militar en ejercicio, le dijo que estaba bien, que hiciera lo que quisiera, pero que, por si acaso, él tenía otras cuatro bocas que alimentar. Se refería a sus hijos menores. El joven poeta tuvo entonces que costear sus anhelos. Empezó a trabajar como profesor en la academia Trener y colaborador del suplemento Perspectiva del diario La Prensa. A pesar del tráfago de aquellos días, o precisamente por él, dio a luz versos potentes y hechiceros. “Yo que he soportado la humillación del álgebra/Que jamás pronuncié palabra ante una chica/Me atrevo ahora a publicar este poema/Que he fraguado a través de sueños y vigilias”, escribió, por ejemplo. Cuando quiso juntar toda su producción dispersa en blocs, servilletas y boletos de bus, esta resultó tan caótica que se le ocurrió presentarla como la obra póstuma de un poeta suicida. Para imprimir su primer libro, Cuadernos de Horacio Morell, Eduardo debió prestarse 280 soles de su papá (que luego este no le querría cobrar). Era marzo de 1981. Juan Gonzalo Rose se topó con el misterioso librito en una tienda. Ojeó el prólogo y lo compró. Al poco tiempo, celebró la “manera absolutamente libre y desafiante” de Eduardo Chirinos y emparentó la publicación nada menos que con Trilce. Finalizó su reseña con una metáfora perturbadora: “Actualmente este autor se halla cruzando el Niágara sobre un alambre”.
Eduardo Chirinos trata de abrirse paso entre el gentío de la calle Toro, algo así como el Jirón de la Unión de Salamanca. Es Jueves Santo y se respira un aire de auténtica religiosidad. El poeta se recupera de un cuadro de desprendimiento de retina que lo ha dejado casi ciego. Mientras camina se encuentra con una singular estatua humana: el propio Jesucristo cargando su cruz. Los transeúntes están desconcertados. La escena se impregna en la retina del poeta. Esa noche, él sueña que camina por una calle y ve colgado el cuadro de Cristo crucificado de Velásquez. El Mesías lo mira y le ruega: “Eduardo, ¿podrías reemplazarme en la cruz? Tengo hambre y quiero irme a comer”. El poeta, luego de cavilar un rato, no dice nada. “Me desperté con una ansiedad religiosa terrible, con ese miedo de sentir que le había fallado al pobre Cristo y que merecía ser castigado”, contaría años después.
Si bien no es creyente, el papá de Horacio Morell tampoco es pagano. Para él, “la verdadera irreligiosidad no es el ateísmo, sino el desconocimiento”. En la Universidad de Montana (Estados Unidos), donde enseña junto a su esposa, la crítica peruana Jannine Montauban, algunos estudiantes le preguntan quiénes son Adán y Eva. Esto a Eduardo Chirinos le apena. En un poema escribió: “Señor no pretendas amarnos./Perecerías ahogado en medio de la nieve/Y haríamos comercio con tus huesos”. En Missoula, el barrio donde vive hoy, cae mucha nieve. No tiene hijos ni mascota. Escucha música en volumen alto. Tiene un horario meticuloso de trabajo. Jorge Eslava, uno de sus amigos, cuenta que cuando ambos vivían en Madrid, a fines de los 80, Eduardo se postraba en su escritorio a poetizar de nueve de la mañana a una de la tarde, de lunes a viernes. No es gratuito que haya publicado dieciocho poemarios, seis libros de crítica y varias antologías. Si Mario Vargas Llosa es el genio de la planificación en prosa, Chirinos lo es en verso.
La poesía de Chirinos es, a juicio de Jorge Eslava, culta y sentimental. Se asienta sobre una erudición elefantiásica que dignifica lo cotidiano. El crítico José Miguel Oviedo ha escrito que “sin dejar de ser rigurosa y profunda, suena simple, discreta y transparente”. El 2009, un jurado español le otorgó el premio Generación del 27 por su libro Mientras el lobo está. Una de las composiciones ganadoras se titula “El poema más lindo del mundo” y recuerda la paradoja de engendrar versos de amor para que otros (y no el poeta) enamoren a las chicas. Cuando tenía 19, Eduardo pergeñó un canto y se lo entregó a su musa para que lo lea. Una caligrafía pálida decía: “Quiero un poema que golpee tu almohada en horas de la noche,/un poema donde pueda hallarte dormida, sin memoria”. Ella, con gesto metálico, dobló el papel y lo metió en su cartera. El poeta, desairado, lamentó olvidar la regla básica que había guiado su vida sentimental: a las mujeres se las conquista en los sueños, bien peinado.
NO HAY PEOR SORDO QUE AQUEL QUE QUIERE ESCUCHAR Y NO PUEDE Y ADEMÁS SE MUERE DE RISA
Créanme, yo no les escucho cuando gritan, cuando se ríen
como locos, cuando no les pagan el sueldo, cuando se cortan
el pie o se queman el dedo y se mueren. Créanme, no les
escucho absolutamente nada; ni los llantos, ni los gritos, ni los cantos,
ni las alabanzas, ni los chismes, ni el hipo de verano, ni los estornudos
de invierno, ni la tos de primavera, ni los eructos de otoño.
Yo no les escucho nada y jamás esperen nada de mí.
De Cuadernos de Horacio Morell (1981)
MUCHO MÁS QUE UN POETA
Algunos de los poemarios de Eduardo Chirinos son Cuadernos de Horacio Morell (1981), Crónicas de un ocioso (1983), El equilibrista de Bayard Street (1998), Abecedario del agua (2000), Breve historia de la música (2001), Escrito en Missoula (2003) y No tengo ruiseñores en el dedo (2006). Como crítico, ha publicado El techo de la ballena (1991), La morada del silencio (1998) y Epístola a los transeúntes (2001), entre otros ensayos. También es autor de antologías como Loco amor (1991), Infame turba (1992) y Rosa polipétala (2009).
MIS NUEVAS COSTUMBRES
Afeitarme todos los días
Gastar mi plata en cigarrillos
Caminar con la cabeza más levantada
Y un poco más rápido
Como si no estuviera preocupado por nada
Ni por los poemas que me atreví a quemar anoche
Ni por aquél que se atrevió a quemarlos
Porque he cambiado de costumbres
Y tengo una moto ruidosa
Mis uñas crecidas
Y libros que ya no comprometen mis cuadernos.
Un poco más rápido.
Es extraño.
Yo siempre caminé lentamente
Como si les conversara a las veredas
(O a las sombras)
Pero hoy me fumo un cigarrillo
Ya no escribo poemas
Y voy a misa todos los días.
De Cuadernos de Horacio Morell (1981)