Orígenes de la moderna Poesía Peruana
Por Róger Santiváñez
Fuente: Variedades Nº 273; Lima 30/04/12
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El destacado poeta peruano y actual catedrático de Rutgers University de Estados Unidos, Roger Santiváñez, nos introduce en el mundo de la moderna poesía peruana. Habla de sus inicios y de sus más destacados miembros que aportaron con su talento creador.
La Poesía Peruana de la contemporaneidad –o moderna– comenzaría con Abraham Valdelomar (1888-1919), sin dejar de mencionar a Manuel González Prada (1844-1918), su más remoto ancestro. Para situar estas coordenadas históricas debemos señalar –en este período– la égida de Rubén Darío y su Modernismo en todo el ámbito hispánico (incluyendo la península ibérica), lo que en el Perú significó la presencia insoslayable de un gran maestro de la versificación llamado José Santos Chocano (1875-1934): “Soy el cantor de América autóctono y salvaje/.../ Cuando me siento Inca, le rindo vasallaje / al Sol que me da el cetro de su poder real: / cuando me siento hispano y evoco el Coloniaje, / parecen mis estrofas trompetas de cristal”. Efectivamente, parecen trompetas altisonantes sus versos si los comparamos con estos de González Prada: “Vengas de Londres, de Roma o París, / Sé bienvenida, oh exótica voz,/ Si amplio reguero derramas de luz”. De allí que para muchos críticos, el autor de Minúsculas (1901) y Exóticas (1911) haya sido el más cabal modernista peruano e incluso una especie de adelantado posromántico parnasiano-simbolista en nuestras letras. En González Prada puede rastrearse la insólita poesía de José María Eguren (1874-1942), generalmente considerado posmodernista, pero cuyo ritmo es imposible desvincularlo del genio rubendariano. Eguren fue el poeta guía de los vanguardistas de los años 20 y 30 y llegó a consignar “Saludo a la Vanguardia transparente” en la revista Amauta (1926-1930) de José Carlos Mariátegui, quien –a su vez– proclamó a González Prada “el primer instante lúcido de la conciencia del Perú”, debido a la dimensión de agitador anticlerical y antioligárquico que don Manuel encarnó en la pacata y reaccionaria Lima de aquel entonces. En este sentido, son esenciales sus Baladas peruanas, publicadas póstumamente en 1935.
En la citada Lima de hace cien años, el joven poeta de más brillo era, indudablemente, Abraham Valdelomar, creador de “Tristitia”, cuya estrofa inicial reza: “Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola/ se deslizó en la paz de una aldea lejana, / entre el manso rumor con que muere una ola/ y el tañer doloroso de una vieja campana”. Y del verso más hermoso de la poesía peruana –según el estudioso y finísimo prosista Luis Loayza–, que insertó en el primer terceto de dicha composición: “y luego el soplo denso, perfumado del mar”. En este ambiente –al que Valdelomar escandalizó con sus tennis y sus solapas rociadas de éter en el ultramontano Jirón de la Unión–, publicó la revista Colónida (1916) rescatando de la marginalidad a José María Eguren, cuya poesía desde Simbólicas (1911) había puesto en la picota de la obsolescencia a toda la poesía peruana anterior. Incomprendido, aislado y solitario el “Peregrín cazador de figuras” –como tituló uno de sus poemas–, Eguren abría el cauce por donde iba a fluir el gran río de la poesía peruana de todo el siglo XX. Para muestra un botón: “En el pasadizo nebuloso / cual mágico sueño de Estambul, / su perfil presenta destelloso/ la niña de la lámpara azul./ Ágil y risueña se insinúa, / y su llama seductora brilla, / tiembla en su cabello la garúa / de la playa de la maravilla”. Hacia 1918, cuando César Vallejo (1892-1938) ya estaba en Lima procedente de Trujillo –adonde bajó desde su andino pueblo de Santiago de Chuco– entrevistó a José María Eguren para una colaboración periodística, manifestándole su gran aprecio y admiración. Y también es fama el encuentro entre Vallejo y Valdelomar, ocurrido en el Palais Concert del Jirón de la Unión, quien ante el saludo reverencial del genio de Trilce le respondió: “Ya puede usted decir en Trujillo que ha estrechado la mano de Abraham Valdelomar.”
Si bien la poesía de Valdelomar abrevó en esa fuente inagotable llamada Rubén Darío, la crítica ha visto un sesgo posmodernista en ella: sus paisajes costeros rurales y el ambiente de la provincia familiar, lo que en cierto modo lo vincularía al mexicano Ramón López Velarde, línea que habría influenciado toda la sección denominada “Canciones de Hogar” del primer libro de nuestro gran César Vallejo: Los Heraldos Negros (1918) pero recién puesto en circulación en 1919, demora debida a la espera por el prólogo que iba a escribir Abraham Valdelomar, pero que jamás pudo realizar por su muerte súbita en un penoso accidente. Otra nota sui géneris en Los Heraldos Negros son sus marcas indigenistas, dispersas en todo el libro y no solo en la más evidente sección “Nostalgias Imperiales”. Citemos el arranque del visitado poema “Idilio muerto”: “Qué estará haciendo a esta hora mi andina y dulce Rita / de junco y capulí;/ ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita / la sangre, como flojo cognac, dentro de mí”. Bizancio es Lima, para el joven poeta provinciano sufriendo las inclemencias de la gran ciudad.
Quizá debido a aquella impronta étnica es que Mariátegui en sus Siete ensayos escribió que Vallejo es el orto de la poesía peruana. Mas –indudablemente– son el hondón metafísico y la dimensión ontológica, los que otorgan la estatura universal de Vallejo, quien tras publicar Trilce (1922) –una de las cumbres del arte de vanguardia mundial– y una absurda experiencia carcelaria por una gresca interbarrios en su Santiago de Chuco natal durante unas vacaciones; abandonó el Perú en 1923 para no volver jamás. “Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París y no me corro/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño” –escribió– y efectivamente así sucedió. Estos versos son de su libro póstumo Poemas Humanos (1939), que contiene también “España, aparta de mí este cáliz”, conjunto editado el mismo año por los soldados de la República española en plena guerra civil. A partir de entonces, Vallejo pasa al plano mítico. Como bien dijo Rodolfo Hinostroza en una especie de manifiesto personal de 1967: “Vallejo no es un poeta, Vallejo no es un hombre, Vallejo es un mito”.
Ahora entonces podemos entrar de lleno a la vanguardia –vislumbrada por Valdelomar en su Luna Park–. Así como aceptamos que “Ecuatorial” (1918) de Vicente Huidobro es el primer poema de vanguardia escrito en lengua española, podemos afirmar que Alberto Hidalgo (1897-1967) fue el primer poeta peruano con vocación y voluntad vanguardistas. En efecto, Hidalgo –influenciado por el Futurismo– publicó en 1916 Arenga lírica al Emperador de Alemania, para –según el crítico Clemente Palma de la prestigiosa revista limeña Variedades– “servir a Marinetti, a la electricidad y al automóvil”. Pero su lenguaje todavía es tributario del modernismo. Habrá que esperar hasta Química del espíritu (1923), Simplismo (1925) –único ismo de la poesía peruana de vanguardia– y Descripción del cielo (1928) para encontrarnos al verdadero vanguardista que habitaba en Hidalgo: “Mi biografía es una esquina / soy el punto de choque de dos vientos/.../A veces cae una música desde el quinto piso/ para dar a mi arritmo un ritmo atónico/.../ Una desarmonía me armoniza con el todo/.../ soy una esquina en marcha”.
Como puede observarse, se trata de una suerte de fusión personal de creacionismo huidobriano y ultraísmo español, que –en realidad– fue el tono que primaría en casi toda la expresión vanguardista hispanoamericana.
Probablemente el único capaz de despegarse de dicha impronta –debido a su genialidad- habría sido César Vallejo, como queda claro con la ruptura absoluta que plantea el insólito Trilce (1922), libro imposible de explicar sin el contexto de la vanguardia, pero que supera ampliamente sus marcos referenciales por el sello personal vallejiano, el cual lo convierte en pieza única del arte moderno en primera línea: “Grupo dicotiledón. Oberturan / desde él preteles, propenciones de trinidad, / finales que comienzan, ohs de ayes / creyérase avaloriados de heterogeneidad,/ ¡Grupo de los dos cotiledones!”.
Para el poeta Mirko Lauer –uno de los más importantes estudiosos del período– la vanguardia habría sido una estación revuelta, un instante por el que atravesaron la mayoría de los poetas peruanos de esa hora, pero en el que prácticamente nadie se detuvo para quedarse. Antes de entrar al grupo –o grupos– de vanguardia propiamente dichos, es conveniente mencionar a Juan Parra del Riego (1894-1925) y sus Himnos del cielo y los ferrocarriles (1925), publicado en Montevideo, donde radicó y murió; el cual contiene el futuro-mundonovista “Polirritmo dinámico a la motocicleta”.
Pues bien, el grupo de individualidades más talentosas de nuestra vanguardia lo integrarían Martín Adán (1908-1985), Carlos Oquendo de Amat (1905-1936), Xavier Abril (1905-1990), Enrique Peña Barrenechea (1904-1988), César Moro (1903-1956), Emilio Adolfo Westphalen (1911- 2001) y Vicente Azar (1913-2004). Caprichosamente podríamos hacer un paralelo entre ellos y el conjunto de los “Contemporáneos” de México. Esta pléyade –diríamos– son los “Contemporáneos” del Perú. Aunque no tuvieran una revista que los unificara, los peruanos –todos ellos, excepto Azar– estuvieron vinculados al mensuario Amauta de José Carlos Mariátegui, quien –por su actitud– podría pasar perfectamente como un intelectual de vanguardia, más allá de que él pronto se definiera en los términos del socialismo científico.
Martín Adán es quien mejor ejemplificaría la propuesta de Lauer. En efecto, después de publicar en Amauta los antisonetos de “Itinerario de primavera” (1928) y el preámbulo de ellos, poema titulado “Gira” que lee: “una chimenea anarquista arenga a los campos campesinos / la humareda prende un lenin bastante sincero / un camino marxista sindica a los chopos / y usted señora con su tul morado condal absurda”; el gran poeta volvió al orden de la métrica hispana, la elaboración barroca y la exploración ontológica en libros fundamentales como La rosa de la espinela (1939), Travesía de extramares (Sonetos a Chopin) (1950), Escrito a ciegas (1961) o La mano desasida (Canto a Machu Picchu) (1964). Más antes de todo esto había publicado la nouvelle vanguardista La casa de cartón (1928), en que inserta los increíbles poemas Underwood. Para muestra un botón: “Prosa dura y magnífica de las calles de la ciudad sin inquietudes estéticas /.../ Las casas rumian sus paces de buey/.../ Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre/.../ No quiero ser feliz con permiso de la policía”. Como puede verse en la poesía vanguardista de Adán: Revolución bolchevique, humor antiburgués, pirueta de lenguaje, el espectro mágico de “Zona” de Apollinaire, la marca de la invención moderna y una audacia a toda prueba, nos pintan de cuerpo entero al joven maravilla de fines de los turbulentos años 20 en el Perú.
Concluiremos sintéticamente esta nota al vuelo. Carlos Oquendo de Amat escribió un solo libro: Cinco metros de poemas (1927), constituido por una sola tira de papel plegable (cinco metros) y con un intermedio a la manera fílmica. Poemas cargados de un lirismo exquisito en su imaginería ultraísta: “Para ti / tengo impresa una sonrisa en papel japón / Mírame / que haces crecer la yerba de los prados/.../ déjame que bese tu voz / tu voz / QUE CANTA EN TODAS LAS RAMAS DE LA MAÑANA”. Oquendo, comunista de corazón, viajó a España para pelear en la guerra civil, pero sucumbió de tuberculosis en Navacerrada, poniéndose una camisa roja para morir. Xavier Abril, amigo de André Breton y los surrealistas en París, fue el primer poeta peruano en reivindicar dicho movimiento –suma y cifra de la vanguardia– desde las páginas de Amauta. Publicó Hollywood (1931). Y luego –con un vanguardismo ya mediatizado– dos hermosos libros denominados Difícil trabajo (1935) y Descubrimiento del alba (1937). Enrique Peña Barrenechea lanzó Cinema de los sentidos puros (1931), brillantes poemas en prosa de lograda fusión vanguardista. Tuvo una larga vida de diplomático y prolongó su obra con títulos más moderados, pero siempre de nivel. Igualmente diplomático, Vicente Azar fue el último vanguardista Perú, dando a conocer su magnífico Arte de olvidar en 1942: allí están las hermosísimas prosas poéticas de “Hypnia”. César Moro, surrealista de la primera hora en París, 1925, se mantuvo fiel toda su vida a la actitud radical de dicho movimiento –a pesar de su ruptura con Breton en un determinado momento–. Vivió en México, donde trabó gran amistad con Xavier Villaurrutia. Debido a su choque con el puritano y atrasado medio limeño de los años 50, estampó la famosa frase Lima, La Horrible que ha entrado a la historia cotidiana y futura de la ciudad. También en esta década editó su único libro en español La tortuga ecuestre (1958) –aunque compuesto en los años 30–. Toda su obra restante es en francés. Emilio Adolfo Westphalen –quien también vivió en México, escribió dos libros deslumbrantes, Las ínsulas extrañas (1933) y Abolición de la muerte (1935), en los cuales su muy personal apropiación del lenguaje surrealista le permitió forjar una de las expresiones más altas de la poesía en idioma castellano: “He dejado descansar tristemente mi cabeza / En esta sombra que cae del ruido de tus pasos / Vuelta a la otra margen / Grandiosa como la noche para negarte /.../ He abandonado mi cuerpo / Como el naufragio abandona las barcas / O como la memoria al bajar las mareas / Algunos ojos extraños sobre las playas”.
No podemos dejar de mencionar al grupo vanguardio-indigenista Orkopata (voz nativa que quiere decir centro de la montaña) de Puno, en el sur andino del Perú. Acogidos por Mariátegui, sus poetas principales publicaron asiduamente en Amauta: Alejandro Peralta, Luis de Rodrigo y, sobre todo, su líder intelectual Gamaliel Churata (1897-1969), autor de un libro inclasificable titulado El pez de oro (1957). Oquendo de Amat era de Puno como los Orkopatas, pero viviendo en la capital fue el enlace con el grupo vanguardista de Lima (1926), editor de la revista de nombre cambiante: Trampolín- Hangar-Rascacielos-Timonel –para cada número– conformado por Magda Portal, Serafín Delmar y Julián Petrovick. Igualmente fueron ampliamente publicados por Mariátegui en Amauta. Ya en la década de 1940, la vanguardia histórica –como tal– había clausurada. Sin embargo, una nueva generación de poetas peruanos liderada por el talentoso y joven autor Reinos (1945), Jorge Eduardo Eielson (1924-2006), surgió a la palestra, un lenguaje de posvanguardia pleno de suntuosa originalidad que abriría uno de los principales cauces la llamada promoción poética peruana de 1950. El otro sería el de la –así nombrada– poesía social de Alejandro Romualdo (1926-2008). Pero todo esto –la generación de la posvanguardia– ya sería tema de un próximo artículo.
El autor
Roger Santiváñez (Piura, 1956) estudió Literatura en la Universidad de San Marcos. Obtuvo un Ph. D. en Temple University (Filadelfia, Estados Unidos).
En la actualidad trabaja como profesor de neoindigenismo latinoamericano en Rutgers University (Estados Unidos).
Sus obras, poesía: Antes de la muerte (1979), Homenaje para iniciados (1984), El chico que se declaraba con la mirada (1988), Symbol (1991), Cor Cordium (1995), Santa María (2001), Eucaristía (2004) y Amásteis (2007). En 2006 apareció una recopilación casi completa de su obra poética con el título Dolores Morales de Santiváñez. Recientemente –durante el Festival Internacional de Poesía– se presentó en Lima una reedición de El chico que se declaraba con la mirada.
En prosa: Santísima Trinidad (1997), Historia Francorum (2000) y El corazón zanahoria (2006).
Fue fundador del movimiento Kloaka (1982-1986), y miembro destacado de los grupos literarios La Sagrada Familia (1977) y Hora Zero –segunda fase (1981) y funde el estado de revuelta poética denominado movimiento Kloaka (1982-1986). Obtuvo una mención honrosa en el Concurso de Cuento de las 1,000 Palabras de Caretas en 1985 y el Premio de Poesía José María Eguren (Nueva York) en 2005.