Por Julio César Quijhua
Fuente: Los Andes, Puno, 04/11/11
http://www.losandes.com.pe/Cultural/20111104/57576.html
Las miradas escuetas, encontradas en vientos matinales y abrazos de gentes que no conozco, me “Hay hombres que conocen las diferentes clases de hierbas; otros, de peces; yo, de separaciones hay hombres que se saben de memoria el nombre de cada estrella; yo, de nostalgias”. Nazim Hikmet hablaron desde todas partes. Arequipa, Yanahuara, el jirón Zela, todo ese calor y ese espacio huero y asolado; todo el mundo en esa parte, en sí… Allí, donde el poeta puneño Efraín Miranda Luján vive, aquel sábado, no tuve más sensaciones que la admiración. Pero una admiración sincera, real, significante. El tiempo, la vida e, incluso, la indiferencia –lo tengo presente–, no lograrán que una figura como la de él se pierda y se desvanezca en la tristeza, entre calígines y versos ampulosos y extravagantes. Seguramente todos lo saben, pero igual lo repito: ya no hay hombres como él, definitivamente.
Ahora mismo, el recuerdo que tengo de él es uno inmenso, original, verdadero; uno que no pude conseguir de los otros, esos que se llaman a sí mismos “poetas”. Arequipa, esa ciudad que se me antojó desde el inicio atardecida, como venida a menos por su amplitud y su vacío, fue el escenario donde le encontré, caminando hacia su casa, con las pocas fuerzas y la inmensa voluntad que le queda.
Sus manos temblorosas y sus ojos escrutadores, ansiosos de descubrir una nueva verdad en cada persona, fueron lo primero que me impactaron. No tuvo miedo al conocerme; antes bien, me probó con singulares gestos y hábiles resignaciones. “Don Efraín –le dije–, le ayudo con eso, si quiere” (había que levantar un cuaderno que se cayó). “No –me increpó–, no permito que otros hagan las cosas por mí; si me quedo sentado, me quedaré sentado para siempre”.
Debo confesar que, cuando lo vi, la imagen del maestro Luis Jaime Cisneros vino a mi mente como una daga. El encorvamiento, el temblor y las palabras pensadas, su cara enjuta también: todo de Efraín Miranda, el único poeta que conozco, me recordó al sabio de educación. Sin embargo, no se lo comenté en ningún momento. Es más: ni siquiera hablamos de otros temas que no fueran de literatura.
Desde luego, entiendo que su vida ha sido larga y que su mente ahora es débil para ciertas cosas; sin embargo, no puedo creer cuando algunos me dicen (porque me lo repitieron todo el camino) que está senil y que, por consecuencia, no es tan lúcido como antes. Tiene esperanzas, sí; es un hombre de las letras, sí, ¿por qué sentirlo delirar, entonces, cuando se le ocurre ser él, precisamente él, el hombre que ha nacido para contar historias, para redescubrir su sensibilidad, sus mundos, en una casa en la que lo único que lo acompaña es el espasmo y los recuerdos de sus huellas? Me enojó, lo confieso, que algún personajillo haya usado (en las semanas anteriores) el aparente delirio del poeta para levantar una historia y elevar así, por inanidad literaria, su propio nombre.
Pero, ¿por qué le llamo poeta? ¿Por qué digo que es el único que conozco? Porque es como los verdaderos, como los que uno admira. (“¿Le gusta a usted, don Efraín, alguna de sus poesías?”, interrogo. “Ninguna. Soy un descontento. Me dan ganas de cogerlos todos y meterlos al fuego, a la hoguera, y hacer otros. Algunos creen que me engrío; pero todo ha sido sólo un momento –refiriéndose a sus versos–; yo abjuro de todo cuanto he escrito”, me contesta, seguro, levantándose y yendo a la puerta de su cocina, con la intención de evitar que la brisa matinal continúe entrando). Sí, considero a don Efraín un vate, como los que no hay en Puno, por eso: porque es el único que se lee y se avergüenza de lo que, piensa, pudo haber hecho mejor. [Borges ya decía: “mientras otros se enorgullecen de lo que han escrito, yo me enorgullezco de lo que he leído”].
Hasta aquí, todo bien. Tanto él como yo no pasábamos el límite del entrevistado y el entrevistador. Hasta que empezamos a hablar de poetas. En efecto, cuando le pregunté por sus favoritos y me contestó que el único peruano digno de admirar es César Vallejo, y que los demás no le interesaban, empezó todo. “¿Extranjeros? Rainer María Rilke, Walt Whitman y… Hay un turco… Vaya, no puedo creer que ahora se me haya ido el nombre, que no lo encuentre en la memoria; es uno bueno, no recibió muchos premios”, me dijo. “¿Nazim Hikmet?”, le propuse. “Ése, ése precisamente”, contestó, sonriente y emocionado. Entonces, me parece, nos hicimos amigos. [Claro que le pregunté por poetas puneños. A estas interrogantes, con su evidente inclinación y su amor al hombre del ande, él me respondió: “no he leído nada de algún puneño dedicado a la raza indígena. Nadie escribe para el indio, por el indio y, sobre todo, como si fuera indio. Entendamos: hay pocos indígenas y muchos indigenistas; el primero admira y ama lo del segundo, pero vive siempre al margen, no llega a ser como él. Eso le sucedió a los hermanos Peralta; eso, a los ‘grandes puneños’: que no fueron de verdad hombres de campo. En Puno no hay orgullo ni identidad de lo que se es, como sí lo hay en Argentina, por ejemplo. Qué bonito sería sabernos como los gauchos, los pamperos de allá, siempre de otra talla y de otro sitio, independientes de la urbe y rebeldes de lo que el mundo convierte a las personas”].
Ciertamente, don Efraín es un hombre distinto. La vejez le ha enseñado mucho. Acaso a resignarse y comprender mejor algunas cosas; acaso a olvidarse de lo que es estúpido y reírse de lo que es, para muchos, realmente importante. Ora porque vive solo, ora porque el tiempo, como la indiferencia de la gente, le acarician las palmas de las manos y le dan papeles en los que escribir esa poesía que tanto le interesa y le gusta: la dedicada a la naturaleza y las vivencias del indio. (El poeta se acerca, explica de esas horas en que se queda solo y me confiesa que viene escribiendo cien poemas para un futuro libro; uno que, empero, tiene recién alrededor de 20 escritos. “Me han dicho ya que quieren publicármelo en Lima o Arequipa. ¿Puno? A nadie de Puno le intereso”, afirma).
LOS OTROS
- El arequipeño Alberto Hidalgo, don Efraín, ¿qué le parece? –pregunto.
- Hemos sido amigos. Era un poeta vanguardista terrible, aunque siempre tendido a la poesía de ruptura, como Omar Aramayo. O como todos los arequipeños.
Yo me sorprendo. De pronto, encuentro en él a esas personas que le sirven a uno como puentes para conocer a otras, de las que hay pocas. Hidalgo, lo sé muy bien, compartió veladas con Valdelomar, el autor de los Ojos de Judas, y José Carlos Mariátegui, el de los siete ensayos. Es más, con ellos escribió una poesía breve, a modo de sorna y sarcasmo, que aún se mantiene en las obras completas del “Conde de Lemos”, en su primer tomo.
- Pero la poesía de ruptura, mira, es de las que más detesto. Para comprenderla, se supone que tienes que tener algo con el autor, haber sido parte de su vida, de su vivencia –continúa.
- Pero tiene sus momentos, hay mucha poesía bella de ese estilo –le contesto.
-¿Tienes los siete ensayos de Mariátegui? –me pregunta, de golpe.
- Lo he leído, sí; pero no lo tengo a la mano…
- No sé a quién le he prestado el libro… Me arrepiento. Ahora mismo necesito uno. Quiero comprar uno, compraría uno, sólo por una frase, una sola, sobre la poesía de ruptura –se lamenta; en seguida, me recomienda–: Vas a leer con cuidado a Mariátegui, hay cosas que se nos escapan de la vista muchas veces.
Me dan ganas de decirle que leí el libro tres veces, por lo menos, pero no me atrevo. Si él quiere el texto por una sola frase, bueno, no tengo mucho que alegar en mi defensa. Es decir, si me aventuro de “leído”.
- Ven –me dice, y me conduce hasta su cuarto. Allí, sobre un estante, hay varios libros de diferentes autores–. Siempre me dan textos; algunos los leo, la mayoría no: es que me canso rápido –me revela.
Me pasa un libro, lo limpia, y me dice: “léeme este, por favor”. Hago lo que me pide. “No, este no es”, sentencia; luego me pasa otro y repetimos la operación, hasta que aparece uno, de un autor arequipeño, en el que nos detenemos. “Este sí es un poeta de ruptura, ¿lo sientes?”, me dice. Entonces reconozco el halo indiscutible y subrepticio que hay en Alberto Hidalgo, en los arequipeños que me hizo leer y, por supuesto, en algunos puneños actuales y su poesía.
- Omar Aramayo no me ha querido regalar un libro suyo que le pedí. Creo que porque yo tengo mi estilo propio y él, el suyo –reflexiona, pensando en varias cosas.
[En mi llegada a Arequipa, el poeta Lolo Palza me dijo que quien ayuda más a Miranda es su amigo Omar Aramayo. Éste, ratificando eso, señaló a través de su cuenta de facebook: “Efraín Miranda Luján se está muriendo y nosotros lo estamos dejando morir. (…) No entiendo cómo tanto homenaje, y cómo tanto periódico, revista, estudios, y ninguna manifestación práctica de amor al prójimo, para retenerlo siquiera un poco más. Me dijeron que andaba loco. No es verdad, está cuerdo y lúcido, sus reflejos obedecen a la realidad perfectamente. (…) Él sabe lo que quiere y lo que dice; pero sufre de abandonado, y en exceso. (…) Y los congresistas y alcaldes presidentes de la región que se llenan la boca con palabras de amor a la patria y a los valores. ¿Y los seres humanos? ¿Y sus mejores hijos? (…) Que no muera como Sologuren, Bendezú o Romualdo. El Perú no puede asesinar a sus poetas de manera tan vil”].
- A propósito de él (Aramayo), don Efraín, ¿algunos escritores imprescindibles de la literatura puneña?
- Todos. Cada uno de ellos aporta a conocer algo de esa hermosa tierra.
- Dante Nava, los hermanos Peralta… ¿ellos? ¿Ellos no sobresalen entre todos?
- Ellos son los prototipos de la defensa del indio. Ellos no nacieron como indios y no son, por tanto, originales. Son indigenistas y no indígenas, como te dije. Escucha: yo no nací en una ciudad. Yo nací en una estancia indígena. Ahí nací. Mi mamá era una indiecita que me abrazaba y me quería como se quiere en esas partes del país. Así hay que nacer: viendo crecer la naturaleza, creciendo con ella. Ahora no sé cómo estará mi tierra, pero sucedían veces en que todo era frío, cual páramo, y ya no caía la lluvia, sino la nevada. Todo era blanco, si lo vieras…
Esa sinceridad, genuina y enternecedora, me provoca un remilgo y me devuelve a esa emoción, a esa felicidad de hablar con alguien mejor, superior… No se trataba, con él, de hablar de libros leídos, o de crear axiomas, aforismos, máximas u otras frases similares; con él la cosa era sencilla: vivir o no vivir. Por eso, callé un instante y luego continué.
- Indigenistas. Hablando de ellos, ¿qué opinión le merece José María Arguedas? Digo, es uno de los máximos exponentes de este tipo de literatura en nuestro país.
- Lo conocí. Pero lo conocí por conocer. Lo único grato que me acuerdo de él es que borró sus obras con citas en quechua. O, en su defecto, borró de sus obras las citas en ese idioma, la mayoría. Es que era pretensioso. Yo no tengo ni una palabra en otro idioma dentro de mis poemas; no fuerzo a ese hermoso lenguaje. Por eso digo que él era indigenista. Y el que haya sido indigenista hay que rescatarlo y respetarlo. Sin embargo, está ese título “Yawar fiesta”. ¿Es gracioso, no?
Me río, un poco fingidamente, pero me río. Aunque no leí a Arguedas sino en sus cartas (por lo que no puedo dar un juicio sobre él), me apego a lo que me dice don Efraín y le creo. Es un exceso que me permito: el confiar demasiado.
- ¿Y Ciro Alegría? –le cuestiono.
- También lo conocí. Pero no personalmente. Fui a una conferencia que él daba sobre temas, precisamente, de indigenismo.
- En sus “Memorias”, Ciro Alegría dice que se escribe mal y se entiende mal al indigenismo, que los jóvenes (es decir, los de hace 20 años) han llegado a convertir esta corriente literaria en un algo grotesco y exagerado, lleno de sandeces…
- Ocurre que, conforme pasó el tiempo, la gente aprendió a avergonzarse de todo. Son unos apátridas: no quieren a su tierra, la conminan al olvido por la jactancia de banalidades, de títulos que ni les quepan en las manos ni les son merecidos. Los puneños especialmente. Ellos no sienten cariño por su tierra…
Ahora, lo contrario ocurre con los arequipeños. Acá existe la negación a la tierra grande. Se enorgullecen de Arequipa exageradamente, relegando incluso al país. Hablan de Vargas Llosa y se identifican, cuando él casi no es arequipeño; él ha aprendido todo de Europa o de otros lugares. Él, es más, no quiere ni intenta ser de aquí; no sería nunca un indigenista arequipeño.
“Apátridas”, me pongo a pensar. Y, aunque no viene al caso, lo digo de todas formas:
- Julio Ramón Ribeyro, don Efraín, ¿lo ha leído?
- ¿Ribeyro? –cavila un momento; después, contesta–: No, no lo conozco, no he leído nada de él.
La luz es tenue donde estamos. Su cuarto, esas dos paredes laterales que parecen llevar como hijas a las otras dos más breves, como decía César Vallejo, son sólo alumbradas por una ventana que deja entrever el brillo y el calor que sienten gentes que no conocemos ni conoceremos jamás…
- José Ingenieros decía, sabe, que lo preferible es la gloria al éxito. Para él, morir siendo exitoso era morir siendo un mediocre; en cambio, morir en la gloria, aunque en la pobreza, era ser alguien de mérito, alguien recordable y digno. A usted, dígame, ¿le gustaría ser recordado? –le interrogo.
- Nadie se acuerda nunca de nada. Como si yo no lo supiera…
SUS SENTIMIENTOS
Hablamos de muchas cosas. Y ya a golpe de amigos (no sé si pretenda mucho con eso, la verdad), se me dio por preguntarle por él. ¿Qué importaban, después de todo, los terceros, la gente lejana y ausente en ese momento? Si sería prudente preguntarle por sus sentimientos, no lo sabía… Por eso busqué ser prolijo. “¿Qué es para usted el amor, don Efraín?”, dije; él: “¿Amor? No, a ese sentimiento no lo conozco sino como palabra; no tengo ni ideologías ni nada sobre ella”. Pausa. Lleva sus brazos a su pecho y las cruza, como adivinando las preguntas que le quiero hacer ahora. “¿El sufrimiento?”, suelto, “¿lo conoce?”. Hace una inflexión, suspira y aleja los ojos de mi mirada. “El sufrimiento sí, lo conozco. Es un estado. Existe plenamente; es toda una doctrina”, confiesa. “¿Y la soledad, don Efraín?”. “No la conozco, tampoco el silencio y tampoco la muerte; y no, no tengo un sentimiento favorito”. Vale: acabó con mis preguntas. Decido irme por ‘la tangente’, entonces: “¿pero son buenos temas para escribir?”. Y otra vez él: “son temas muy clásicos, comunes, no vale la pena tocarlos; de lo que se vive en la ciudad, en las urbes, ya hay mucho”. Agrega, después, como volviendo al inicio: “pero soy emotivo. Todo lo que es emotivo llama mi atención, porque la emoción es la reacción de un individuo a su medio”.
“Antes, mira, tocaba guitarra (me señala el instrumento que tiene en una esquina de su dormitorio).
Ahora no puedo, mis dedos se han vuelto lentos. Sin embargo, es un arte que quiero recuperar. Ahora lo único que puedo hacer es apreciar la música, pero no ejecutarla; ya ves: ya no tengo las capacidades. Ah, esos instrumentos. Los del ande, quiero decir: la tarqa, la quena, el pinquillo, el pito, qué hermosos que son, qué lindos… Lástima que no haya nada grabado de eso; esa música, la de verdad. Cuando la escuchas es como si la naturaleza estuviera viva, como si todo recobrara la juventud que se le arrebató… ¿Los que cantan? Bueno, hay pocos. El Jilguero del Huascarán, por ejemplo, ¡qué canciones que tiene! O Ima Súmac, que ha cantado y encantado en quechua en todo el mundo. Hasta hoy se venden los discos de ellos…”
Se levanta de su silla y toma asiento en su cama. Continúa:
“Me gusta caminar, sabes. En el centro, por esas calles. También me gusta escribir, como te dije. Y, claro, leer. Ve, acá tengo dos biblias. Mira (señala ambos textos). Pero, oye, no me dejo influenciar. Es un buen libro, da cuenta de la historia del pueblo de Israel y todo eso, y es interesante; pero aquello de que se creó el mundo en siete días, bah, es una tontería. (Se calla un momento, sonríe para sí y me mira). Ya me acordé: Mariátegui decía que toda poesía de ruptura es un disparate. Eso decía. Es que es bien difícil la poesía conceptual. No hay muchos que la dominen. ¿Yo? Yo lo único que tengo es al indio.
Él es bastante. Él es el poeta, inclusive. Él siente la necesidad de usar el frío; él hace de todo un sitio, una espera o una historia. Aunque… aunque ahora creo que se han vuelto ingratos con su tierra. Yo los conocí hace años. Respeto cómo vive, cómo sufre y cómo se alegra… ah, el pobre indio; lo conozco, por eso hablo de él. Escucha, te lo confieso: ese indio que yo respeto, que yo amo, me ha robado mi casa, mi escuela, pero yo siempre lo he perdonado, yo los perdono hasta ahora. ¿Por qué? Porque soy como ellos, sé que su ignorancia los limita; sé que es más humano que muchos”.
Además de señalar que no tiene una persona inolvidable en su vida, salvo su mamá, Tomasa Luján Dueñas (“el recuerdo de mi mamita lo llevo siempre en mi corazón”, confiesa), me dice que ya no tiene libros de cabecera, como antes. “Lo que más admiro, cada vez que despierto, es esa capacidad del hombre de inventar. La rueda, por ejemplo, ¡qué maravilloso invento!”, me revela, entusiasmado. Luego calla un momento.
Me mira a los ojos, entonces, y me habla: “yo no voy a Puno hace más de diez años, no sé cómo estará todo por allá. Pero dime tú, que vienes de ahí, dime, ¿cómo está?”. Yo, sujeto a mis ignorancias y mis esbirros prejuicios, intento darle algunas explicaciones que se asemejen a respuestas coherentes. Me pregunta, después, por mis aspiraciones y sueños. Le contesto. Mal, pero le contesto. Es cuando me da una naranja, se acomoda bien y repregunta: “¿tus sueños?”. Y así empieza otra historia, una que no es preciso detallar aquí.
Poesías de Efraín Miranda.
E Q
Soi una indiecita escolar. Me reconoces;
mi retrato está en folios de grandes libros;
retratada con polleras y con " uniforme".
Me pongo de cabeza y el cielo está abajo
y la tierra queda arriba; así no es mi mundo;
me pongo de pies
el cielo regresa arriba
y la tierra para abajo; el mundo comienza en mis pies,
este es mi mundo.
El mundo comienza en mis huesos,
en los truenos que respiro, en las cordilleras que empuño
y hago una madeja para tener mi imago mundi.
Mis trenzas hacen camino a la casa-, en los folios
te informaste que se destechan sacándole un palo;-
mi abuelito me dice pariguana
porque aprendo a dormir sin cerrar los ojos;
mi tío no sabe ni firmar
y mi tío materno tiene primaria
me riñe que acaso por eso come más.
Los vidrios de la escuela
desvían el Sol hasta mi patio distante;
la Escuela es la casa más grande de todo;
le he dicho a mi padre que compre una carpeta para
nosotros.
Frente a la pizarra se me adelanta una niña blanca,
a ella es quien educa el Maestro.
Lloro porque soi india y tengo una niña blanca
que el Maestro ha creado dentro de mí;
esta niña no me puede;
el Maestro le da fuerzas y sustento
el Maestro tiene grandes métodos para esa niña.
El maestro se olvida de mí, de todos los alumnos
y dice que para los indios no se ha inventado nada.
A ratos me confunde: me convierte en ella
o ella en mí;
cuando me habla el profesor, desaparece;
en cada diciembre muere y cada abril resucita.
Al concluir mis estudios se extinguirá
en la parcialidad.
(Choza, 1978)
A Z
Forastero, ¿eres un visitante
o un extraviado en mi paraje?
En cualquier caso, desconocido,
eres bien venido.
Acércate a los ojos de este viejo morador;
en años veo un hombre de hermoso rostro
labrado en piedra de cantera europea,
y son tus ropas de tan correcto aliño
pareciéreme la obra de costurero mago.
¿Quién eres?
¿A qué vienes?
¿Alguno te manda?
¡Observa y comprueba que no soi de roca ni de bronce!
¡Si te entrego a mi hija, la fecundarías;
Si me das a tu hija, la empreñaría!
Come esta porción del manso cordero;
bebe este poco del aflautado manantial:
Sírvete confiadamente del plato de mi cariño.
No tengo silleta, ni cubierto, ni alcuza, ni radio…
¡Carajo, tú, me creas necesidades!
(Choza, 1978)