Por Carlos Calderón Fajardo
Fuente: Los Andes, Puno 04/04/10
http://www.losandes.com.pe/Cultural/20100404/34576.html
El problema humano (y de la literatura) más importante siempre será el de la muerte. Pero hay muertes y muertes, muertos y muertos. El maestro Leopoldo Chiappo partió nadie sabe adónde. Se fue casi en el más absoluto silencio, uno de los pocos sabios que nos quedaban. Edgar Valcárcel también se fue y la música se volvió silenció. Debería haber simposios sobre la obra de Chiappo, múltiples conciertos con la música de Valcárcel. Me acabo de enterar que ha fallecido el maestro Gerardo Ramos, físico, ingeniero, un sabio, maestro universitario generoso y lúcido. En el Perú la gente buena se va como por la puerta falsa y después sólo queda el silencio.
Escribir sobre la muerte siempre será una forma de luchar por la vida, contra los “cultores de la muerte” como los llamaba Alberto Flores Galindo. Nooteboom escribió sobre tumbas de poetas y pensadores para decirnos que existen hombres que continúan vivos a pesar de estar enterrados. La otra cara de esa moneda es la de aquellos que la muerte se llevó demasiado pronto. La violencia de los silenciados. Un segundo silencio cargado de lo que pudo haber sido, dicho, escrito y que se truncó. Pero los que se fueron cuando todavía no debieron haberse ido, a cada instante se sientan a nuestro lado. Se nos cruza su sonrisa, algunas frases suyas reaparecen inusitadamente.
Cada promoción tiene sus poetas y pensadores que se fueron temprano y a veces sin avisar: Javier Heraud, Lucho Hernández, María Emilia Cornejo, Pilar Dughi, Josemári Recalde. Se fueron y nos dejaron una astilla clavada, una piedra en el zapato y a mí una pregunta: ¿Por qué ellos y no yo? Y si no hubieran muerto estos jóvenes llenos de sueños y Armando Rojas y Tito Flores, también jóvenes aún, que tanto amaron la vida, qué habrían escrito o pensado, ahora que todos los días los hijos matan a los padres por dinero, y los enamorados matan muy fácilmente a los que aman por celos, y los jóvenes matan por el simple afán de matarse entre sí, en el cuerpo de un pandillero, y se paga a un sicario para que asesine, y mata un violador de niños a pequeño cuerpo indefenso. De la muerte de ejércitos en guerra hemos pasado a individuos que matan individuos por la furia de las pasiones.
A Armando Rojas lo recuerdo como una brisa ligera que me sonríe. Era un atildado profesor de San Marcos que llegó a Paris en 1974 a hacer su doctorado en literatura. Una noche participábamos de una fiesta y luego de unos tragos, Armando empezó a convulsionar. Parecía ser un típico ataque epiléptico. Le hicieron un examen minucioso en el hospital universitario. Luego de los resultados los médicos le dieron una terrible noticia: la presencia de un tumor en el cerebro que por la ubicación en la que se encontraba no lo podían extirpar. Se trataba de un tumor maligno. ¿Cuánto me queda de vida? preguntó el poeta. Le respondieron que era imposible saberlo: una semana, meses, años. Diez años vivió Armando escribiendo poema tras poema con tintas de colores en el anverso y reverso del papel, hasta el día de su muerte, pocos años después.
El 26 de marzo se cumplen 20 años de la muerte de Alberto Flores Galindo. Tenía cuarenta años cuando murió. Tito se fue atacado por el mismo mal que se llevó a Armando: la presencia de un inquilino energúmeno en la cabeza.
Para que ellos renazcan debemos volver a leerlos. Se van a publicar nuevos libros de Tito y la poesía de Armando espera un editor que le haga justicia. Aquí un fragmento de un poema premonitorio de Armando Rojas:
Desastre de los cuerpos
Vivo este cuerpo con la certeza que el silencio ha de ser total
Todos los años sacudidos por una furiosa angustia vienen
a decírmelo
Ved pues lo vivido
Una cabeza dos manos cinco sentidos en pos del universo
Astros rotos perdiéndose aquí y allá
Todo lo que una existencia fue quemado al precio de su
designio
Como si vivir fuera el embate de un futuro sádico y feraz
Ved aquí mi cabeza
La ligera luz de mis tobillos
El cauce todavía visible de mis párpados
Vedme aquí en un derrumbamiento de cenizas
Para que otro viento más cruel
Y despiadado me disperse