Por Luis Jaime Cisneros
Fuente: La República, Lima, 30/05/2010
http://www.larepublica.pe/aula-precaria/30/05/2010/la-libertad-de-la-lectura
Al Consejo Nacional de Educación (CNE) lo vemos empeñado en nuevos afanes de lectura. En unión del grupo Santillana y de la Fundación BBVA del Banco Continental se ha propuesto organizar el premio Vivalectura. Se trata de premiar “las mejores iniciativas de promoción de la lectura a nivel nacional”.
¿Cuál puede ser el objetivo de un proyecto en que no invitan a leer ni te premian por haber leído sino que te estimulen a que muestres en qué medida eres capaz de mostrar tu interés en que se lea, es decir, tu preocupación cívica por pertenecer a un país de gente culta, creadora, imaginativa? Lo que el concurso quiere cuidar es la preocupación cívica de los ciudadanos. Ya sabemos, por estadísticas e informes extranjeros, que en nuestro país se lee poco y mal. Es decir, no se lee lo debido. Todos creen que es deber y responsabilidad de la escuela, y nadie toma en serio que es deber de la comunidad.
¿Por qué estimular la promoción de la lectura? Se preocupan por ella las instituciones. Esta iniciativa del CEN es un testimonio.
Confieso que un hilo de preocupación me recorre cuando oigo a mucha gente hablar de los buenos propósitos de la lectura, que nada tienen que ver con las razones por las que el CEN y otras instituciones organizan este premio. Crear ambiente para la lectura no consiste en imponerle libros al estudiante. No se trata de resaltar lo que yo espero de la lectura sino de tener en cuenta lo que la lectura espera de mí. Si no me acerco a ella con ánimo de comprender no puedo esperar que la lectura me ofrezca beneficio alguno. Si no descubro un lado que me vincule con el texto, no hay “lectura”; si no comprendo no aprovecho lo que leo. Leer supone recoger la esencia de lo que está ahí escrito. No tiene nada que ver con la grafía, si no con el espíritu que animó al que escribió eso que leo. Si no leo (es decir, si no capto) lo esencial, no he comprendido el texto. Y entonces tengo que admitir la verdad: no he leído nada. La mayor prueba: no lo puedo explicar.
Preguntemos al azar a las tres primeras personas con que tropecemos: ¿qué es saber leer? La respuesta que nos den un biólogo, un sicólogo, un neurólogo, un sociólogo, un sastre y un estudiante de secundaria serán bien distintas y hasta bien contradictorias. Para unos, saber leer puede ser (y no mienten) estar en capacidad de leer un texto. Hay quienes se perderán en una larga disquisición. En el mundo pasan de 500 millones los analfabetos. Si en el siglo XIX Recaut se quejaba de una época en que se leía mucho y se leía mal, ahora podemos afirmar que los muchachos no leen y, sin sorprendernos mucho, que los maestros no leen como los de 50 años atrás. Para unos saber leer es descifrar la sonorización de un texto: ¿cómo suena eso? En rigor, no es una mala definición, pues describe un mecanismo que resulta indispensable, tratándose de lectura oral en alta voz. Pero leer no exige ejercicio vocal alguno. Porque si de descifrar se trata, lo que reclama descifrado es el sentido. Un texto es, por un lado, expresión (sonora, si es oral; gráfica si es escrita), pero para que haya lectura real y efectiva tengo que haber logrado no solamente identificar las palabras sino comprender el sentido.
Una segunda posición: saber leer es comprender si agregamos a la definición anterior, mejor dicho, si la precisamos, diciendo que leer un texto escrito es buscar su sonorización portadora de sentido. Así lo expuso Borel-Massony en 1960. Esto de sentirse unido al autor, esta sensación de estar viviendo el tema, son los síntomas primeros de provecho y de amistad con el autor. Razón tenía Proust al calificar a la lectura como “una clase de amistad”.