Por Ricardo González Vigil
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Hoy en día Cronwell Jara Jiménez es un consagrado narrador, estudiado dentro y fuera del Perú como uno de los principales escritores peruanos en actividad; a mi juicio, el más dotado narrador de los que se dieron a conocer en los años 80, el que mejor ha retratado todas nuestras sangres dentro de ella, con variados recursos expresivos y hondura para bucear en los aspectos más complejos de la condición humana.
Pero hay que puntualizar que lo primero que leí de Cronwell Jara (antes que me remeciera en 1980 y los años subsiguientes con "Hueso duro", "Montacerdos", "La Fuga de Agamenón Castro", entre otros cuentos ganadores, varios de ellos, de concursos nacionales) fueron poemas, desperdigados en plaquetas y revistas de mediados de los años 70, en esa década tan activa en grupos y revistas juveniles. El dominio de la imagen y el ritmo, la riqueza verbal y poder de sugerencia de esas composiciones me hicieron citarlo entre los novísimos poetas de interés (aunque no había dado a conocer poemario alguno) en mi panorámico artículo "Poesía y narración en el Perú 1960-1977" (en la revista Runa del Instituto Nacional de Cultura, Lima, agosto-octubre de 1977, núm. 5, pp. 7-11). Posteriormente, esos textos fueron incluidos en la novela Patíbulo para un caballo, atribuidos por Cronwell al protagonista de dicha obra.
Esos primeros poemas asimilaban la poesía china de la dinastía Tang, con una textura diversa a la del libro que estoy prologando, pulcramente lírica, delicada y sugerente. Lo más importante es que sirvieron para mostrar que en el meollo de la sensibilidad y la destreza verbal de Cronwell Jara palpita un impulso poético, el cual se despliega con intensidad expresiva de alta calidad en sus cuentos y novelas, ungiéndolo entre los grandes narradores peruanos de poderosa vibración poética en su prosa sanguínea, turbulenta y encantatoria: Gamaliel Churata, José María Arguedas, Eleodoro Vargas Vicuña y César Calvo.
He aquí que ahora nos encandila con un poemario de gran maduración artística, ubicándose entre los poetas más singulares y hondos surgidos después de la llamada Generación del 70. La herencia formidable de las imágenes antitéticas de la poesía de los siglos XIV -XVII (de los "concetti" petrarquistas a Villon, y de ahí al esplendor conceptista de Quevedo y numerosas composiciones de Lope), más la escritura dialéctica forjada por Vallejo en Poemas humanos, han sido asimiladas y recreadas de modo personalísimo, con rasgos propios e intransferibles (liberación de cualquier dogma o precepto -religioso, ético, gramatical, lógico, estético, etc.-, sensualidad explosiva gozosa de residir en este mundo, ritmo envolvente propenso a la exuberancia verbal), en un libro irreverente y subyugante: Manifiesto del ocio. Hay una extraña sapiencial en el poeta Cronwell Jara Jiménez, de fluir libérrimo, sin catecismo ni iglesias: estirpe de los profetas, del pensamiento cuestionador de Heráclito y Diógenes, del despojamiento taoísta y budista, del testamento de Villon, de los versículos febriles de Whitman y Nietzsche.
En el lenguaje familiar, se suele confundir 'ocio' con 'perezoso'; en sentido estricto, como consigna el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, ocioso significa 'persona que está sin trabajo, sin hacer alguna cosa', más la importante matización 'desocupada de hacer cosa que le obligue' y, también, 'inútil, sin fruto ni provecho'. Ligada a esas acepciones de ocioso, 'ocio', según el mismo diccionario, no sólo es 'inacción, cesación del trabajo', sino -de modo pertinente para el poemario de Cronwell- 'diversión u ocupación reposada, especialmente en obras de ingenio, porque éstas se toman regularmente por descanso de otras tareas'; y, en consecuencia, también significa 'obras de ingenio que uno forma en los ratos que le dejan libres sus principales ocupaciones'.
Y es que, etimológicamente, 'ocio' se contrapone a 'negocio' (la partícula 'ne' implica negación del ocio). Vale para cuando la persona está libre de las ocupaciones de carácter utilitario, éstas casi siempre realizadas por necesidad y obligación, y no por deleite o inclinación a ellas. Estar libre de los ajetreos mundanos, permite consagrarse a obras de valor creativo (de ahí el elogio del "ocio creador", en boca de tantos escritores romanos, en particular Horacio), importantes para la realización personal y el logro del contento (es decir, estar contenido en uno mismo, sin necesidades vanas) y la plenitud espiritual, conforme inmortalizó Fray Luis de León al ensalzar la "vida retirada": "Vivir quiero conmigo, / gozar quiero del bien que debo al cielo, / (...) libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo".
Ese ocio auténticamente productivo, que libera de los dogmas y preceptos establecidos, de las censuras que el "contrato social" impone en cualquier organización social, cuanto más si se trata de un orden tan alienante y deshumanizador como es el de la actual sociedad de masas manejada por la "globalización" (mejor dicho, 'bobalización' manipulada por los negocios transnacionales, so capa de universalización de la información y el progreso tecnológico), es el que propala Cronwell Jara, haciendo suyo el gusto vanguardista por los manifiestos. La liberación que propugna nos lleva a lo más hondo y universal de nuestra condición humana y, más adentro o más abajo, a nuestra condición de seres vivos, instándonos a asombramos de la maravilla de existir, de sentimos parte de la energía del cosmos.
Resulta formidable cómo sintetiza las lecciones del panteísmo y el animismo (ahí la herencia del Perú milenario), con las del desasimiento místico (oriental y occidental) y los derechos universales del hombre y de los seres vivos (conquistas de la modernidad ilustrada y ecologista), tal cual podemos saborearlo en el siguiente poema:
No hay necesidad
de hablar de Dios
para estar con Dios.
No hay necesidad
de habitar en un templo
para ser la iglesia.
Mi dios es el agua.
Mi dios es el viento.
Mi cielo es la flor, la rama.
Mi paraíso, aquella nube en vuelo.
El canto de la rana y la belleza de la rosa
son mi evangelio.
No hay necesidad
de encenderse en el relámpago
para ser fuego.
Ni de besar un cáliz
para habitar
en una porción del cielo.
No hay necesidad
de cohabitar en el rezo
para vivir en el más religioso silencio.
De por sí el silencio es dios en el templo.
Su mensaje es tan universal que, a modo de un aleph, cuando lo leemos, concentra una sabiduría universal: La idea cristiana de que los seres humanos (con mayor razón que las edificaciones dedicadas al culto religioso) somos templo de Dios y la divinización de lo humano propuesta por Vallejo, más los upanishad y Tagore, las enseñanzas taoísta y Whitman, los cantos chamánicos de los indios americanos y la voz más pura de Pessoa, la del heterónimo Alberto Caeiro.
En fin, la belleza unida a la sabiduría, el arte verbal a la liberación vital. Una poesía sapiencial, ajena a los títulos universitarios y lauros académicos, adquirida -como Isaías, Jeremías y Job, pero también Guamán Poma, Vallejo y Arguedas- en la "academia de la tristeza".