Por Ricardo González Vigil
Fuente: El Comercio, Lima 23 de mayo 2004
Devastado lentamente por una penosa dolencia de varios años, acaba de fallecer, el 21 de mayo, uno de los grandes poetas peruanos: Javier Sologuren (Lima, 1921).
Su contribución brilla imponente. En primer lugar, erigió uno de los monumentos de la poesía peruana e hispanoamericana, en general de la segunda mitad del siglo XX: Vida continua, cuyo título englobó toda su obra poética, a lo largo de más de cincuenta años de fecunda cosecha. Pródiga en voces relevantes (Blanca Varela, Romualdo, Rose, W. Delgado, S. Salazar Bondy, G. Válcarcel, F. Bendezú, P. Guevara, señaladamente), la Generación del 50 ostenta como su trío máximo de artífices del idioma, espléndidos desde sus primeros libros, complejos y originales, a Sologuren, Eielson y Belli.
De modo superficial se ha querido encasillar a Sologuren como poeta puro (formando pareja con Eielson), cuando su registro creador cubre los niveles más diversos de la experiencia, testimonio intenso de la continuidad de la vida, conforme lo subraya el nombre con que reunió su obra. Algunos poemarios resultan particularmente despojados del alambique (abstracto y hermético) del purismo: Otoño, endechas (1959) y Estancias (1960); o expresan las tribulaciones existenciales (el fuego del amor, el paso del tiempo con su secuela de muerte) sin excluir alusiones al contexto social e histórico: Surcando el aire oscuro (1970), Folios de El Enamorado y la Muerte (1980), El amor y los cuerpos (1985) y Un trino en la ventana vacía (1992). Más aun: sus textos más totalizantes, y acaso más admirables, fusionan lo individual y lo colectivo, lo estético y lo ético-cognoscitivo, a manera de balance vital y memoria cultural: Recinto (1967), La hora (1981) y Tornaviaje (1989).
Añádase su capacidad para asimilar la poesía japonesa y la espiritualidad oriental, hermanado con Octavio Paz y con Eielson en ese diálogo Occidente-Oriente. También, su exploración incesante de los recursos poéticos: desde sonetos y haikus, hasta poemas visuales y prosas apátridas.
Otros aportes destacables le debemos como editor (sello La Rama Florida), diagramando e imprimiendo él mismo más de cien títulos, la mayoría de los jóvenes a los que estimuló en sus primeros pasos (figuras del 50, 60 y 70); como traductor, sobre todo de autores franceses y japoneses (mereciendo distinciones por esa labor) y como director de las revistas Creación & Crítica (codirigida con los poetas Ricardo Silva-Santisteban y Armando Rojas) y Cielo Abierto.
Un rubro especialmente notable, no suficientemente señalado por sus estudiosos, tiene que ver con su talento para la crítica literaria: criterio ponderado, amplitud de mira, sensibilidad y buen gusto. Le debemos artículos y reseñas penetrantes; igualmente, antologías sustanciosas, descollando ahí la que, en 1946, publicó con los entonces jóvenes Eielson y Salazar Bondy, fijando el elenco central de los forjadores de La poesía contemporánea del Perú, adelantándose a los alcances de Luis Monguió y Alberto Escobar.