Javier Sologuren
La vida continua de Sologuren La vida continua de Sologuren

Por Pedro Escribano
Fuente: La República, 23 de mayo de 2004

"Nada dejé en la página/ salvo/ la sombra/ de mi inclinada cabeza". El anterior es uno de los hermosos poemas de Javier Sologuren (Lima, 1921-2004) quien, para contradecirlo, nos ha dejado la belleza y la sabiduría de su poesía. El destacado poeta, como anunciamos ayer, dejó de existir el viernes pasado después de padecer el largo acoso del alzheimer. Su restos, como era su voluntad, se han echado al aire esparcido en cenizas.
 

Voz del cincuenta

Javier Sologuren, Premio Nacional de Fomento a la Cultura 1960, es uno de los poetas estandartes de la llamada generación del cincuenta junto con Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Washington Delgado, Carlos Germán Belli, Juan Gonzalo Rose y Alejandro Romualdo. Su poesía buscó la exactitud de la palabra, la belleza y la sabiduría desde una actitud íntima. Riguroso con la ética de la forma y la ética del sentido -como anotó alguna vez Abelardo Oquendo-, el verso de Javier Sologuren fue mutándose de libro a libro, hasta llegar, incluso, a asimilar la influencia de la poesía japonesa (de la que tradujo varias antologías).
Como poeta asumió la palabra en sus roles concéntricos. "Mi poesía -dijo alguna vez- se ha ido produciendo en círculos concéntricos, a modo de impulsiones que se explayan del centro cordial a la periferia y, en sentido inverso, se remansan luego".

"Lo que yo busco y reclamo en la poesía -afirmó en otra oportunidad- es el sentimiento, la vivencia profunda trasladada a un verso, no me interesa la poesía en cuanto hecho del intelecto o la razón".

Entre sus principales poemarios se hallan El morador (1944), Dédalo dormido (1949), Bajo los ojos del amor (1950), Otoño, endechas (1959), y Estancias (1960), Vida continua (1966) y Folios del enamorado y de la muerte (1980).


Poeta editor

El autor de Vida continua no solo fue un gran poeta, también fue un animador de la poesía peruana. Muchos poetas, sobre todo de la generación del 60, salieron a la luz gracias a su sello de La Rama Florida. Sologuren, con una pequeña imprenta, trajo al mundo poemarios de Javier Heraud, Antonio Cisneros, entre otros. Si bien su poesía lo retrata como un poeta elevado, Javier Sologuren fue un ciudadano de a pie, dueño de una dimensión humana que nunca exhibió. Estudió en San Marcos, al mismo tiempo trabajaba de recaudador del Ministerio de Hacienda (junto a Eielson). Consagrado, alternó con los poetas jóvenes a quienes atendía y leía con modestia.

Sologuren solía recordar que su infancia fue marcada por una sucesión de enfermedades, sobre todo el paludismo, mal que padeció largos años y que constituyó el primer acercamiento con la literatura.

Enfermo, postrado en cama, no le quedó otro mundo que el de la literatura. "Alejado de cualquier cosa propia de mi edad, sin amigos, así que aprendí a leer en la cama", escribió en la Revista Casa de Cartón 14. También la empleada de casa solía contarle cuentos de hombres sin cabezas. Estas narraciones se asociaban mejor en los momentos febriles. "De no haber sido por esta enfermedad a lo mejor mi destino hubiera sido otro, ¿no?", solía decir el poeta.

El amor también marcó al poeta. Contaba que se enamoró de su maestra, después de una prima, una chica bella, quien no le hizo nunca caso.

Sologuren se preguntaba qué poeta joven no empezó escribiendo al amor. "El amor es una suerte de sarampión poético", afirmaba.

Eielson decia que Sologuren padecía una deslumbrante enfermedad, cuyo nombre es Poesía. El poeta murió, pero su poesía es la vida continua.
 

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