Por David Hidalgo Vega
Fuente: Fuente: El Comercio, Lima 9/05/05
El antropólogo Fernando Silva Santisteban acaba de publicar un libro que explica cómo pasamos de las cavernas hasta el hombre depredador de estos días. Otro de esos trabajos apasionantes que caracterizan su larga contribución a la cultura.
Su nuevo libro es la biografía del ser humano desde sus días cavernarios hasta el actual hombre muerto de miedo. En la portada aparecen los ojos de un ser de apariencia primitiva. Es una mirada inteligente, si cabe describirla así. Es una mirada con signos de interrogación. El antropólogo Fernando Silva Santisteban, cuya vida parece descrita por esos ojos, basa el ejercicio de "El primate responsable" en una pregunta colosal: "¿Qué alteró la línea de nuestro destino evolutivo, esencialmente cooperativo e integrador y no individualista ni dominador?". Algo así como preguntarse en qué momento se fregó todo, cual Zavalita de la evolución. Silva Santisteban, sin embargo, es optimista: ha estudiado al hombre tanto para creer que no se exterminará a sí mismo.
Varias generaciones de universitarios recuerdan que sus clases demoraban porque nadie quería irse. Otros pasajes de su vida lo ubican rescatando museos casi en ruinas. Los tres tomos de su Historia del Perú --trabajados junto con Juan Mejía Baca-- son un compendio clásico. Con frecuencia es consultado sobre diversos temas de la cultura peruana: la ley del libro; la religión andina, que ha estudiado bien; el descuido de nuestro patrimonio arqueológico, que siempre ayudó a rescatar. Como en todo intelectual de influencia, su vida y su trabajo se confunden.
¿De cuándo le viene el interés en el tema del hombre?
Desde muchacho, en Cajamarca. Yo me aproximaba a los indígenas y la gente que me conocía me decía: "¿Qué tienes que meterte tú con los indios?". Es que en mi época había tres clases: los ricos, los decentes y el pueblo. Los indígenas no eran considerados.
Y a cuál pertenecía usted.
A los "decentes venidos a menos". Mi padre era abogado y maestro, un intelectual que ganaba poquísimo. Por el lado materno habíamos sido hacendados, pero ya no teníamos dinero. Mi madre había sido nieta de un médico muy humanitario y sabía preparar pomadas. Cuando se acercaban los indígenas a la chacra, ella los curaba.
¿Es verdad que un tío suyo se perdió en la selva?
Era un hermano de mi madre que se fue a la selva cuando se desató la fiebre del caucho. Un día lo encontraron destrozado, lo había devorado un otorongo.
Debió ser un trauma.
No. Años después he viajado varias veces por la selva. He tomado ayahuasca con los indios orejón, al norte. Una vez grabé la sesión. Le pregunté a todos los participantes qué habían sentido. Unos habían tenido seudo percepciones, otros, visiones organizadas. Desarrollé un artículo, pero luego no seguí.
Su relación siempre fue más fuerte con el mundo andino.
Es que mi padre hablaba quechua y me contaba historias. De hecho, eso hizo interesarme en la historia como ciencia. Tiempo después me fui a Trujillo a estudiar derecho, por la familia, pero luego me pasé a San Marcos y me interesó más la historia. Tuve la suerte de escribir un libro sobre los obrajes, que para mí fueron el origen del capitalismo en el Perú del siglo XVI. Cayó bien. Luego viajé a México para estudiar historia económica, pero allá me entusiasmé con la antropología. Tuve grandes maestros.
Debe tener recuerdos igual de buenos de su amistad con Jorge Basadre.
Muchos. Lo conocí cuando publicamos la Historia del Perú con Juan Mejía Baca y tuve que pedirle un artículo. Fue lo último que escribió. Era quien más conocía este país, extraordinariamente inteligente. Le faltaba un poco de acercamiento al mundo andino, pero esa parte la gocé de don Luis Valcárcel.
Y de Arguedas, que, entiendo, fue su compadre.
Sí, fue padrino de mi hijo Ricardo. Él iba siempre a mi casa de Cajamarca, mi madre le tenía mucho cariño. Tengo una postal que me mandó de París en la que me decía: "Ando muy deprimido. Ni París ni Viena ni Londres me entusiasman. Vuelvo al Perú a trabajar hasta donde me sea posible. Tu amistad ha sido siempre una gran compañía". Nos habíamos conocido en Lima, en el 52. Yo traía una carta del pintor Mario Urteaga para Camilo Blas y él me preguntó si quería conocer a un hombre importante. Arguedas trabajaba entonces en el Museo de la Cultura Peruana, en Alfonso Ugarte. Luego yo entré a trabajar en la Biblioteca Nacional y él llegaba por allá con frecuencia. Más tarde nos vimos en Ayacucho. Un día me llevó su libro "El Sexto". Cuando regresé a Lima, me preguntó qué me había parecido. "Me ha deprimido", le dije. "¿Y no ves una esperanza al final del túnel?". "¿La muerte?", bromeé. "¡Esa es la esperanza!", me dijo.
Por esa época usted era catedrático en Huamanga. Conoció el tiempo previo al terror.
Yo estuve en Ayacucho tres años en 1961 al 63. Por esa época llegó Abimael. Pertenecíamos a la misma facultad. Lo tratábamos como a cualquier profesor, no pensamos que podía ser el líder de un movimiento sangriento. Había una tendencia en profesores de izquierda, pero nada daba para pensar que iba a salir una lucha armada tan cruel. Ahora, también es cierto que Abimael y su gente no comprendieron que los indígenas no funcionan con sus criterios de criollos. Por ejemplo, debieron darse cuenta de que, al matar a los animales, los indígenas se les iban a voltear. Para ellos importa la reciprocidad: dar, recibir y devolver. Esto Abimael no lo utilizó bien.
Por desgracia, la gente sigue como en los años ochenta.
Es que no se ha logrado nada. Si no hay justicia, solo quedan dos caminos: guardar la memoria con tristeza u olvidarse. Y bueno, el Perú no es una nación. No participamos todos de las mismas aspiraciones. Mariátegui decía que nuestra clase dominante no ha sido una clase dirigente, un grupo que pensara también en el resto. Nuestra historia ha sido hecha por gente que han defendido su posición. No es continua, hemos tenido varios quiebres: el de la Conquista, la guerra con Chile.
Como historiador y antropólogo, ¿por qué cree que no se superan esos traumas hasta ahora?
Yo creo que son traumas superables, pero se necesita una política dirigida a superarlos. Aquí hemos mantenido los patrones más primitivos del capitalismo original y no nos damos cuenta de que el verdadero capitalismo está en la biodiversidad, el respeto a los demás. Lo único que está repartido equitativamente es la materia gris, pero no nos dejan usarla.
Al contrario, nos marginamos entre peruanos.
Es que, por ejemplo, los aborígenes no se consideran peruanos. Una vez un asháninka me dijo: "Ustedes los peruanos declararon que el Perú era para todos". Y yo le respondí: "Pero si tú también eres peruano". "No --me dijo--, nosotros estamos en el Perú pero no somos peruanos".
Hay quien quiere ver en esa exclusión la causa de tragedias como la de los brigadistas asesinados en Amazonas.
Para mí es raro pensar que los aguarunas hayan matado sin causa. El asunto es que, como se ha dicho, esta brigada estuvo en un sitio donde se siembra amapola y tal vez allí está la causa. Recuerdo una vez que un hijo mío que era camarógrafo entró por Chachapoyas para un reportaje sobre la amapola y lo agarraron a balazos. No le pasó nada, menos mal. Esa explicación es poco probable.
En "El primate responsable" usted dice que el futuro del hombre se va a decidir en la medida que asuma un orden, la ética.
Mire, nosotros somos producto de la evolución, que hemos completado junto a otros individuos de la misma especie. ¿Qué hace que nos juntemos? El instinto de supervivencia. La sociedad es una condición necesaria para sobrevivir. Allí aparece la ética. ¿Se da cuenta de la cantidad de gente que se pone a trabajar cuando nace un niño? Los médicos, las obstetras, la persona que hizo la cuna para el niño, el último obrero de la fábrica de leche. Nuestra vida es un conjunto. Si no hubiera sido por los antiguos habitantes de Iraq, que usaron la leche de vaca, no habríamos tomado desayuno.
Se nota que su mundo es la historia. Sé que está haciendo un libro de cuentos infantiles basados en mitos.
Estoy pensando en eso. Es que tuve una experiencia muy curiosa: mi nieta, la hija de Rocío, me pidió que le contara cuentos. Un día fui y empecé a contarles la historia, pero mis palabras de profesor universitario eran muy difíciles, la profesora a cada rato me decía: "Doctor, esa palabra no la conocen". Entonces les conté como pude de Pizarro, de la Conquista. Salí descontento, pero les pedí que dibujaran lo que les había contado. Al mes la profesora me mandó un fajo de trabajos y me pareció maravilloso. Allí surgió la idea de un libro en que se cuente la historia en palabras sencillas y con una página en blanco para que la dibujen luego. Voy a ver qué sale de esa idea, pero me tiene contento. Ahora estoy disfrutando mi etapa de abuelo.