Por Pedro Escribano
Fuente: La Republica, Lima 31/08/07
http://www.larepublica.com.pe/content/view/175285/28/
El vate más esquivo de la poesía peruana sostuvo un diálogo informal camino a su casa.
El poeta dijo no. "Échenme un papel con su nombre debajo de mi puerta y después vemos cuándo conversamos. Eso le digo a usted, a usted y a usted". Alejandro Romualdo repartió negativas y capoteó, mismo torero, el asedio de los cronistas. Sin embargo el autor de Cuarto mundo estaba allí, suelto en plaza, durante la presentación de la revista Martín 16 en la Sala Museo Oro del Perú, en Larcomar, Miraflores.
Esa noche del pasado miércoles fue especial. Los responsables de Martín –Hildebrando Pérez y Guillermo Thorndike–, para la presentación de la revista habían invitado a Romualdo y Carlos Germán Belli, dos grandes poetas de la generación del 50. Como hace tiempo no ocurría, ambos poetas leyeron juntos sus respectivos textos.
Después del recital, Romualdo se convirtió en el epicentro de la cita. Autografiaba libros y también cuadernos. Asimismo, atendía pedidos para entrevistas, pero el poeta, cortés, acudía a la infalible fórmula de "déjeme un papel bajo mi puerta". Estaba contento. Brindaba con pisco sour y algunos lectores fans se tomaban fotos con él.
De pronto se quedó solo. Le inquietó la hora. Ochenta años no es para exagerar tanto. Quería irse. Habíamos averiguado que Thorndike lo iba a llevar junto con Belli. Pero Thorndike estaba lejos. Era el momento que esperábamos para abordar solo al vate más esquivo de la poesía peruana.
–¿Don Alejandro, usted se ha hecho demasiado amigo del silencio?, –le comento a manera de reclamo.
–Sí... Será porque el resto es una selva– nos respondió con su voz bronca no sin soltar una risita y re- cordamos un encuentro en Trujillo hace cuatro años.
Pero el poeta busca a sus anfitriones. Se le hacía tarde.
"Pero don Alejandro, no se preocupe. Lo acompañamos", nos ofrecimos.
El vate dijo "bueno" y salíamos, cuando la voz de Thorndike a nuestras espaldas nos detuvo en seco.
"¡Alejandro!, espérate un momento, vamos a ir con Belli!".
Pero Hildebrando Pérez, que estaba con Thorndike, adivinó nuestras intenciones y abogó por nosotros. Al periodista solo le tocó decirnos: "Pedro, entonces acompañas a Alejandro".
El camino más corto en Lima es un taxi. Y era también corto el tiempo para dialogar con el poeta.
–¿Cómo usted, un poeta que cree en lo colectivo, está solo?
–Esas son circunstancias en que te pone la vida. Mis hijos están en Europa, pero esta noche me he reencontrado con amistades como Elsa Villanueva, esposa de Puccinelli.
El poeta desgrana otros recuerdos, entre elllos con Belli, con quien jugaba fútbol antes de ingresar a San Marcos en una cancha en lo que hoy es el hospital Rebagliati. Romualdo era arquero.
Busco provocarlo.
–Usted ya no toma, ¿verdad?
–Yo nunca he tomado. Nunca me gustó.
–¿Acaso por no quebrar la imagen de un poeta de la revolución?
–No es eso. Simplemente no me gustó. A veces brindé uno que otro trago, pero ahora no tanto. Ya no hay amigos tampoco.
No pocas veces hemos escuchado a Romualdo hablar sobre la guerra fría. Es un temor que aún parece perseguirle. Y es que para él entonces nuestro planeta si querrían volarlo y sí podrían volarlo, si querrían romperlo y sí podían romperlo.
"Eso no era una ficción. Era la realidad. Estados Unidos lanzó dos bombas a Japón para matar y para que dé miedo", comenta el poeta.
–Dígame, ¿sigue escribiendo?
–Ahora me dedico a la pintura.
–El poeta ahora vive de los colores.
–No, más bien de las líneas porque mis trabajos son serigrafías. Yo siempre me he dedicado al arte.
–¿Y cuáles son los temas de sus serigrafías?
–Son otra cosa. He elaborado un universo y cuando uno tiene un universo es como tener un alfabeto con el que puedes inventar palabras, crear.
El taxi se estacionó frente a una puerta azul. El poeta descendió, extrajo su llave y con un pulso de cirujano pese a sus 80 años introdujo la llave y abrió la puerta.
–¿Y cómo se llevaron con los poeta del 60? ¿Rivalizaban?
–Creo que bien, aunque ellos se apegaron a la poesía anglasojana.
–O sea, la diferencia era estética.
–No. La diferencia era ideológica. Nosotros escribíamos con el eco de César Vallejo, que leímos en la edición de Losada.
El poeta se despide, pero al percatarse de una puerta abierta al frente de su casa, comenta risueño. "Es un barcito, a veces allí me escapo cuando vienen los amigos". Ni corto ni perezoso le invitamos ir a sentarnos, pero nos dice que ya es demasiado tarde.
Nuestra compañía llegaba a su fin, le pedimos licencia para contar en nuestro diario este encuentro.
"Escríbalo usted y dígale a Mirko Lauer por qué no vino (pero Lauer sí fue, el vate no lo vio)", y se despidió con un apretón de manos.
El poeta se quedó tras la puerta azul.