Por Julio Ortega
Fuente: Identidades Nº 59, Lima 19/04/04
La lengua española ancló entre dos continentes: uno aventurero y el otro, que era el futuro, la modernidad. Por el Día del Idioma, recordamos a quienes hicieron del español transatlántico la lengua fulgurante con que podemos imaginar un destino de integración. (*)
El hispanismo es hoy transatlántico. Aunque los nacionalismos (una superstición del siglo XIX que consagró la filología al cultivo del Estado-nación) intentaron ignorar, incluso desdeñar, los métodos y protocolos de una y otra orilla de la lengua, hoy vemos que su deliberado provincianismo ha envejecido por falta de diálogo. Muchas veces los hispanismos han dicho más sobre los mismos hispanistas que sobre España o las Américas. La pregunta metódica por el lugar desde donde éstos hablan descubre instituciones jerárquicas, ideologías autoritarias, identidades robustas. El archivo hispanista divulga un canon normativo, sílabos obligatorios, poderes investidos. Su historia paradójica incluye la mitología castiza en una cultura cuya riqueza mayor es justamente la mezcla. Incluye también el exotismo “orientalista” de algunos ingleses y franceses; el neoprimitivismo nostálgico de algunos norteamericanos; y, por mucho tiempo, se define como un campo español, en verdad, exclusivamente castellano. Serán las investigaciones sobre el erasmismo en España, sobre la impronta italiana y bizantina, sobre la trama arábiga y la exégesis hebrea, sobre las innovaciones modernistas de la dicción las que abrirán el horizonte del campo, convirtiendo su monólogo en lectura entrecruzada de voces, filiaciones y actualidad. Los “estudios hispanistas” o “hispánicos” incluyen finalmente las otras márgenes del español. Podemos, en efecto, apreciar, hasta admirar una vieja historia del barroco en España, aun si no consiente el barroco del Nuevo Mundo; sólo que, en el escenario de la lectura, ¿cómo resignarse a lo ultramontano cuando contamos con la abundancia de lo ultramarino?
Cervantes solicitó un trabajo en Indias quizá porque, como sugería el Inca Garcilaso de la Vega, el Nuevo Mundo era la realización de España, esto es, un territorio de modernidad adelantada por la mezcla. Sor Juana Inés de la Cruz, a su turno, en su romance a la duquesa de Aveiro, se ofrece sierva de la gran dama con tan sagaz elocuencia que se diría ella sabe que sólo el poder letrado es capaz de recobrarla de sus penurias provinciales. Si Cervantes se imagina más libre en América, sor Juana se sueña transportada de su Casa del Respeto a la Casa del Placer, entre las monjas dedicadas al ingenio y la poesía. El horror del poder absoluto, en cambio, estremece la voz de Góngora ante el cuerpo herido del maravilloso Villamediana. Las imágenes indígenas de sor Juana brillan entre rotundidades calderonianas y adjetivos gongorinos. Sus villancicos parecen murmurados por el taciturno cordobés, a quien, según José Lezama Lima, el barroco americano le desfrunce el ceño. Lezama advirtió que la cultura americana no estaba, como había propuesto Pedro Henríquez Ureña, “en busca de su expresión”, porque la tenía plena en el barroco. La americana materia abundante (oro, plata, tabaco, chocolate, piña...) reverbera en las sílabas del barroco.
El hispanismo es la agencia del lenguaje mutuo. El español reconoce en su espejo americano no su historia, sino su porvenir: después del Índice, el canon y las censuras, los clásicos modernos americanos reeditados en España ponen al día la conversación. Otro tanto ocurre con el Quijote en Estados Unidos, leído en español como si rehiciera el camino y en inglés como si ganara otra batalla. El hispanismo internacional actualiza al humanismo: en su origen está la mezcla y en su fin.
Si la nostalgia filológica fue inventada por Petrarca cuando recuperó la Oratoria de Quintiliano y en sus manos la vio “rota y mutilada”, el Inca Garcilaso de la Vega tuvo entre las suyas los “papeles rotos” del jesuita mestizo Blas Valera, salvados del asalto inglés de Cádiz, como si la letra de la identidad remontara el fuego de la historia. Los tradujo del latín al castellano ligeramente arcaizante que aprendió en el Cusco, celebrando a Valera, “diligentísimo escudriñador”, su compatriota, como él mismo quechuahablante. La traducción se hace cargo de la pérdida, gracias al libro de los Comentarios, que acoge esos papeles quemados como nuevos capítulos. Fuente, cita, glosa, el fragmento editado pertenece al lenguaje americano: viene del quechua, pasa por el latín, y es restaurado por el castellano cusqueño, tan imaginario como creativo. Así, la nostalgia humanista ha sido sustituida por una historia porvenir: tanto Colón como el Inca Garcilaso documentan la formación de la lectura, su carácter procesal, abierta en las citaciones del diálogo, en la formación de las voces. Cervantes descubrirá la dimensión novelesca de esta lectura: la traducción, la cita, la imprenta, el libro son las formas de la interlocución, de su debate, agonía y empatía. Nunca habrá una sola lectura del Quijote y mucho menos una sola autoridad: lo moderno es una fecunda desautorización. Creer que el Quijote admite la verdad única de la autoridad documental es una arrogancia banal. Contra ese mal lector, Cervantes hizo a Sancho Panza el lector mejor: el hombre pobre, el analfabeto, lee en su ínsula, en la comedia de la autoridad, cada caso como una novela completa. Juzga, se diría, a nombre de la mayor lectura, la justicia poética. El Quijote es nuestro Elogio de la lectura.
Lamentando los tiempos de bárbara lectura que le tocó vivir, Petrarca escribió cartas a Quintiliano, incluso a Homero, haciendo de la nostalgia una forma de la crítica. Probablemente, Montaigne inventó el ensayo para mejorar la conversación. Si no hay una sola verdad, sino muchos usos y costumbres, el diálogo es el único género sin principio ni fin: una variación permanente sobre la fugacidad. Puro tránsito, el diálogo discurre como la duración del presente, y prolonga el tiempo de lo vivo. Por eso, lamenta Montaigne que Platón no hubiese sido testigo del descubrimiento de América: tendría tanto que decir sobre semejante acontecimiento. Conversar con Platón: el ensayo no sólo revela los pobres interlocutores del señor de Montaigne (que entrevistó en vano a unos taciturnos testigos de Indias); sobre todo, sugiere que el escepticismo es la crítica de lo moderno. Por eso, al “hombre natural” (que justificaría la esclavitud) prefirió “el buen salvaje” (que nos mejoraba mutuamente en el espejo del diálogo). El ensayo era la puesta en duda de la verdad única. A esa duda le debemos el oficio intelectual.
El giro modernista
El hispanismo es nuestra geotextualidad. Uno de sus grandes momentos fue la conversación “modernista” suscitada por Rubén Darío y su obra, la más innovadora. Penosamente, algunos malos conversadores decidieron oponer el “modernismo hispanoamericano” al “noventayochismo español”. No son idénticos ni mucho menos, pero son, otra vez, la lengua en el espejo: dos hablas que se refractan, después del énfasis y las dicciones, como la primera universalidad distintiva, como la modernidad reapropiada, del arte literario en español. Arte de escribir pero también de pensar desde la literatura. El hispanismo, tal como lo recibimos, se forjó en esa extraordinaria creatividad del primer español atlántico.
Borges, María Zambrano, García Márquez, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Alfredo Bryce Echenique y Enrique Vila Matas son herederos de la tradición cervantina y la poesía del modernismo cosmopolita. Como Darío, Borges excedió las fronteras de la lectura. Convirtió a la filología en hermenéutica reescribiendo un texto nunca del todo establecido (no escribió un libro, compiló sus páginas); subvirtió la tradición con el relativismo crítico (el Quijote es siempre, gracias al lector, otro Quijote); puso en duda el Archivo y el Museo de los Saberes (una página de más torna incompleta la Enciclopedia); reconoció la irreverencia creativa de los márgenes (en español somos dueños de todas las literaturas y no tributamos el gravamen de la nacional); y descreyó del sujeto del optimismo modernizador (el yo no es héroe del lenguaje, apenas su sílaba alterna).
Borges ha sido una verdadera universidad para el lector hispánico, pero sólo ahora venimos a comprobar cuánto se debe al español dialógico, a fray Luis de León, Cervantes, Quevedo, Lope, Sarmiento, José Hernández, Unamuno, Lugones... Así como Darío buscó a través del francés la música del verso español, encontrándose con las formas primarias y decires más frescos (gracia elocuente y claridad luminosa que evocan el encuentro del español y el italiano en el siglo XVI); Borges, de modo paralelo, desde la dicción latina, recorrió la concentración y tensión del inglés, y se propuso decir, en español, más con menos. Aliviar la prosa española de su doble lastre, la prolijidad “municipal y espesa” y la obligación del color local, significó también devolverle al nombre su principio de asombro. Foucault se entretuvo con la subversión borgesiana de las clasificaciones; pero más fecunda es su capacidad para hacer de la literatura la inteligencia del mundo, cifrado y descifrado como lectura gozosa.
Después de Borges, el hispanismo no podía sino ser otro. Lo liberó de su redundancia académica y del presupuesto estatal, al darle al debate literario su trama comparativa, plurilingüe, y la conciencia de su temporalidad. Gracias al modernismo, la literatura no está obligada al empaquete de su “trascendencia” y se define mejor por la agudeza de su fugacidad. Ese enigma, esa belleza, es su mayor lucidez. Gracias a esa conciencia, sabemos también que sin la fluidez de los relevos no habría, en la literatura como en la academia, lugar para lo nuevo.
Algunos actores
Pero Borges no estuvo solo. Sus prácticas de renovación fueron parte de una extraordinaria encrucijada cultural atlántica, iniciada por Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, animada por Victoria Ocampo y José Ortega y Gasset, elaborada por Amado Alonso y Dámaso Alonso, inspirada por Pedro Salinas y Jorge Guillén, y prolongada exquisitamente por Raimundo Lida y Ángel Rosenblat. El hispanismo deja el directorio de la historia literaria y se acendra en la estilística, que entre la poética y la lingüística pone al día la lectura crítica. ése es el contexto en que aparecen los grandes trabajos de los “poetas profesores”, el libro de Salinas sobre Darío y los ensayos de Guillén sobre “lenguaje y poesía”; pero también los tomos de Dámaso Alonso sobre Góngora y de Amado Alonso acerca de Neruda. Es, asimismo, el escenario reflexivo donde prosiguen Antonio Alatorre su magisterio en El Colegio de México (lector fidedigno de sor Juana Inés de la Cruz); Luis Jaime Cisneros en la Universidad Católica de Lima (le debemos la recuperación del cusqueño Espinosa Medrano, “el Lunarejo”); y Ana María Barrenechea en el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, fundado por Amado Alonso (quien incluyó en el sílabo filológico a Borges y Cortázar). En esa familia crítica, el hispanismo adquirió mayoría de edad atlántica. En los últimos años, gracias a Francisco Márquez Villanueva y Juan Goytisolo, recuperamos la lección crítica de Américo Castro, que instaló la pluralidad que somos en el monólogo autoritario que nos niega.
Críticos transatlánticos como Federico de Onís en Puerto Rico; Raimundo Lida en El Colegio de México y Harvard; Concha Meléndez y Margot Arce de Vázquez en Puerto Rico; José Luis Cano y Mario Campos en Ínsula; Ricardo Gullón, Alexander Parker, Pablo Beltrán de Heredia, George Schade y Rodolfo Cardona en Austin; José Juan Arrom, Manuel Durán y Emir Rodríguez Monegal en Yale; Alan Trueblood, José Amor y Vázquez y Geoffrey Ribbans en Brown; Graciela Palau de Nemes en Maryland; Giuseppe Bellini en Milán; José Luis Martínez en el Fondo de Cultura Económica de México; Alfredo Roggiano en la Revista Iberoamericana de Pittsburgh; Ana María Barrenechea y Jean Franco en Columbia; Francisco Márquez Villanueva en Harvard; Claude Fell y Saúl Yurkievich en París; Enrique Pupo-Walker en Vanderbilt; Daniel Reedy en Kentucky; Joaquín Marco en Barcelona; Luis Monguió y John Alexander Coleman en Nueva York; Peter Earle en la Hispanic Review; Zunilda Gertel, Martha Morello Frosch y Juan Bautista Avalle Arce en California; Iván Schulman en Florida; Antonio Cornejo Polar, Armando Zubizarreta y José Miguel Oviedo, entre Lima y Estados Unidos; Fernando Alegría, Cedomil Goic y Pedro Lastra, entre Santiago y Estados Unidos; Ángel González en Nuevo México y Antonio Benítez Rojo en Amherst; Margit Frenk y Margo Glantz en la gracia de su magisterio en la UNAM; y varios otros que el lector puede añadir a esta lista han ampliado durante la segunda mitad del siglo XX la orilla más fecunda del hispanismo migratorio y transfronterizo.
El hispanismo es hoy, entre ambas orillas, una agencia de espíritu crítico. Reconoce su memoria, pero se debe a los que siguen.
Se debe ahora al debate por compartir las diferencias, esto es, la forma global, posnacional, del imaginario de lo particular. Viaje de ida y vuelta entre las orillas sumadas, le toca dirimir el valor sin precio de la literatura, contra la compulsión homogénea del mercado y el autoritarismo del discurso hegemónico.
Cervantes se imaginó sobrevivir en América, sor Juana en España. Se cruzan ambos en el horizonte de la página, allí donde termina la lectura única; y donde su viaje se reanuda, de la mano de nuestros estudiantes.
(*) Ensayista y profesor de literatura hispánica en la Universidad de Brown. Ha publicado recientemente la novela Habanera.