Por Rossella Di Paolo
Fuente: Dominical. El Comercio, Lima 28/04/07
Un joven alférez es destacado a un pequeño pueblo en la selva.. El pueblo no tiene nombre -tampoco la selva- pero sí un moderno hospital, en donde lo que ocurra determinará la vida de todos. Y lo que ocurre es una extraña historia de amor entre una enfermera solitaria y un desahuciado de tuberculosis. Médicos, autoridades y vecinos actúan como una caja de resonancia, o como el coro que conjetura, censura o se apiada de la parca señorita Soria y de Juan Siélac, el polaco varado allí a poco de concluir la Segunda Guerra, y que para no contagiar debe ocupar un pabellón apartado, La Siberia, en clara alusión a un espacio de exilio y reclusión.
El cielo sobre nosotros (Alfaguara, 2007), de Carlos Garayar (Lima, 1949), se halla en la línea de esas grandes obras -como La montaña mágica, de Thomas Mann- que presentan la enfermedad no sólo como el mal concreto que es, sino como una poderosa metáfora de nuestra condición de expulsados del Paraíso, de apestados en la obligación de inventarle un sentido al sinsentido de la existencia, y de hacerlo como quien trata de llenar con aire pulmones deshechos: contra toda esperanza, con toda esperanza.
Si el sentimiento amoroso es comparable a una enfermedad que nos consume, en esta novela el amor brota y se propaga en medio de un concreto mal consuntivo. Así duplicada, la dolencia amorosa-física actúa sobre enfermo y enfermera con el mismo empecinamiento del sol y las lluvias, tan presentes aquí en su paradójica función de dañar y de aliviar.
Una de los aspectos más fascinantes de esta obra, precisamente, es su forma de plantear la rica convivencia de los contrarios. Allí están, por ejemplo, el benéfico y maléfico pisapapeles de vidrio, en una escena memorable; u observaciones del tipo: "su cuerpo terminó convertido en una pura cáscara, (...) una caverna cuyas únicas ventanas eran esos ojos, ojos que no servían para ver, sino que más bien eran tapones que solo impedían que se escapase el vacío" (p.65). Imágenes tan expresivas como esta circulan por la novela como lo haría una corriente de sangre dentro de un cuerpo vivo y la asociación puede venir a cuento, pues aquí la sangre vinculada con la tisis retorna una y otra vez, en virtud de su color, en el sol, la tierra, una centella, las pomarrosas y hasta en los párpados entrecerrados. Sugestiva atmósfera cromática para esa magnífica Pietá en que la señorita Soria queda retratada en un determinado momento: "La enfermera le acomodó las dos piernas, ahora lo tenía todo en su regazo, una mano le sostenía firmemente la espalda y con la otra podía llegar hasta los pies. Hubiese querido tenerlo así para siempre, protegiéndolo" (p. 265).
La naturaleza infecciosa del sentimiento amoroso no se limita a los dos amantes, pues alcanza toda la vida del pueblo, y es así como los que no se sienten espantados por su rigor, terminan suavemente conducidos a formas más altas de afecto.
Como en los místicos o los locos, el aire que envuelve a Santa Teresa o a don Quijote camino a sus respectivos empeños -sea al "muero porque no muero" o al mundo saneado de miserias- bien podría ser el que rodea a la enfermera Soria.
El amor se trata aquí de cuerpos y de tactos, y también de algo semejante al arrobo místico que no le teme a la muerte sino que es atraído por ella, y que encuentra en el sufrimiento un camino de perfección, al punto de que la opaca protagonista adquiere una nueva luz ante los ojos de los demás y la agonía de Siélac un inesperado sentido. Poco a poco, La Siberia va transformándose para esos nuevos, estigmatizados y solitarios Adán y Eva en un fresco espacio de redención en medio del infierno de la selva. Ese "universo encapsulado" -como el paisaje de nieve dentro del pisapapeles- ese reducto, isla o cielo-Siélac, marcará un extraño tiempo fuera del tiempo, hecho de disciplinadas y estériles maniobras para enfrentar la enfermedad.
Ocurre aquí que quienes se aferran a un orden convencional se destruyen, en tanto que los capaces de crear una fe en sus sueños o códigos propios encuentran una forma de salvación. Los tres casos que se le presentan al joven alférez, por ejemplo, son archivados por éste. Como él, el doctor Luján y la enfermera Soria llegan a crear reglas de juego personales, pues han comprendido que no puede haber reglas en el juego absurdo que es la existencia. Ellos instituyen, en cambio, esa piedad que la naturaleza, e incluso la "civilización", desconocen, y la belleza de sus actos y reflexiones se revela mientras más cercados están por la desesperación o la malicia.
Su capacidad de escuchar y de ponerse -aun con dificultad- en los zapatos del otro, los hace personajes complejos. No solo complejos, sino entrañables. Y encontrarse con personajes así es una experiencia que agradecemos vivamente como lectores, acostumbrados a que nuestra literatura los talle con más frecuencia en el sarcasmo.
Resulta sugerente seguir en la novela de Carlos Garayar el derrotero en largo aliento de temas planteados en sus cuentos (Una noche, un sueño, Peisa, 1996). La presencia de nuestra Amazonía (allí sí precisada), por ejemplo, con sus pequeños pueblos entrampados en la naturaleza y las intrigas; o el poder de los recuerdos para vertebrarnos; o el amor que necesita engendrar, si no un hijo, una enfermedad; o el dolor que hace "que la vida de una persona se parezca tanto a la muerte de otra" ("Despedidas", p. 127) y conduzca a formas de abnegación extremas; e incluso ese azar capaz de intervenir tan objetivamente en nuestros actos.
Estamos ante una novela realmente espléndida, en la que un narrador de largas, hermosas y envolventes frases nos introduce como flotando en el mundo sensualmente ralentizado de las zonas tropicales. Un narrador que "respira en la nuca", ora de este o de aquel personaje, pero nunca del enfermo extranjero, preservando así su enigmático papel de portador de un orden distinto. Es sugestivo que en un momento cercano al desenlace, esta omnisciencia dé paso a una seguidilla de voces en primera persona, pues nos contagia la sensación de que una gran nube se ha roto de pronto en numerosas gotas. Esto refuerza la persistente lluvia real que nos ha acompañado durante el relato, y, en otro plano, refuerza la sospecha de que el cielo sobre nosotros no es uno y el mismo; que el cielo sobre nosotros puede ser muchos pequeños y arduos cielos construidos en soledad a nuestra imagen y semejanza.
El cielo sobre nosotros, Carlos Garayar.
Alfaguara, Lima, 2007