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Fuente: Identidades Nª 96, Lima 7/11/05
Autor de varios libros de cuentos, como Monólogos en las tinieblas, Cuaderno de agravios y lamentaciones e Historias para reunir a los hombres, Antonio Gálvez Ronceros ha desplegado estrategias narrativas que resaltan la vasta tradición oral y popular de raigambre afroperuana.
La crítica literaria concuerda en que oralidad ha constituido y constituye un elemento fundamental para la narrativa peruana. Sin embargo, este rasgo, aparentemente canónico, ha sido asimilado por los discursos criollo y mestizo como su eje principal, descartando a lo afroperuano de todo aporte literario. Su participación en tanto productores y sujetos de discursos ficcionales es un acierto en la obra de Antonio Gálvez Ronceros (Chincha, 1932).
El escritor posee el mérito de compenetrar su prosa en un momento singular para la narrativa peruana: la representación de lo rural desde caracteres socioculturales propios. En efecto, a diferencia de Valdelomar, en que los relatos giran en torno a la memoria, en Los ermitaños la imagen del ambiente costeño supone la representación que los propios sujetos construyen de sí mismos. El corpus narrativo intenta representar el carácter mítico que alberga el imaginario colectivo en la Costa peruana. Los relatos, en consecuencia, responderían a una unidad colectiva: la imagen popular de los “aparecidos”. El título mismo aludiría a aquellos personajes ocultos, asumidos por la creencia popular, y que gozan de una riquísima literatura oral, vinculados al poder de los hacendados y sacerdotes católicos enviados anteriormente a sojuzgar y explotar a las comunidades agrarias.
En la mayoría de los textos, la muerte se apropia del espacio ficcional y detiene el tiempo con la finalidad de reunir la tradición prehispánica y el mundo contemporáneo. No cabe duda, en este sentido, de la importancia de los “aparecidos” en la Costa peruana y su función para restablecer el orden en las sociedades rurales de esta región del país. En esta visión coherente del mundo, como sucede en los cuentos “El Buche”, “Joche” (quizá el más logrado de los relatos) y “El desaparecido”, las ánimas de los aldeanos mantienen su propósito de proteger a sus parientes vivos.
En “Joche”, los difuntos retornan al mundo terrestre para ser reverenciados al igual que en la antigüedad: “¿Por qué visten a los muertos si se los van a comer los gusanos? (...) Clarito vi al Joche comido de gusanos y un frío me cruzó de lado a lado”. De esta manera, la tradición oral ha incorporado el permanente conflicto entre hombre y alma, lo que supone la evidente dualidad en el imaginario popular peruano.
En “El animal está en casa”, el hacendado Ricardón asume la fisonomía de un can rabioso. Los peones se congregan ante el patrón; ejercen el predominio del espacio ficcional y conllevan a prevalecer la figura de los desposeídos sobre los dominadores.
No se trata de un interés satírico del narrador para ridiculizar a los grupos dominantes. Antes bien, la figura del perro, en tanto eje integrador entre el hombre y la muerte en la mitología prehispánica, se tergiversa para atemorizar a los pueblos costeños.
Por último, “Sombreros”, “La compra” y “La cena” están trazados por un hilo conductor común: la preponderancia de la masculinidad, bien como único referente en el discurso, bien como vínculo al grupo social dominante. Si bien la subalternidad de la mujer en “La cena” respondería a su relación con los pobladores, el vínculo patrón-siervo asigna al varón el centro de la vida comunitaria andina; en “La cena” lo masculino implica la supremacía sobre la pobreza a través de la adquisición de automóviles, objetos asignados a los terratenientes: “en vez de comprar burros, que se mueren, mejor uno de estos animales que no comen pastos”.
En el Perú, el “ermitaño” hace referencia a esos caminantes solitarios (agricultores o peones) que son atacados por los “pishtacos” o “sacaojos”, tanto en la Costa como en las zonas altoandinas, con el fin de extraerles la grasa [1]. Ya en la etapa republicana, éstos serán identificados con los latifundistas y empresarios extranjeros. No obstante, si el narrador encubre su presencia, ella es fácilmente reconocible en cada uno de los relatos.
Junto con Eleodoro Vargas Vicuña, Antonio Gálvez Ronceros reinventa la memoria colectiva dotándola de una admirable construcción narrativa en función de sujetos desligados de espacios y tiempos reconocibles.
La presente edición del primer libro de Gálvez Ronceros viene precedida por un desafortunado prólogo de Luis Alberto Ratto, en el que se advierten datos biográficos del autor para entender el sentido del título. Es difícil discrepar, no obstante, con Ratto en que se trata de una acertada reedición por parte del Instituto Nacional de Cultura y que debiera, además, comprometer a las afamadas editoriales nacionales con los autores más acreditados de la literatura peruana.
[1] Tomado de Juan Ansión (editor). Pistachos. De verdugos a sacaojos. Lima, Tarea, 1989.