Por Jorge Paredes
Fuente: Dominical. El Comercio, Lima 05/06/05
A quince años de la muerte de Alberto Flores Galindo. Heredera de Mariátegui y sobre todo de Arguedas, la obra de Alberto Flores Galindo (1949-1990) fue el último gran intento por repensar la historia peruana desde el lado menos visible: desde ese mundo andino, lugar de agravios y de exclusiones, pero también espacio de mitos y de utopías. ¿Tiene hoy vigencia eso que llamó utopía andina?
Una pregunta persiguió a Alberto Flores Galindo hasta sus últimos días: ¿Qué hacer con el Perú? Una interrogante desesperada que aún hoy quince años después de su desaparición física es imposible responder. Tal vez porque la pregunta nos conduce irremediablemente a muchas otras conjeturas e interrogantes, a las cuales el propio historiador trató de dar respuesta a lo largo de una obra que no fue tan vasta, pero sí de una originalidad y profundidad pocas veces vistas en las ciencias sociales peruanas.
Como la mayoría de intelectuales surgidos entre las décadas del sesenta y setenta, marcados por el mayo del 68 francés, la lucha antiimperialista, la guerra de Vietnam, la revolución cubana y el régimen velasquista, Flores Galindo se sintió obligado a dar una respuesta a la crisis secular que agobiaba a la población peruana, a propugnar un cambio radical. Sentía el deber del héroe convocado a realizar grandes hazañas, dice Gonzalo Portocarrero, uno de sus grandes amigos de los últimos años. Pero a pesar de que se decía marxista, no era el típico militante dogmático. Era, más bien, alguien que trataba de responder con originalidad a los problemas del país, seducido por la lectura de los 7 ensayos de Mariátegui, y cercano al drama particular de Arguedas y su visión de una sociedad escindida entre los Andes atávicos y la modernidad de la costa criolla.
Por eso su formación académica se inició con un estudio profundo y detenido de la sociedad colonial. Producto de esas pesquisas intelectuales nacerá uno de sus libros más importantes, Aristocracia y plebe (1984), que es una visión desencantada de la sociedad anterior y posterior a la Independencia. Ese mundo colonial y criollo totalmente jerarquizado, donde la separación por castas, posición económica y color de piel había creado un archipiélago de grupos humanos incapaces de actuar como colectividad y menos aún como nación, en síntesis una sociedad sin alternativas.
Según Gonzalo Portocarrero, después de la ejecución de este libro, que presentaba una visión trágica y pesimista del Perú, Flores Galindo se impuso la tarea de descubrir un elemento integrador en la historia peruana que contrarrestara ese mundo negado de la Independencia, donde todos desconfiaban de todos. Es así como nace su obra cumbre, Buscando un inca. Identidad y utopía en los andes, cuya primera versión apareció en 1986 y culminó en 1988. Estos ensayos que conforman el libro, los cuales se pueden leer de manera independiente o como conjunto, son a la vez un compromiso y un llamado para construir una memoria colectiva capaz de amalgamar un país fragmentado, dividido, profundamente desigual, de identidades múltiples, y hasta marcado por el odio y el resentimiento, como era el Perú de los ochenta -pero como también había sido el Perú de inicios de la Independencia y más atrás el Perú posterior a la Conquista: una república sin ciudadanos-.
Entonces se propuso mirar el pasado desde el presente -desde ese Perú en crisis y en plena guerra senderista en Ayacucho- para rastrear a lo largo de nuestra historia ese elemento común. Así nace la tesis de la utopía andina.
La unción del inca
La palabra utopía -lo dice el propio Flores Galindo- es por definición ambigua y es utilizada para designar algo que no tiene lugar ni en el espacio ni en el tiempo y para muchos es sinónimo de imposible. Tomás Moro, quien acuñó el término en 1516, lo utilizó para describir una ciudad ficticia que no tenía emplazamiento alguno. Algo de eso tiene la utopía andina planteada por Flores Galindo, con la diferencia de que esta suerte de fantasma estaba inscrito en la mentalidad colectiva del hombre andino. Esta idea se había ido formando con el tiempo, siendo su génesis el momento mismo de la captura del inca en Cajamarca, episodio trágico que marcó el fin de un orden conocido -heterogéneo, jerarquizado y autocrático- y el inicio de un sistema no menos violento, mucho más desigual y desequilibrado, el régimen colonial que exterminó física y espiritualmente a millones de personas que correspondían a diversas etnias y tradiciones, anulándolos bajo el apelativo de "indios" y justificando la dominación en una supuesta superioridad de credo y de raza. Según Flores Galindo esa sociedad cercenada fue recreando un imaginario utópico de redención, transformando la idea del inca y del Tahuantinsuyo en sinónimo de sociedad justa y feliz que, extrapolada en el tiempo, recuperaría en algún momento su lugar perdido, y castigaría a sus avasalladores. Una especie de recuperación del pasado no desde el presente, sino como sinónimo de futuro. Esta utopía se encontró con el milenarismo católico y el mesianismo de los Andes y generó mitos como los de inkarri -La cabeza del inca decapitado está reconstruyendo su cuerpo y cuando esté completo emergerá a la superficie y volverán los tiempos del Tahuantinsuyo- o el pachucuti, la inversión del mundo de dominadores y dominados al final de los tiempos actuales. En medio de este imaginario, Flores Galindo ubicó las rebeliones de Lima de 1666, de la selva central en 1742 con Juan Santos Atahualpa y la propia rebelión de Tupac Amaru II en 1781 en el Cusco, pero también los levantamientos de criollos como los de Gabriel Aguilar, un personaje que impulsado por sueños proféticos, pensó erigirse en el nuevo inca ungido por Cristo en 1805, diciendo que embarcaría a los españoles de vuelta a su tierra para recuperar pacíficamente el mundo de los indios. Delatado por uno de sus seguidores, fue apresado, juzgado y ahorcado a la edad de 32 años.
El caudillo
Esta idealización del imperio incaico ha viajado a través del tiempo con diversos actores y en diversas circunstancias atravesando castas, clases sociales hasta convertirse en un rasgo unificador de ese amplio y heterogéneo mundo mestizo del siglo veinte, o hasta ser adoptada por elites políticas que utilizarán su impulso de acuerdo a sus intereses: Leguía se hacía llamar el Wiracocha y daba discursos en quechua sin saber hablar este idioma. "Lo andino es el lado negado de lo criollo", dice Gonzalo Portocarrero para agregar que políticos tan distintos como Leguía, Belaúnde, Velasco y Toledo han usado la legitimidad andina en la perspectiva de crear un amplio consenso.
Probablemente hoy solo unos cuantos alucinados piensen rememorar el incario como modelo social y político, pero la idea de la sociedad incaica como el único momento feliz y original de nuestra historia está presente en la mente de los peruanos, sin importar ya su raza ni su geografía.
Puede parecer que la historia de Buscando un inca está desfasada y anclada en los años ochenta con un proyecto socialista hoy imposible, pero lo más importante y vigente de esta propuesta se mantiene: esa noción de lo andino como continua invención. "De una matriz cultural viva", dice Gonzalo Portocarrero. Algo que el propio autor vislumbró unos meses antes de morir, en una carta abierta de agradecimiento a sus amigos en los últimos días de 1989 (Flores Galindo moriría un 26 de marzo de 1990), donde les pide reencontrar la dimensión utópica. Ver que el Perú moderno no podía ser una realidad mientras subsista la postergación del campo y la ruina de los campesinos. Critica el liberalismo y mantiene su tesis socialista, pero no duda en pedir buscar otra receta en todos los campos y volver a lo esencial del pensamiento crítico.
El autor no lo vio, pero esa recuperación de lo andino se reproduce hoy de distintas maneras y en este espectro demográfico amplio y diverso que algunos quieren encasillar con el nombre de mundo popular emergente.
Esa idea inconsciente de buscar un inca está vigente también con toda su carga negativa, en ese reclamo de vastos sectores sociales no de instituciones o de proyectos viables y sólidos, sino de hombres providenciales, de caudillos u outsiders, lo cual nos ha hecho caer repetidas veces en proyectos autoritarios que han empantanado hasta el hartazgo la vida republicana.