Por Luis F. Vilcatoma Salas
Fuente: Los Andes, Puno 16 ago 2009
http://www.losandes.com.pe/Cultural/20090816/25875.html
La más reciente publicación literaria de Jorge Flórez Aybar se denomina “La agonía de Kamáchiq”, novela de fácil y de rápida lectura y de sorprendentes destellos ideativos e intuitivos sociales y culturales, que conducen a pensar en problemas y temas que atraviesan dolorosamente el cuerpo social conflictuado y desangrado del Perú, ese Perú todavía ignoto e incomprendido que, acontecimientos dramáticos y terribles, como los de Ilave y Bagua nos lo recuerdan con latigazos de certidumbre, cada cierto tiempo.
La globalización, el neoliberalismo, la crisis de los grandes paradigmas y la caída del interesadamente llamado “socialismo real” allá por los años 80 del siglo anterior, condujo a alteraciones y modificaciones sustanciales en el cuadro subjetivo de los actores sociales del mundo contemporáneo como, en este caso, de actores como Kamáchiq, comprometido con el drama social desde la perspectiva marxista vigente y dominante en ese momento en los movimientos sociales disruptivos del denominado “tercer mundo”; de manera tal que el procesamiento de la mutación subjetiva e intersubjetiva que acontece sigue líneas diferentes y, a veces, conflictivas entre sí: la línea osificada del marxismo oficial mecanicista y violentista seguida, sin ir muy lejos, por “sendero luminoso”; la línea de un neomarxismo heterodoxo integrativo y abierto al mundo de la cultura, desarrollada por la izquierda de corazón gramsciano; y la línea de lo “propio” anti-universalista que halla en la cultura, la cosmovisión originaria y el lenguaje de los apus, la revelación del mundo por venir, que en realidad es el mundo del “atrás” siempre invívito y marcado a fuego en la memoria colectiva de la gente andina. Kamáchiq al fin de cuentas desemboca, animado por su telúrica vocación social, en esta última perspectiva inentendida por el mundo oficial eurocéntrico anegado de corrupción, cuyas fuerzas represivas, singularizadas en “Rata Blanca” no pueden entender atinando sólo a responder con la soberbia, el odio y los mecanismos compulsivos de la lejanía de los gobernantes y la clase social ahíta de poder, lascivia y de pringue materialista.
La palabra “agonía” expresa sufrimiento en la lucha; entrega dolorosa y atrición comprometida, en el más insondable sentido de la política; como la “agonía” de Mariátegui magistralmente estudiada por Flores Galindo en uno de sus inmortales libros de investigación. Es la “agonía” de kamáchiq que se resuelve progresiva y contradictoriamente en el abandono del marxismo staliniano mecanicista, y la asunción de la “ideología” andina, con un breve tránsito por el libreto de un anarquismo que lo siente y considera insuficiente para desenvolver el plexo cosmológico entre su unicidad y el universo simbólico andino, como una nueva forma de protagonismo “revolucionario”: “La única manera de derrotar al mundo occidental, no es con las armas, sino con el pensamiento, su desarrollo nos permitirá manejar el tiempo y el espacio”, piensa Kamáchiq en sus años de madurez.
Sin embargo esta “agonía”, en su sentido más nítido, no es la “agonía” sólo de Kamáchiq sino de la sociedad plural escindida ontológica y éticamente. Es la “agonía” espasmódica del choque de dos civilizaciones, de la civilización descartiana occidental y la civilización andina, en el sujeto individual y colectivo incapaz de encontrarse y reencontrarse en espacios vitales auténticos, de raíces frescas, maduras y propias. La “agonía” del diálogo y el conflicto intercultural no resuelto en la subsistencia cotidiana de las desdichas y felicidades, como también de la “revolución” que es una forma, también, de convivir con las desdichas y felicidades.
La interculturalidad irresuelta palpita en el “marxismo” primafásico de Kamáchiq cuando se declara “marxista” pero de un marxismo incompetente, por su propia naturaleza, para dar cuenta de los “fracasos” prácticos de la utopía y la metamorfosis del capitalismo mundial, como ha sido el “marxismo” del “senderismo” que arrinconó al país durante varios años, coproduciendo, junto con los aparatos de coerción del Estado, el baño de sangre más grande de nuestra historia republicana. Distanciamiento que en la incomprensión arrebatada conduce a Kamáchiq a gesticular: “No somos una nación...No estamos en la capacidad de construir nuestra propia nación”, y a buscar en el anarquismo una respuesta intelectual y una praxis fascinada por la autonomía y la libertad proudhoniana (“El Principio Federativo” de Pierre- Joseph Proudhon), que tampoco lo convence, hasta escuchar el llamado de los apus y recalar en la cosmovisión y los valores de la cultura originaria quechua y aymara donde, finalmente, el pensamiento, como la luz del rayo que rasga la obscuridad, concluye en numerosas intuiciones vitales como las siguientes: “Nosotros procedemos de Lemuria, o sea, los aymaras. Por lo tanto, hay que seguir investigando sobre nuestros orígenes, porque los lemurianos son gente de otro planeta. Estudien todas las zonas donde haya restos arqueológicos, por ejemplo, Tiwanaco. Somos lemurianos. Allí la muerte no existe, estoy seguro que mi alma vivió hace ya mucho tiempo y estoy seguro que seguirá viviendo”...”Soy un simple sacerdote...Y antes de irme, quiero recalcar que hay dos hechos sociales fundamentales que se producirán irremediablemente: el mito del Incarri y el Taqui Onqoy”.
Kamáchiq y los personajes que lo acompañan: Saywa, el amor de su vida, Clara, Jorge Luis, Camila y Obaya, entre otros, son el símbolo de la escisión existencial y ontológica que responde no sólo a la bifurcación clasista de la sociedad, sino más aceradamente a la separación epistemológica e ideológica que no puede encontrar en la política la cumbre de la filosofía para el cambio, hibridando activa y creativamente las tensiones del pensamiento occidental con las tensiones del pensamiento andino, en un desarrollo de aquella arquitectónica frase del Amauta José Carlos Mariátegui de que el socialismo en el Perú “no será calco ni copia”.
La narración, en consecuencia, transita por una atmósfera de melancolía y angustias metafísicas que se respiran en el ambiente, que los fogonazos de alegría incontenida, a veces infantil, vivenciados por Kamáchiq y Saywa; los destellos iridiscentes de la geografía andina que acuchillan la imaginación de lector con hermosos paisajes de tierra insondable y bronca, y las magistrales descripciones de circunstancias en las que Flórez Aybar es irrecusable maestro –“pisaban sus propias sombras arrojadas por la luz de la luna”; “las pajas tiemblan y se enredan en el polvo”; “las olas que se desovillan perezosas en la arena de las playas”-; no consiguen aplacar.
Kamáchiq adviene, al término de todo, en el extremo de su vida, en un Zarathustra nieszscheano de corte andino que desparrama sabiduría con cierto aroma fundamentalista: “Íré a otra dimensión, pero volveré. Mi cuerpo, ahora, es un haz de luz, por eso atravieso la materia. Mi cuerpo puede morir, acabar. Pero mi espíritu, que se halla alojado en mi piel, irá como el viento por todos los rincones de la tierra”, le dice a Saywa, afligida por la pronta e irremediable despedida. Pero ¿cuánto de la política real y efectiva no ha sido fruto de la superación dialéctica de los fundamentalismos?, ¿cuántos partidos históricos no han advenido de sectas iniciales?.