Por Jorge Paredes
Fuente: El Dominical. Suplemento de EL Comercio, Lima 17/06/07
Amazonía del Perú, del historiador Waldemar Espinoza. En seiscientas páginas Waldemar Espinoza recorre cinco siglos de historia de la selva peruana. Un trabajo monumental que no solo reúne datos históricos, sino también información geográfica, etnográfica, cartográfica y recupera la memoria de cientos de etnias y pueblos de esa región. Así lo demuestran algunos grabados del libro que ilustran estas páginas.
Los jíbaros secaban los cadáveres de sus familiares muertos a fuego lento, hasta que quedaban reducidos a momias. Después los enterraban cerca de sus casas, con sus armas, una tinaja de chicha y algunos plátanos. Si era mujer la inhumaban con sus alhajas y si eran niños los ponían en un recipiente lleno de leche exprimida de los pechos de su madre. Los jefes de la etnia záparo practicaban la poligamia y sus esposas vivían en armonía. Entre el Napo y el Putumayo, habitaban los orejones. Los lóbulos de sus orejas eran tan largos que colgaban sobre sus hombros como si fueran tripas y se les hacían orificios por donde pasaban tarugos de hasta 15 centímetros de diámetro. Los cahuinari del Putumayo vivían desnudos en clanes de 20 a 25 familias en casas de un solo cuarto que parecían plazas techadas. Por las mañanas, la atmósfera era tan cargada y nauseabunda que nadie que no fuera del clan podía soportarla.
Cientos de historias como éstas recorren este monumental libro de Waldemar Espinoza (Amazonía del Perú, Fondo Editorial del Congreso), que recupera la historia, entre los siglos XVI y mediados del XIX, de la Gobernación y Comandancia General de Maynas, extenso territorio que abarca hoy los departamentos de Loreto, San Martín, Ucayali, el norte de Amazonas y cuatro provincias orientales del Ecuador.
Mito y verdad
La primera noticia que recibieron los colonizadores y conquistadores europeos de la selva fue un reporte mitológico. Hasta Panamá llegaron las voces que hablaban de la existencia del dorado, una tierra protegida por caudalosos ríos, vegetación abundante y una fauna colosal, donde vivía un cacique que se cubría el cuerpo con polvo de oro. Tempranamente, desde 1533 (dos años antes de la fundación de Lima) salieron de Piura y Quito expediciones que buscaban adueñarse de tesoros fabulosos. Hasta 1580 se sucedieron expediciones en pos del dorado, exploradores como Sebastián Benalcázar, Alonso de Alvarado y Alonso de Mercadillo (quien se dice fue el primero en tocar el Amazonas, tres años antes que Orellana), penetraron en la selva baja, tomando contacto con etnias y tribus. La geografía hostil, la falta de alimentos, las enfermedades, el contacto con poblaciones que vivían en el paleolítico, y no con tesoros y riquezas, hicieron que el mito del dorado se diluyera y fracasara la conquista militar de la Amazonía.
"Los españoles no encontraron en la selva pueblos tan organizados ni civilizados como en la costa y la sierra, en otras palabras no hallaron siervos sino nómadas, entonces paulatinamente fueron abandonando la montaña. Como los ejércitos y las armas fracasaron hubo la necesidad de confiar el territorio a otro tipo de ejército: al ejército de los sacerdotes", dice el historiador Waldemar Espinoza.
En gran medida la colonización de la selva se debió a las órdenes religiosas. Tanto mercedarios, dominicos, agustinos, franciscanos y jesuitas se adentraron en territorio agreste para evangelizar y establecer misiones. De todos estos grupos, los jesuitas fueron los que más influyeron en Maynas, donde fundaron 173 centros poblados, en zonas que hoy corresponden al departamento de Loreto; mientras que los franciscanos levantaron misiones en el Huallaga y el Ucayali. Muchas de las historias de estos religiosos lindan con la leyenda. Waldemar Espinoza narra el caso del padre valenciano Rafael Ferrer que a inicios de 1605 comenzó un periplo por la selva sin más provisiones que una imagen de Cristo, un breviario y un papel para apuntes. Navegó más de mil leguas y descubrió varios ríos a su paso. "Y todo lo hizo solo, sin más guía que el Sol, la Luna y las estrellas del firmamento" (p.119).
El padre Francisco de Figueroa, que escribió una célebre Relación con las costumbres de las etnias de Maynas, fue muerto violentamente el 15 de marzo de 1666 por un grupo de cocamas del Ucayali. "Lo ataron a un árbol para cortarle y le sacaron los huesos por las coyunturas, uno por uno, mientras él cantaba y predicaba, hasta que ya no pudo más y se le fue la vida" (p. 189). Otro caso excepcional es el del padre alemán Samuel Fritz, quien recorrió la región de los omaguas por más de 40 años y fue uno de los misioneros más importantes de todos los que poblaron la selva a lo largo del siglo XVII y mediados del XVIII. Especialista en mediciones terrestres, el padre Fritz trazó el mapa más completo del Amazonas de su tiempo (1707), señaló por primera vez a la laguna Lauricocha como el nacimiento del Marañón, al sur de Huánuco, destruyendo la antigua creencia de que el origen de este río (afluente del Amazonas) era el Napo. En 1688, Fritz había fundado 41 pueblos y tenía bajo su mando a 40 mil habitantes. A su muerte (1725), su cuerpo fue enterrado en el altar de la iglesia de Jeberos y fue venerado como santo por las gentes del lugar. Cuarenta años después, cuando un terremoto destruyó la iglesia, solo se halló dentro del ataúd los zapatos y ropa. Lo demás había sido devorado por las hormigas carnívoras marabuntas.
Reducciones y ciudades
De todas reducciones fundadas por los jesuitas, la que tuvo mayor relevancia fue Iquitos. Espinoza precisa que esta ciudad fue fundada en 1740, aguas arriba del Nanay, y no en la época de Ramón Castilla como creen los loretanos. Por su parte, los franciscanos fundaron Satipo y Pucallpa. Espinoza tardó más cuatro años en reconstruir cinco siglos de una historia dispersa e ignorada. Visitó archivos y bibliotecas en Sevilla, Quito, Cajamarca, Trujillo y Lima y recuperó no solo la historia total de la selva, sino también la memoria de naciones enteras borradas por el tiempo, de rebeliones notables como la de los jíbaros, que nunca pudieron ser doblegados por los misioneros, o la de Juan Santos Atahualpa, que en 1742 mantuvo en jaque al poder español y creó una zona liberada en el corazón del Gran Pajonal, cuya autonomía atravesó la Colonia y la República y duró ciento cinco años. En 1848 Ramón Castilla envió un batallón a recuperar el último pedazo de selva que aún permanecía rebelde al Perú oficial. Ahí empezó otra historia.
W. Espinoza: "Siempre existe incomprensión con pueblos diferentes"
¿De todas las etnias que conformaban la selva, cuáles eran las más importantes?
Cerca de cien etnias fueron catalogadas, conocidas y estudiadas por los jesuitas y los franciscanos, que nos han dejado crónicas sobre la vida y costumbres de estas gentes. Es difícil decidir cuál fue la más importante, pero puedo decir que los omaguas, que habitaban las orillas del río Amazonas, fueron los que llegaron a desarrollar una actividad comercial y estaban próximos a dar el gran salto para crear un estado, proceso que fue interrumpido con la conquista y las epidemias que mermaron considerablemente su problación.
¿Cuánto de mito y de realidad hay respecto a la reducción de cabezas y la antropofagia?
Siempre existe incomprensión con pueblos diferentes a los nuestros. La reducción de cabezas fue un arte y una ciencia que practicaron antiguamente los shuar (llamados jíbaros por los españoles) con sus enemigos, y consistía en sacar los huesos de la cabeza mediante procedimientos mágico-religiosos hasta reducirla al tamaño de un puño. Hubo tribus antropófagas en el norte del Amazonas y en zonas que corresponden al actual Madre de Dios. Guaman Poma relata que Huayna Cápac reclutó nativos antropófagos en un lugar cerca del Cusco a donde eran llevados los delincuentes para ser devorados. El sabio italiano Antonio Raimondi encontró en el Amazonas una etnia que cocinaba y comía a sus muertos. Y cuando él preguntó por esta costumbre, los más viejos le dijeron que preferían ser comidos por sus parientes a ser devorados por los gusanos y que más bien cuando los misioneros prohibieron esta práctica la gente lloraba porque no quería podrirse en la tierra.