Por Marcel Velázquez Castro
Fuente: El Dominical, Suplemento de El Comercio, Lima 20/01/08
http://www.elcomercio.com.pe/edicionimpresa/Html/2008-01-20/el-ultimo-exquisito.html
La Universidad Católica acaba de publicar Obras reunidas de Enrique A. Carrillo, mejor conocido por su seudónimo Cabotín. Fue el más refinado representante de la crónica modernista en la escena local. Desde su columna "Viendo pasar las cosas" comentó con estilo e ironía los fuegos fatuos, las figuras sociales, y el ritmo del tiempo de una Lima que vivía una modernización social acelerada.
El vasto y valioso periodismo peruano de las dos primeras décadas del siglo XX revela una consolidación de la cultura de lo escrito, un desarrollo de la comunicación visual, una sensibilidad cosmopolita y una reflexión crítica sobre la vida privada y el orden público de la sociedad. La experiencia de la modernidad y sus nuevas formas de sociabilidad encuentran en las páginas de los periódicos y revistas de la época no sólo su formalización sino también sus caminos de constitución. Así como el fonógrafo, el teléfono y el cine revolucionaban las tecnologías de comunicación social, la prensa se renovó drásticamente gracias a los cables de noticias que llegaban mediante el telégrafo y a la creciente inserción de fotografías y caricaturas.
La conversación frívola, pero elegante fue la gran protagonista de la intensa sociabilidad en hoteles, salones, clubes, cafés. Esta nueva sensibilidad requería de un género narrativo breve, ágil, leve, ora humorístico, ora irónico, siempre amable con el lector. La crónica modernista fue el formato discursivo preferido para hablar de la ciudad y sus cambios sociales, del teatro y sus artistas, de los novedosos medios como el tranvía eléctrico y el automóvil, de las fiestas y sus mujeres, de la inédita vida nocturna, de la política y sus avatares. Carrillo, Yerovi y Valdelomar son el trío fundacional en nuestra tradición.
EL PRIMER CRONISTA DE LA MODERNIDAD
Las crónicas de Cabotín se publicaron en diversos periódicos y revistas de la Lima de la belle époque, también denominada República Aristocrática. Su columna "Viendo pasar las cosas" apareció en Actualidades, El Diario, La Prensa, La Opinión Nacional y Mundial. Adicionalmente, escribió poesía, relatos y una notable novela. Fue un personaje singular, un hombre culto que disfrutaba del inglés y del francés como lenguas literarias, pero no olvidaba la majestad del latín ni los recovecos de la prosa castellana. Cosmopolita y sibarita, su talento pasó casi inadvertido entre sus contemporáneos. Luis Alberto Sánchez recuerda así su rostro de niño feliz: "redondo, sonriente, lampiño, al cual su inconmensurable miopía daba un aire de curiosidad burlona".
Sus crónicas son modelos de concisión, expresividad y originalidad. Desde la nostalgia o la sorpresa, desde el entusiasmo o el malestar, sus textos van iluminando la ciudad y la sociedad en sus aspectos más íntimos, cultivó con éxito el arte de encontrar lo significativo en la turbamulta de lo cotidiano.
Condenó firmemente las antiguas costumbres electorales que sobrevivieron en la nueva república de notables: "El garrote y el revólver, hábilmente alternados con la butifarra y la chicha, eran los elementos decisivos en lo que ha dado en llamarse la batalla de las ánforas" (381). Su ironía brilla en dos textos de antología: "Las viejecitas" y "El día de una limeña": "Una vieja parienta es el mejor adorno de un comedor"; "en la flamante 'ciudad del siglo XX', las viejecitas no tienen ya razón de ser, y por eso, para acabar con las que quedan, vamos a implantar el tranvía eléctrico"; "la limeña trabaja (.) borda o teje, cose o escribe postales a las amigas ausentes. Hasta hay algunas que leen.¡Palabra de honor!"
Su amor por el mar y los balnearios se aprecian en su delicado lirismo para referirse a Chorrillos: "Y había una oculta y exquisita poesía, en esos paliques, durante los cuales la vista seguía el vaivén de las ondas y contemplaba cómo la espuma despliega su cauda de plateados encajes sobre las guijas pulidas y relucientes".
A veces adopta una perspectiva nostálgica en defensa de tradiciones populares limeñas como la colorida y bulliciosa nochebuena con fuegos artificiales en la Plaza de Armas, en la cual "corrían el pisco y la chicha de las mesitas de las vivanderas, remojando los dorados tamales y los apetitosos chicharrones". La burguesía moderna construye su distinción cultural aboliendo las fiestas populares. Por ello, sentencia el cronista: "vemos, con ojos mortecinos, cómo se disuelve una nacionalidad".
A continuación un ejemplo de la fuerza evocativa de sus imágenes que combinan creativamente colores, sonidos y conceptos: "La limeña, recostada en su carruaje, se deja ganar por el encanto del crepúsculo. La noche undívaga y muda desenvuelve sus crespones. Silban los grillos en el césped su aire monocorde. Con sordo batir de membranas pasa un negro tropel de gallinazos"
El terso lenguaje de sus crónicas fluye con un ritmo inconfundible. La diestra adjetivación, la descripción sintética y colorida, la singularidad de la mirada y la fina ironía que enriquece la perspectiva nos remiten a una época en la cual el periodismo y el arte todavía se comunicaban.
LA NOVELA DEL OJO AJENO Y EL RIDÍCULO LOCAL
Cabotín publica Cartas a una turista (1905), la primera novela modernista y una pequeña pieza maestra en el arte de novelar la frivolidad de las costumbres burguesas. Esta novela estructurada sobre la base de epístolas nos ofrece la visión y las redes sociales de una joven mujer extranjera que desea extraer "el sabroso substractum del gozo inmediato y presente". Chorrillos, "humilde pueblecillo, con humos de balneario aristocrático", recreado bajo el nombre de Trapisonda es el vaporoso escenario de un fallido romance entre la joven inglesa Gladys y el limeño Cardoso, a tropical man, la escena culminante es descrita por la protagonista así: "la mano atrevida se posó sobre la mía y la presionó suavemente".
Las alusiones a las novelas de registro melodramático que se publicaban como folletines en los periódicos de la época aparecen en el mundo representado de la novela letrada. La protagonista deja "correr las horas leyendo unas obras insípidas de Carlota Braeme", y se burla de la adjetivación recargada y los estereotipos de la misma: "todos los lores de la Braeme son unos Adonis (...) que se casan con campesinas".
Un lenguaje cuidado y elegante, ornamentado con giros en francés e inglés que apuesta por la sutileza y la sugerencia. A contracorriente de la poética realista, lo no-dicho adquiere centralidad. La visión oblicua y condescendiente del criollismo de aldea, la trayectoria moderna y pragmática de la protagonista, revelan la voluntad de formalizar por primera vez una sensibilidad cosmopolita en el seno de nuestra tradición narrativa. La evocación de la ciudad perdida "que sueña inclinada sobre su playa anchurosa, donde la espuma de plata dibuja incomprensibles signos" alcanza, paradójicamente, una perturbadora concreción material. Las Obras reunidas de Cabotín, precedidas de una introducción de Miguel Ángel Rodríguez Rea, contienen también todos sus poemas y sus escasos, pero agudos textos de crítica literaria. Su memorable prólogo a la Canción de las figuras (1916) de José María Eguren inicia con perspicacia la revaloración del poeta barranquino.
La prosa de Cabotín se levanta como un alto testimonio de la elegancia espiritual del modernismo limeño, y como un señero ejemplo de que es posible incendiar el museo de los lugares comunes en el periodismo.