Por Enrique Sánchez Hernani
Fuente: Dominical, Suplemento de El Comercio, Lima 26/08/07
http://www.elcomercio.com.pe/edicionimpresa/Html/2007-08-25/imecdominical0775203.html
A pesar de su importante obra narrativa, Carlos Calderón Fajardo ha sido poco entrevistado y su vida pública se reduce a la que prodiga a sus amigos, aunque los autores jóvenes lo visitan bastante. Tras publicar La segunda visita de William Burroughs el año pasado, ahora nos sorprende con la entrega de El huevo de la iguana (Editorial San Marcos, 2007), una novela que en 1982 ganó el entonces importante concurso Gaviota Roja y que no se había publicado. Esta es la crónica de una visita al escritor.
Tiene la fama de ser un hombre retraído y que detesta el mundanal ruido, de alguien que ha cedido a las honduras de su trabajo como escritor, en incanjeable tiempo completo.
No aparece mucho en las páginas de los diarios ni es asistente asiduo a congresos literarios. Pocos conocen su apariencia y en su derredor se ha formado ese mito. "No por causa propia", dice.
Sentado en su casa de San Antonio, ríe y habla sin pausa. Hasta pensamos que es locuaz. Carlos Calderón Fajardo, el autor de un manojo de cuentos y novelas que lo sitúan como uno de nuestros más notables escritores, bromea con el destino que le han imaginado algunos, el de un escritor obstinadamente escondido.
Historia es la crónica de una predestinación. Él iba a terminar como escritor tarde o temprano. Su padre había estudiado medicina en Berlín y lo envió por el mismo camino a cumplir el mismo destino. Pero allá paró en Viena, a estudiar filosofía, aunque de niño había querido ser marino.
Año de 1963. Tenía 17 años y una enfermedad lo iba a poner en otro camino. Contrajo TBC y paralizó sus estudios. Un médico le aconsejó entonces que podía dedicarse a leer y escribir; él le prestó libros como la correspondencia entre Goethe y Schiller, y la obra de Hesse, Rilke, y Nietzche. Así empezó todo.
Y luego continuó en Lima. Su padre, de vida proclive a la bohemia, era amigo de personajes como Juan Gonzalo Rose y Martín Adán, que terminaron variándole la existencia al muy joven Calderón Fajardo.
Pero en Viena, poco antes que contrajera la enfermedad, otra personalidad influiría en su vida. José María Arguedas, por entonces, había asistido a un congreso de escritores en Alemania y fue invitado a Viena por Claudio Solari Swayne --hijo de Enrique, el dramaturgo-- y compañero de cuarto de Carlos.
Arguedas aceptó y pasó casi un mes conviviendo con este último, paseando por la ciudad y bebiendo algunos tragos. Se hicieron amigos, a pesar de la diferencia de edades. Cuando Calderón Fajardo vuelve al Perú, en 1970, prosiguieron frecuentándose. "Yo lo vi hasta una semana antes que se suicidara -rememora--.
Estaba muy tenso, me saludó muy a ligera. Si yo hubiera sabido lo que iba a pasar, no lo soltaba ni un minuto".
LOS AMIGOS Y LOS DÍAS
De esa época el escritor también recuerda que su padre venía de Lima trayéndole mensajes escritos en servilletas: "Carlos, tu padre me ha hablado de ti, quiero conocerte". Firmado: Martín Adán. Hasta que una vez accedió a tener una cita con el poeta y su padre.
Se tomaron unos tragos en una fonda del centro de Lima. Al novelista le fascinó la solvente cultura que manejaba ese hombre de aspecto extraño, enfundado en un gabán negro, y que vivía en el nosocomio Larco Herrera. Después sólo lo vería eventualmente.
A quien sí frecuentó fue a Gonzalo Rose. El poeta se venía caminando desde su casa en Chorrillos hasta Barranco, para que le prestasen dinero para irse a Lima, viaje que continuaba con su padre, con dirección hacia algún bar, a proseguir la tertulia. Recuerda riendo que antes que el vate viajase a Alemania pidió ver a su padre con urgencia; éste se asustó pues pensó que era por algún tema de salud.
"No -le corrigió el poeta--, sólo quiero que me enseñes a decir 'deme un trago' en alemán, con eso me basta". A él también lo pudo ver antes que la muerte lo agazapara. Eso ocurrió en el café Ovni, que Juan Gonzalo frecuentaba en la Residencial San Felipe. "Estaba muy hinchado por la enfermedad -recuerda Calderón Fajardo--, parecía un buda.
Le pasé la voz, pero no me contestó. Así que me senté a su lado. Después de un tiempo me miró: 'Hola Carlos, cómo estás', y volvió a ensimismarse". Él piensa que se sentaba allí para que la ciudad viese cómo se estaba muriendo.
El novelista rememora con afecto a otros miembros de la generación del 50: los poetas Javier Sologuren, Pablo Guevara y Washington Delgado, con los que pasaba largas horas conversando. "Eran muy generosos con los jóvenes", admite. Pero tal vez el más entrañable fue su amigo Julio Ramón Ribeyro.
Luego de curar medianamente su enfermedad en Viena, y ya convencido que sería escritor, marchó a París. En el barco que lo había llevado al Viejo Continente, había conocido a una chica peruana, Alida Cordero, que marchaba a París. Y a ella fue a buscar. Consiguió su dirección en la embajada peruana y se enteró que se había casado.
Al tocar su puerta, en un barrio cercano al cementerio de Père Lachesse, le abrió la puerta un señor bajo y delgado. Como Calderón Fajardo no conocía de literatura peruana, tan sólo la alemana, no lo reconoció. "Soy su esposo, Julio Ramón Ribeyro", le informó.
Cuando el esposo de Alida se enteró que Carlos venía a la Ciudad Luz a hacerse escritor, se escandalizó que no lo reconociese, pero inmediatamente se asombró de su amplio conocimiento de las letras alemanas. "Julio Ramón se quedó con la boca abierta que alguien tan jovencito no supiera nada de la literatura peruana pero tanto de la alemana", ríe al recordarlo.
Desde entonces pudo frecuentarlo, entre los años 64 y 65, haciéndose muy amigos. En su casa parisina asistió a un privilegio: pudo conocer a Donoso, a Cortázar, al ecuatoriano Adoum y a otros escritores de la generación del 50 como Scorza y Chariarse. Con todos ellos, amigos de Ribeyro, pudo mantener charlas sobre una multitud de temas, entre vinos y medianoche.
Cuenta el novelista que cuando Julio Ramón publicó Los gallinazos sin plumas en la celebérrima editorial Gallimard fueron juntos hasta una librería del Barrio Latino, a admirar cómo se veía el libro en las vitrinas. Scorza le recomendó que al ir a Lima conociese a César Calvo.
Así lo hizo. Llegando a Barranco lo fue a buscar a la Casa de la Poesía, pero quien le abrió fue un Rodolfo Hinostroza de 22 años. Al final se hicieron muy amigos pero nunca llegó a conocer a Calvo. Ahora los hijos de ambos escritores son muy amigos a su vez.
LA VIDA Y SUS MODELOS
De toda esta pléyade de iluminados, Calderón Fajardo admite que quien fue un modelo para él fue Ribeyro. En el 74 regresó a París y reanudó sus charlas con el autor de La palabra del mudo.
En ese año las tertulias también congregaban a Alfredo Bryce, Armando Rojas y otros. Por esos años Julio Ramón le revisaba sus escritos, línea por línea, anotándole palabra por palabra. "Y aunque Julio Ramón en sus diarios dice que no tiene influencia sobre mí -añade--, yo sí pienso que tengo algo del mundo ribeyriano, además de su influencia humana".
En eso quizá se parezcan, en su cautela por abordar el mundo, con sencillez y parquedad. Con bastante humor admite que su estilo de escribir está vinculado al discurrir filosófico, por su influencia alemana, y muy metódico, por haber padecido TBC, lo que lo obligaba a cumplir horarios de reposo. "Somos un club -sonríe--: están Ciro Alegría, D. H. Lawrence, Kafka, Camus, Manuel Bandeiras.
Somos el club de los narradores con TBC", y estalla en carcajadas. Ha trabajado como Sociólogo, especialidad que estudió en la Universidad Católica, lo que le permitió comprarse una casita en Punta Negra, donde se queda a vivir la mayor parte del año. "Yo soy el hombre que mira el mar.
A mí Lima no me gusta", añade. Después ha sido profesor de la UNI, donde con ironía cuenta que ingresó ganando 500 dólares como jefe de práctica y que luego de 25 años, tras jubilarse como profesor a dedicación exclusiva, salió con 300 dólares.
Y se ríe con ganas nuevamente, como durante toda la conversación. Casado con una médica ecuatoriana, señala que gracias a ella pudo solamente trabajar como profesor y dedicar el resto de su tiempo a escribir. "Sin ella hubiera tenido que laborar en otras cosas, porque tengo tres hijos", precisa.
Tampoco le ha dado mucho a la bohemia. Añade: "Soy un hombre más bien tranquilo". Esto a despecho de haber frecuentado a los narradores del Grupo Narración, bohemios natos, grupo al que, sin embargo, no se incorporó nunca. "Ni ellos me lo pidieron ni yo, probablemente, lo hubiese aceptado", precisa y explica que para ello se requería cierto compromiso político militante que no le interesaba.
A ellos llegó congregado por Oswaldo Reynoso, en el célebre bar Palermo. Desde entonces su trabajo con la palabra ha estado dedicado más a su labor con la palabra que a tratar de figurar. "Se han hecho la idea que soy un hombre huraño, esquivo, tímido -reconoce--, cosa que no soy.
Porque si hay alguien que tiene amigos, soy yo. Eso es un mito". Reconoce que ese rasgo lo heredó de Ribeyro, su gran amigo. Y ahora que ha publicado El huevo de la iguana, sigue, calmo, su labor de escritor, esperando el futuro, levantándose a las 5 o 6 de la mañana, dedicado a su obra, que los críticos deberán enfocar ahora con más constancia. Lo merece.