Por Sandro Bossio
Fuente: Ciudad Letrada Nº 1 - Noviembre 2000
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Acopló dificultosamente los broches del corpiño, conteniendo la respiración, y cuando terminó era otra vez una mujer de líneas armoniosas. Estaba de espaldas al camastro. Cogió la blusa de la silla, pero antes de ponérsela le quitó el polvo de dos palmadas.
El venusterio era un recinto de concreto sellado, estrecho, de esquinas irregulares y polvorientas. Hacía tiempo que la humedad desconchaba sus paredes. El hombre, sentado al filo de la cama, terminó de sujetarse los pantalones, apoyó las manos atrás, sobre el cúmulo de frazadas revueltas, y levantó los ojos con cierto desencanto: la mujer seguía moviéndose de espaldas, cadenciosamente, inserta en el trapecio solar que caía de la claraboya y encendía sus cabellos como una llamarada. El pito del barco sonó por primera vez.
-De verdad que lo veo y no lo creo -dijo él-. Tantos años que no venías.
-A pesar de todo -le contestó ella-, sigues siendo mi marido.
La pieza tenía la atmósfera cargada y hasta ella llegaban, ralas aún, las pestilencias marinas. Espaciados, se oían los coletazos del mar contra las rocas. El hombre apartó la vista y sus ojos iniciaron un veloz recorrido por los muros llenos de costras.
-¿Y cómo están ellos? -preguntó, sin atreverse a mirarla, aun sabiendo que ella continuaba vistiéndose, con la cara vuelta hacia la pared, y que no podía reparar en su turbación.
-Toyita se casa la próxima semana -dijo la mujer, abotonándose la falda-. Rodrigo se recibe de paleontólogo a fin de año.
-¿Saben que estoy aquí?
-No -dijo ella. Terminó de asegurar las hebillas de sus zapatos y sólo entonces levantó el rostro para mirarlo.
El hombre se sintió atravesado por una mirada inyectiva.
-Sin vainas -dijo.
-Hubiera sido muy difícil para los niños aceptar que a su padre lo metieron preso por estúpido -continuó ella-. Fue más fácil decirles que habías muerto en el intento. Eran chicos, me lo creyeron. Viven convencidos de que te mataron los oficialistas.
El hombre tragó saliva. Moduló la voz.
-Hiciste mal -dijo con alguna dureza-. Dentro de poco habrá indulto y estaré libre y, lo quieras o no, veré a mis hijos. Les diré la verdad.
Ella sonrió, poco convencida de lo que oía. Tiró con fuerza de ambas puntas del pasador y la abertura del chaleco entrecruzada por los ojales y la tramilla, quedó definitivamente ceñida a su cuerpo. En ese momento, una bandada de gaviotas surcó la cuadra de los locutorios, muy bajo, y sus graznidos siguieron oyéndose hasta después de que se hubieran alejado. La mujer dio un paso, desprendiéndose dócilmente del bloque luminoso, y tuvo que empinarse mucho para alcanzar la claraboya. Rápidamente contempló el exterior. Vio la línea delgada del mar. Vio el sol granate, horadando el grisáceo horizonte; cuadrillas de alcatraces y pardelas; y un pelícano, parado sobre la alambrada del presidio, batiendo las alas a contraluz. De pronto sintió la voz del hombre y sus dos talones pisaron tierra al mismo tiempo. El pito del barco, grave como una tuba, perforó el ocaso por segunda vez.
-¿Y cómo anda el país allá afuera? -preguntó él.
-Hambre, manifestaciones, congresistas --enumeró ella-. Además nunca falta un imbécil como tú que quiere derrocar al presidente.
Entonces, con el torso desnudo y sudoroso, con los pies descalzos aferrados al piso como garras, el hombre sintió el primer hincón. Se sujetó las sienes con ambas manos y sacudió la cabeza. Podían ser los caracoles que había comido al mediodía.
A los pocos meses de haber llegado a la isla, había aprendido a comer los especimenes que el mar escupía. Al principio, miraba de lejos a los presidiarios que sacaban sus brazos por la alambrada y se llevaban a la boca lo que encontraban en la arena, y él se juraba no hacerlo nunca porque los mariscos crudos le parecían repulsivos. Pero vino la huelga de los cocineros. Entonces -más por hambre que por dignidad- se vio obligado a masticar caracoles hasta astillarse los dientes. Ese día aprendió a comer berberechos y lapas, que desprendía con cuidado de las rocas, y a rumiar algas e hinojos del mar. Con sus amigos, en una ocasión, valiéndose de anzuelos y varas, logró arrastrar desde la playa una gigantesca estrella de mar. La trozaron y tostaron en una barbacoa, pero no pudieron terminarla porque los paralizó su nauseabundo sabor a sangre arenada. El tiempo le enseñó que la carne de las guaneras, ahumada o marinada con limón, era el mayor banquete que se podía imaginar en esa prisión de convictos políticos. A veces, cuando no había niebla, al frente miraba con nostalgia el gigantesco perfil de la ciudad y no perdía las esperanzas de volver a ella algún día.
Ahora la habitación estaba totalmente impregnada del intenso olor de la costa. El crepúsculo retrocedía y proliferaban las sombras en las paredes.
-¿Sigues trabajando? -preguntó el hombree, con lentitud.
Ella se ladeó para responderle y su rostro quedó nuevamente incrustado en la luz rosácea de la claraboya.
-Sí, esta vez con una tribu selvática -dijo-. Estoy elaborando una monografía sobre los záparos del Alto Amazonas. El año pasado viajé dos veces a conocerlos de cerca.
El hombre se quedó pensando.
-Tus ojos me siguen aterrando -dijo luego, casi con dolor, con una dureza inusual que le comprimía la lengua-. Igual que tu nombre: Kassandra, como esas tarántulas venenosas del norte.
Ella no le prestó atención y avanzó hasta la puerta. Descorrió el pestillo y volteó. El hombre había cerrado los párpados y respiraba fatigosamente. Tenía todavía las imágenes fragmentadas del impetuoso forcejeo de hacía unos momentos: dos manos presionándolo, un muslo plegado, un cuello en reposo donde él, como tantas veces, había clavado su boca en una urgente succión. Recordó los labios huidizos que, pese a sus esfuerzos, no había alcanzado a besar ni una sola vez. Trató de ver a la mujer, pero únicamente distinguió un perfil desdibujado por la bruma. Trató de hablar, pero su voz, esta vez, se extinguió en una especie de ronquido.
-No te esfuerces -le dijo ella-. No te dolerá mucho.
Entonces abrió la puerta y una ráfaga de vientos escorzados se metió, bufando, a la habitación. Afuera las gaviotas seguían chillando de hambre y los alcatraces planeando inmóviles sobre las peñas. Una ola golpeó contra las rocas y, por unos segundos, provocó una explosión de vidrio molido. La mujer tuvo que levantar mucho la voz para que el estruendo no le arrebatara las palabras.
-El primer síntoma es la mudez -continuó-. La lengua se te enrosca y no puedes hablar. Después vendrá la ceguera. El veneno de los záparos que me unté al cuello hará su trabajo en unas horas.
Al salir, la mujer vio a un policía paseándose por el pasadizo mojado, y recordó con placer cómo había logrado engañar a todos y meter el veneno al presidio a pesar de la drástica revisión del ingreso. Nadie podría culparla de nada. Antes de cerrar la puerta agregó, con energía:
-No es justo que tus hijos pasen esta vergüenza. Recuerda que lo hago por ellos.
Dolorosamente, ya tendido en la cama, el hombre escuchó el tercer pitido que anunciaba el regreso del barco con las visitas y, al mismo tiempo, los pasos de su mujer alejándose hacia el embarcadero. Entonces se tendió de espaldas en la cama. Sintió dolores extremos en el cuerpo. Debían ser los caracoles.