Por Carlos Eduardo Arroyo Reyes
Fuente: La Hoja Latinoamericana, 30 de julio de 2003
http://www.rodelu.net/lahoja/lahoja55.htm
En el Perú que José Carlos Mariátegui (1894-1930) encuentra en marzo de 1923 —cuando retorna de Europa— no se sabe casi nada sobre la nueva literatura rusa. Como si las agujas del reloj del tiempo se hubiesen detenido en el momento de la caída del zarismo o el triunfo de Lenin y los bolcheviques no hubiese provocado ningún cambio cultural de importancia, muchos intelectuales peruanos todavía creen que la literatura rusa se reduce a Miguel Arzibachev o Leonid Andréiev y casi nadie conoce siquiera los nombres de Alexandr Blok, Andrei Bieli o Valeri Briúsov, los tres grandes representantes del simbolismo ruso que se adhieren a los Soviets y pertenecen al ciclo de la literatura rusa de la revolución. Tampoco se sabe nada acerca de Vladímir Maiakovski y los otros poetas futuristas que apoyan decididamente a los bolcheviques y cantan a la revolución, ni de Serguéi Esenin y los imaginistas o de Anna Ajmátova y el acmeísmo. De ahí que, aún a comienzos de 1925, en un artículo sobre Iliá Ehrenburg y la nueva literatura rusa, Mariátegui comente lo siguiente: «El escritor ruso Iliá Ehrenburg, cuyo temperamento artístico habíamos apreciado ya en la traducción francesa de su libro Juno Jurenito y en algunas de sus Historias inverosímiles, nos ha dado últimamente una prueba de su aptitud crítica en un sustancioso ensayo sobre la literatura rusa de la revolución. El tema es, sin duda, interesante, sobre todo para un público a quien no ha llegado de la literatura rusa nada posterior a Gorki, Arzibachev, Andréiev y Merezhkovski y para quien son todavía ignotos Briúsov, Bálmont y Blok». (1) La misma preocupación aflora en una carta que por esa fecha Mariátegui le escribe a su amigo Ricardo Vegas García, Jefe de Redacción del semanario Variedades, donde muestra su extrañeza ante el hecho de que muchos intelectuales peruanos todavía crean que la novísima literatura rusa es la de Andréiev: «Puede ser que se consiga usted también, en su búsqueda en las revistas extranjeras, retratos de Vladímir Maiakovski, de Boris Pilniak, de Andrei Bieli, de Ehrenburg, de Alexandr Blok, etcétera, para un artículo sobre la nueva, o mejor, la novísima literatura, ya que para muchos la nueva es todavía la de Andréiev» (2).
El terco embrujo de Andréiev y Arzibachev
Mariátegui no exagera cuando a mediados de la década del veinte las emprende contra aquellos que todavía creen que la nueva literatura rusa es la de Andréiev o la de Arzibachev. Conocido como «el apóstol de las tinieblas», Andréiev es uno de los más grandes escritores profesionales de la Rusia de la pre-guerra. Lejos de inscribirse en los rangos de la nueva literatura que insurge con la Revolución de Octubre, es un típico novelista y dramaturgo fin de síècle que se siente atraído por los tonos sombríos del decadentismo y hace gala de una morbosidad que tiene algo en común con las cavilaciones de Fiódor Dostoievski sobre el sentido del mal. Escribe diversas obras narrativas como La risa roja, Los siete ahorcados, La voz de la carne o Sacha Yegulev. De estas obras, la que prácticamente lo lanza a la fama es Los siete ahorcados, que aparece en 1908 y se agota al cabo de unos cuantos días. También incursiona en el teatro y compone piezas de la calidad de Hacia las estrellas, La vida del hombre o Judas. En sus inicios, Andréiev se muestra rebelde y misántropo e incluso es encarcelado por sus actividades políticas, pero después se transforma en un conservador que apoya la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial, ataca a la Revolución de Octubre y cruza la frontera con Finlandia, para desde allí escribir apasionadas denuncias contra Lenin y los bolcheviques. En marzo de 1919 lanza un desesperado llamamiento para que los aliados intervengan en Rusia y acaben de una vez con los Soviets. Fallece al poco tiempo, a raíz de un ataque al corazón (3).
Arzibachev es otro de los escritores rusos que goza de mucha popularidad en el período previo a la guerra. Dominado por el culto al sexo, la muerte y la desesperación, escribe una serie de libros como La muerte de Iván Lande, Millones, Sanin, El límite o La tumba de las vírgenes. La obra que prácticamente lo saca del anonimato es Sanin (1909), cuya publicación provoca un escándalo similar al que cincuenta años después suscita El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence. Se dice que varios de los discípulos de Arzibachev, después que leen sus cuentos y novelas, donde el fenómeno del suicidio aparece como un motivo común, llegan a quitarse la vida. También confecciona diversas piezas teatrales como Celos, La ley del salvaje o El mal. Arzibachev se inicia como un bohemio rebelde, pero, al igual que Andréiev, termina oponiéndose a la revolución y se refugia en Polonia, desde donde anima la publicación de un semanario que se distingue por sus ataques a la causa soviética. Muere en 1927, cuando la estrella de la fama y la popularidad ya lo ha abandonado (4).
Andréiev y Arzibachev llegan a tener una gran influencia en España y América Latina. Tanto que hasta los integrantes de la llamada «generación del año 20», que son los que acusan el impacto directo de la Revolución de Octubre, tienen problemas para romper con el embrujo del naturalismo y el sexualismo de estos dos escritores rusos. Así, en ese hermoso libro de memorias que es La arboleda perdida, el gran poeta español Rafael Alberti deja constancia de la profunda impresión que a comienzos de los años veinte le causa la lectura de la novela Sacha Yegulev, de Andréiev, que le regala un pariente suyo que trabaja en una conocida casa editorial: «Extremadamente cariñoso conmigo —recuerda Alberti—, Luis me recibía en su oficina de la casa Calpe, editorial en la que trabajaba. A él debo el aumento de mi cultura literaria, pues, siempre generoso, rara era la mañana que no volvía a casa con un montón de libros bajo el brazo. Aquella colección Universal, de pastas amarillentas, nos inició a todos en el conocimiento de los grandes escritores rusos, muy pocos divulgados antes de que Calpe los publicara. Gógol, Goncharov, Korolenko, Dostoievski, Chéjov, Andréiev... me turbaron los días y la noche. Hubo una novela, entre todas, que impresionó profundamente a la juventud intelectual española, sobre la que soplaban ráfagas fuertes de anarquismo: Sacha Yegulev, de Andréiev, autor que por aquellos años había muerto en Finlandia, lejos de la revolución de Lenin, que no alcanzara a comprender. Yo figuraba entre esos jóvenes a quienes la juventud heroica y aventurera de Sacha quitó el sueño» (5).
Por la misma época en que Alberti y otros jovénes españoles se estremecen con la lectura de Sacha Yegulev, de Andréiev, las novelas de Arzibachev inundan las librerías de América Latina y son prácticamente devoradas por la «generación del año 20». En Chile, por ejemplo, Sanin, el personaje central de la popular novela de Arzibachev, es tomado como modelo por los anarquistas, los poetas y los estudiantes. Otro tanto ocurre con Andréiev, que es el escritor de moda. Sus novelas —La risa roja, Los siete ahorcados, La voz de la carne o Sacha Yegulev— pasan de mano en mano e inquietan el sueño de muchos jóvenes latinoamericanos. Algunos de ellos, como Pablo Neruda, se sienten tan identificados con Andréiev, que cuando empiezan a escribir sus primeros artículos de crítica literaria —en 1923, para la revista Claridad— firman con el seudónimo de Sacha, tomado de la novela Sacha Yegulev. Por ese entonces, Neruda también lee con fruición El océano, del mismo Andréiev, que tanto influye en su obra El habitante y su esperanza (6). En el Perú, en mayo de 1923, tibios aún los últimos rescoldos de su pasión juvenil por este tipo de literatura decadentista y finisecular, el mismo Mariátegui declara que en materia de prosa su predilección se divide entre Máximo Gorki y Leonid Andréiev (7).
De modo que cuando Mariátegui las emprende contra los que todavía se sienten deslumbrados por la literatura de Andréiev y Arzibachev quizás también está terminando de ajustar cuentas consigo mismo o, mejor, con lo que aún queda de su denominada «edad de piedra». La oportunidad para este deslinde se presenta a mediados de abril de 1927, cuando escribe un artículo sobre Arzibachev, que justo por esos días acaba de fallecer. En este texto, Mariátegui parte de una constatación fundamental: que, dentro de la historia de la literatura rusa del novecientos, Andréiev y Arzibachev ocupan un lugar menos importante que otros contemporáneos suyos, como, por ejemplo, Fiódor Sogolub, que es uno de los primeros exponentes del simbolismo ruso. A partir de esta premisa, Mariátegui trata de discutir la cuestión de por qué, a nivel mundial, Andréiev y Arzibachev llegan a gozar de un renombre un tanto desproporcionado. Su idea es que la fama mundial de Andréiev y Arzibachev se debe a que éstos logran aprehender, desde el plano de la ficción, en novelas que tienen más que nada el valor de documentos psicológicos, antes que de creaciones artísticas, todo ese estado de ánimo de desolación, frustración y escepticismo en que, tras la derrota de la revolución de 1905, cae un buen sector de la intelighentsia rusa: «El mundo de Arzibachev —escribe Mariátegui— es generalmente menos atormentado y patético que el de Andréiev, pero tiene la misma filiación histórica. Su sensibilidad se emparenta asimismo, bajo algunos aspectos, con la de Andréiev. Escéptico, nihilista, Arzibachev resume y expresa un estado de ánimo desolado y negativo. Sus personajes parecen invariablemente condenados al suicidio. Suicidas larvados y suicidas latentes, hasta los del coro mismo de sus obras. El destino del hombre es, en este mundo lívido, ineluctablemente igual. El símbolo de la Rusia agoniosa, una horca. Esta literatura reflejaba la Rusia de la reacción sombría que siguió a la derrota de la revolución de 1905. Estudiantes tuberculosos, judíos alucinados, intelectuales deprimidos, componían la escuálida y monótona teoría que desfila por las novelas de Arzibachev bajo la sonrisa sarcástica de algún nietzschano de similor que acabará también suicidándose» (8).
Pero la Rusia lívida, enferma y sombría de las novelas de Andréiev y Arzibachev no es toda la Rusia de ese tiempo. Resulta que el movimiento de 1905 no es sólo una derrota, sino también una extraordinaria experiencia que es debidamente aquilatada por aquellos hombres que más tarde, en 1917, despliegan victoriosamente la bandera de la revolución sobre el Kremlin. Desgraciadamente, esa otra faz de Rusia —la de la ilusión y la esperanza— no puede ser conocida ni entendida por Andréiev y Arzibachev. Incluso, cuando el último de ellos pretende diseñar un héroe, su imaginación no va más allá de un personaje como Sanin, que aparece como un fruto de la filosofía individualista y anarquizante de Max Stirner y las ideas de Friedrich Nietzsche sobre el «super-hombre». Como dice el propio Mariátegui: «Cuando [Arzibachev] pretendió crear un héroe, su imaginación de pequeño burgués individualista inventó a Sanin, un super-hombre de provincia que no sostiene ninguna lucha —ni siquiera una auténtica agonía interior— y que exhibe como única prueba de su superioridad las victorias de su instinto fuerte y de su cuerpo lozano de animal de presa» (9).
La situación de Arzibachev también le permite a Mariátegui discutir la cuestión un poco más general de por qué gran parte de los escritores rusos que pertenecen al ciclo del decadentismo y el simbolismo, no obstante que en sus inicios hacen gala de cierta rebeldía, terminan oponiéndose a la Revolución de Octubre. Así, pensando sobre todo en los decadentes y los simbolistas rusos que en el San Petersburgo de comienzos del siglo XX se agrupan alrededor de las figuras de Dimitri Merezhkovski y Zinaída Hippius, escribe: «Arzibachev era un representante de la intelighentsia, como se llama en Rusia, más que a una élite o una generación, a un ciclo o una época de la literatura nacional. La intelighentsia era confusa y anáquicamente subversiva más bien que revolucionaria. Se nutría de ideales humanitarios, de utopías filantrópicas y de quimeras nihilistas. Cuando la revolución vino, la intelighentsia no fue capaz de comprenderla. No era la revolución vagamente soñada en los salones de Madame Zinaída Hippius entre la musitación exquisita de un poeta simbolista y las fantasías helenizantes de un humanista erudito. El pobre Arzibachev, como otros representantes de la intelighentsia, se apresuró a protestar. Con un ardimiento de pequeño burgués desencantado, combatió la Revolución que llegaba armada de dos fuerzas que Arzibachev no conoció nunca y negó siempre: la ilusión y la esperanza. Por esto, sobreviviente de sí mismo, exiliado de la historia, le ha tocado morir melancólicamente en Varsovia. Sobre la estepa rusa no se dibuja ya como antes el perfil de siete horcas» (10).
En otra parte de su artículo sobre Arzibachev, como algo que no le compete directamente, Mariátegui lanza este comentario: «Se dice que Sanin, que extremaba y exasperaba la tragedia rusa hasta lo indecible, produjo una reacción oportuna. Muchos jóvenes revolucionarios se reconocieron estremecidos en los retratos de Arzibachev. Después de sentirse impulsados enfermizamente hacia la muerte y la nada, las almas volvieron a sentirse impulsadas hacia la vida y el mito» (11). No se necesita ser muy zahorí para descubrir que aquí Mariátegui —aunque se refiere a los jóvenes rusos que logran superar la derrota de la revolución de 1905— también está hablando de él y los otros integrantes de su generación que, en algún momento de su juventud, se estremecen con las novelas de Andréiev y Arzibachev y no pueden dormir durante varias noches.
La barrera del idioma
El virtual desconocimiento de la nueva literatura rusa que tanto preocupa y angustia a Mariátegui tiene mucho que ver con un factor que es más cultural que político: la barrera del idioma. Por la época en que el autor de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) retorna a Lima, la literatura rusa de la revolución todavía no ha empezado a ser traducida al español. Eso ocurre recién a partir de la segunda mitad de la década del veinte, cuando varias editoriales españolas, como M. Aguilar, la Biblioteca de la Revista de Occidente, Ediciones Biblos, Ediciones Oriente, Cénit y Espasa-Calpe, empiezan a traducir y publicar algunas de las obras más representativas de la literatura rusa de la revolución. Así, en 1925, M. Aguilar publica el libro Literatura y revolución, de León Trotski, que aborda, entre otros temas importantes, la situación del arte anterior a la Revolución de Octubre, el problema del encuentro —y los desencuentros— entre el futurismo y la revolución, el asunto de la relación entre la escuela formalista de poesía y el marxismo, la cuestión de la existencia del arte proletario, y la posición de los bolcheviques ante el arte. En 1926, gracias a la iniciativa de la Biblioteca de la Revista de Occidente, circulan las traducciones al español de Los tejones, de Leonid Leónov, Caminantes, de Lidia Seifulina, y Tren blindado número 14-69, de Vsevolod Ivánov. En ese mismo año, Espasa-Calpe publica el libro La nueva Rusia, de Julio Alvarez del Vayo, donde aparecen —traducidos al español— algunos fragmentos de la obra poética de Vladímir Maiakovski, Anna Ajmátova, Serguéi Esenin y Alexandr Blok. Entre los textos poéticos, figuran «La canción del perro», que es uno de los poemas más bellos y característicos de Esenin, y algunos de los versos de Los doce, de Blok, que es una de las obras más representativas del ciclo de la Revolución de Octubre. El autor de estas traducciones de Maiakovski, Ajmátova, Esenin y Blok —como el mismo Alvarez del Vayo se encarga de informar a sus lectores— es Enrique Díez-Canedo (12).
Sin embargo, el proceso de traducción al español de la nueva literatura rusa aún es lento, por lo menos en comparación con lo que ocurre en Francia o Italia, donde se pueden encontrar hasta revistas —como Russia, de Ettore Lo Gatto— que se dedican exclusivamente a traducir y difundir a los escritores rusos de la revolución. Por eso, a comienzos de 1927, Mariátegui saluda a la Revista de Occidente por su iniciativa de publicar las novelas de Leónov, Seifulina e Ivánov, pero aclara que aún es muy poco lo que se ha hecho con respecto a la traducción al español de la nueva literatura rusa. Su idea es que, para tener una visión panorámica de la literatura rusa de la revolución, también se debe leer a autores como Vladímir Maiakovski, Alexandr Blok, Valeri Bríusov, Boris Pasternak, Serguéi Esenin, Boris Pilniak, Isaak Bábel o Konstantín Fedin, que todavía no han sido traducidos al español: «Empieza —escribe— a ser vertida en español la nueva literatura rusa. (Ya se sabe que la nueva literatura rusa no es la de los "emigrados" sino la de la Revolución. La que se alimenta de la savia, la emoción, el impulso, el sentimiento del orden nuevo). La Biblioteca de la Revista de Occidente ha publicado el Tren blindado de Vsevolod Ivánov y Caminantes de Lidia Seifulina. Esto, claro está, es todavía muy poco. Sólo después de conocer a Pilniak, Bábel, Maiakovski, Esenin, Fedin, Zamiántin, Lunts, Pasternak, Tikhonov, Leónov, Ehrenburg, etcétera, podrá el lector hispano enjuiciar panorámicamente la literatura rusa de la revolución. De los propios literatos del período anterior a la Revolución, tal vez los más representativos permanecen aún inéditos en español. Mencionaré a Blok, Bríusov, Remisov y Bieli. Y su conocimiento es necesario como introducción en la literatura post-revolucionaria, a la cual Blok, Bríusov y Bieli han dado su aporte, mientras Remisov, hostil al bolchevismo, ha extraído, sin embargo, de la nueva vida rusa, los temas de sus últimos trabajos» (13).
El proceso de traducción al español de la literatura rusa de la revolución mejora un poco más durante los últimos años de la década del veinte, particularmente en lo que se refiere a obras narrativas. En 1927, al poco tiempo que Mariátegui escribe su comentario sobre la forma tan lenta en que avanza la difusión en español de la nueva literatura rusa, Ediciones Biblos publica Caballería Roja, de Isaak Bábel, que es uno de los libros de cuentos más hermosos, estremecedores y perdurables de la literatura rusa de la revolución, y Las ciudades y los años, de Konstantín Fedin. Al año siguiente, Ediciones Oriente entrega a la imprenta una nueva obra de Fedin: Los mujiks; mientras que la Editorial Cénit lanza al mercado un libro que causa un tremendo impacto entre los lectores de habla española y rápidamente se convierte en una suerte de emblema del emergente «realismo proletario»: la novela Cemento, de Fedor Gladkov. Por ese entonces, la Biblioteca de la Revista de Occidente también publica El farol, de Eugenio Zamiátin. En 1929, Espasa-Calpe pone en circulación El diario de Costia Riabtsev, de Nicolás Ognev; en tanto que Ediciones Europa-América hace lo mismo con La derrota, de Alexandr Fadéiev (14). Este ciclo prácticamente se cierra con Rusia a los doce años, el nuevo libro de reportajes de Alvarez del Vayo, que también aparece en 1929 y contiene abundante y valiosa información sobre la literatura, el teatro y el cine soviéticos. En esta obra, entre otras cosas memorables, Alvarez del Vayo transcribe parte de sus conversaciones con Boris Pilniak, que aparece como una especie de «diplomático» de la nueva literatura rusa, y con Sergej Eisenstein, el director de un filme que con el paso de los años se convierte en una de las obras cumbres de la cinematografía mundial: El acorazado Potemkin (15).
Poco tiempo después, refiriéndose al avance que durante el segundo lustro de la década del veinte se observa en el proceso de tradución al español de la nueva narrativa rusa, George Portnoff escribe: «Actualmente —dice— están apareciendo en España autores rusos, hijos de la Revolución, y sus obras, como es natural, son también fruto de la Revolución. La Revista de Occidente publicó hace poco El tren blindado número 14-69, de Vsevolod Ivánov; Caminantes, de Lidia Seifulina; Los tejones, de Leonid Leónov; El farol, de Eugenio Zamiátin. En las Ediciones Biblos apareció Las ciudades y los años, de Konstantín Fedin, y otros como Cemento, que ha hecho gran sensación» (16).
La crítica en español
Otro factor que se opone a la adecuada difusión de la nueva literatura rusa en el mundo de habla española es la critica un tanto equivocada de los pocos escritores españoles que se ocupan de ella. Esos son los casos de Cristóbal de Castro, de La Libertad, de Madrid, y, en cierta forma, de Ricardo Baeza y Luis de Zulueta, asiduos colaboradores de una publicación española que tiene cierta influencia en la «formación de minorías» en América Latina: la Revista de Occidente. Al igual que los animadores de la Revista de Occidente —que llegan a difundir las obras de Ivánov, Seifulina, Leonov y Zamiátin—, Baeza y Zulueta se interesan por el fenómeno cultural ruso (17). Incluso, en algún momento de su vida —allá en 1922—, el primero de ellos colabora activamente con la misión de socorro que patrocina el explorador y naturalista noruego Fridtjof Nansen con la finalidad de llevar ayuda a los habitantes de Ucrania y el Volga (18). Pero, por sus mismos prejuicios políticos, tanto Baeza como Zulueta no pueden entender ni apreciar adecuadamente las consecuencias del fenómeno bolchevique en el arte. De allí que Mariátegui polemice con ellos en diversas ocasiones. Así, refiriéndose al ensayo «El nuevo teatro en la Rusia soviética», que en 1924 Baeza publica en la Revista de Occidente, Mariátegui escribe: «El lector hispanoamericano —dice— no puede llegar por la sola vía del español a la literatura rusa de la post-guerra. En español, de este tema no nos ha hablado, con conocimiento y con simpatía, sino Julio Alvarez del Vayo. En la Revista de Occidente, Ricardo Baeza dedicó hace algún tiempo un artículo al teatro ruso; pero, aparte de que se limitaba a reflejar las impresiones de un escritor inglés, y de que su evidente humor anti-revolucionario lo inhabilitaba para entender y apreciar las consecuencias del fenómeno bolchevique en el arte, enfocaba en su artículo sólo un género literario, tal vez el que menos ha podido desarrollarse dentro de la situación creada por la Revolución» (19).
En otra ocasión, comentando el trabajo «El enigma de Rusia», que en 1926 Zulueta publica en la Revista de Occidente, Mariátegui se ve obligado a refutar la hipótesis de que en el acento apocalíptico y extremista de los bolcheviques se solapa el misticismo y la neurosis de Dostoievski. Su idea es que esta suposición de Zulueta, antes que sustentarse en un estudio sobre la nueva literatura rusa, se apoya en el prejuicioso concepto de José Ortega y Gasset de que la revolución rusa, en el fondo, no es una revolución europea, sino «un misticismo oriental»: «El misticismo, la neurosis, la exasperada búsqueda de infinito y de absoluto, que hallan su más fuerte y patética expresión artística en la obra de Dostoievski —escribe el peruano en 1929, en un artículo sobre un libro que Stefan Zweig le dedica al autor de Los hermanos Karamazov—, eran estimados como los factores morales de la Revolución, que debería a esos factores su acento apocalíptico y extremista. Recuerdo que hace tres años, Luis de Zulueta, en un ensayo de la Revista de Occidente, sobre "El enigma de Rusia", que debía su primera inspiración a Ortega y Gasset, barajaba todavía estos motivos, suscribiendo, a pesar de advertir el programa marxista y occidental de la Revolución, el concepto de Ortega de que ésta "no era, en el fondo, una revolución europea, sino un misticismo oriental"» (20).
En otra parte de este mismo artículo, como corrigiéndole la plana a Zulueta y Ortega y Gasset, Mariátegui acota que no existe ningún tipo de vínculo entre Dostoievski y los bolcheviques. Resulta que éstos, al representar la fuerza de una voluntad realizadora y operante, aparecen como la superación de aquello que es tan característico en la novela dostoievskiana: la angustia, la desesperación, el misticismo nihilista. Como él mismo dice: «Dostoievski tradujo en su obra la crisis de la inteligencia rusa, como Lenin y su equipo marxista se encargaron de resolver y superar. Los bolcheviques oponían un realismo activo y práctico al misticismo espirituoso e inconcluyente de la inteligencia dostoievskiana, una voluntad realizadora y operante a su hesitación nihilista y anárquica, una acción concreta y enérgica a su abstractismo divagador, un método científico y experimental a su metafísica sentimental» (21).
La situación de Cristóbal de Castro es un tanto diferente a la de Baeza y Zulueta. En su caso, se trata no sólo de simples prejuicios políticos, sino de una franca posición antisoviética. Al menos, eso es lo que se desprende de la lectura de su artículo «El hombre y los ex-hombres», que a mediados de 1928 publica en La Libertad, de Madrid. En este texto, el critico español exhuma las más mendaces versiones acerca de la actitud de Gorki ante los Soviets e incurre en la ligereza de comentar Los Artamonov, su novela más reciente, sin haberse tomado siquiera el trabajo de leerla. Así, en una parte de su trabajo, sostiene equivocadamente que el asunto y los personajes de Los Artamonov tienen que ver con el problema del «comunismo» en Rusia: «En Capri, junto al mar azul —escribe Castro—, el apóstol de los ex-hombres fue metodizando sus cóleras por la reflexión y sus juicios por el documento hasta dar en su libro Los Artamonov, un robusto resumen del comunismo a través de tres generaciones: el mujik, de la época de los siervos; el industrial dilapidador de la época zarista y el revolucionario bolchevique. Generación aldeana y crédula. Generación industrial y ambiciosa. Generación revolucionaria y tiránica. Las tres generaciones de Artamonov no sólo se dañaron a sí mismas, sino que quitaron la fe y la paz a los siervos, a los mujiks, a los obreros de toda Rusia» (22).
Casi por la misma época en que La Libertad difunde el mencionado artículo de Castro, Mariátegui termina de leer la traducción al italiano de Los Artamonov, que publica la Editorial Fratelli Treves, y escribe un comentario sobre ella. Se trata de su artículo «La última novela de Máximo Gorki», que el 20 de julio de 1928 aparece en la revista Mundial. Por esa circunstancia, puede percatarse que Castro no ha leído Los Artamonov y lo critica duramente en un trabajo que lleva el título de «Máximo Gorki, Rusia y Cristóbal de Castro», pues considera que no tiene nada de ético aquello de comentar o reseñar libros que no se han leído: «Al revés de Gorki novelista —afirma Mariátegui—, el señor Cristóbal de Castro no ha menester de documentarse para tratar un tema. Tiene la osadía irresponsable del gacetillero para afirmar cualquier cosa, sin ningún temor de engañarse. Le bastan los recuerdos dispersos de sus lecturas apresuradas y vulgares para escribir la historia. Puede trazar la biografía de Gorki, sin haberse acercado jamás a su obra ni a su vida» (23).
Por último, referiéndose a cuál es el verdadero argumento de Los Artamonov, Mariátegui agrega: «Y me siento en grado de suponer que el señor Cristóbal de Castro no conoce Los Artamonov sino a través de uno de esos retazos de crónica, recogidos sin ningún discernimiento crítico, de que se sirve generalmente para su trabajo periodístico. Porque en caso de haber leído Los Artamonov, su absurda interpretación lo dejaría en muy mala postura. Resulta que el escritor de La Libertad no sólo está mal informado por gacetilleros presurosos y confusos, sino que es incapaz de informarse mejor por su cuenta. Habría leído Los Artamonov, pero sin entender una palabra del asunto ni de los personajes. Remito a los lectores a mi anterior artículo. Les será fácil enterarse de que ni el asunto ni los personajes de Los Artamonov tienen algo que ver con el comunismo. Las tres generaciones de la familia Artamonov que nos presenta Gorki son tres generaciones burguesas. El fundador de esta precaria dinastía de burgueses de provincia, procede del servicio de un príncipe expropiado. Es un siervo emancipado, como los que se encuentran en los orígenes de la burguesía de otros países. Es un campesino pero no es un mujik. Proviene quizá de una generación aldeana y crédula, pero él mismo no lo es. En él se reconoce, más bien, el impulso creador que mueve el surgimiento de toda burguesía. Toda la obra de la familia Artamonov —una fábrica y su provecho—, es del viejo ex-doméstico. De sus hijos, uno le sucede en el comando de la fábrica, el otro, un jorobado, se refugia en un monasterio. Su sobrino, hijo natural de un noble, se prolonga en un industrial de cierta facundia y presunción, contagiado de ideas reformadoras y progresistas, que miran al afianzamiento del poder de la burguesía contra el poder supérstite de la aristocracia. Uno de los Artamonov de la tercera generación repudia la fábrica y la familia. Los repudia por adhesión intelectual al socialismo; pero escapa por este mismo acto al argumento de la novela. Es un personaje ausente, desertor. La ruina de los Artamonov tiene un testigo implacable, el viejo portero Tikhon. Cuando la revolución sobreviene, habla por sus labios. Pero tampoco Tikhon es comunista ni es obrero. No es sino un testigo rencoroso y desilusionado del drama al que le toca asistir» (24).
Más cercano de la geología que de la política
La importancia que Mariátegui le atribuye a la tarea de la difusión de la nueva literatura rusa, tanto en términos de traducción al español como de una crítica adecuada y oportuna, es una cuestión que se relaciona con su original aproximación al marxismo. Resulta que él está completamente convencido que las realidades sociales también pueden ser abordadas desde el punto de la cultura y desde ese sector tan menospreciado en otras tradiciones marxistas que es la llamada «superestructura», en particular, el mundo de la creación literaria y de la ficción (25). En este caso, se trata de su convicción de que no se puede conocer la nueva Rusia de los Soviets sin conocer su nueva literatura. De allí que glose con fruición a Iliá Ehrenburg y, como algo que seguramente él mismo hubiese querido escribir, repita que «los extranjeros que no conocen la nueva literatura rusa no conocen a la nueva Rusia, pues sólo la literatura, al menos parcial o convencionalmente, podría hacerles comprender el proceso grandioso, más cercano de la Geología que de la política, que se opera en un pueblo de ciento cincuenta millones de almas» (26).
Por eso, cuando retorna a Lima —en marzo de 1923—, Mariátegui se vincula a la experiencia de la Universidad Popular «González Prada» y, en las clases que dicta allí, habla no sólo de la crisis de la democracia burguesa y el surgimiento del fascismo, sino también del significado de la revolución rusa. Gracias a lo que explica en sus clases, muchos obreros y estudiantes se familiarizan con una serie de palabras que les eran desconocidas: «Lenin», «Krupskaya», «Lunacharski», «bolchevique», «soviet». Refiriéndose al impacto que provocan las conferencias de Mariátegui, Armando Bazán, que por ese entonces es un joven profesor de la Universidad Popular, escribe: «Actuábamos —recuerda— solamente porque era hermoso y arriesgado enseñar por las noches a unos alumnos adultos, que salían sucios, fatigados, pero anhelantes de sus fábricas y de sus tajos; anhelantes por oírles hablar en una sola clase de dos horas largas, del aparato circulatorio, la composición de la luz, las operaciones aritméticas o del destierro de nuestro director, finalizando con un poema de corte más o menos modernista de alguno que otro bardo más o menos melenudo. De vez en cuando, también lucieron en esas clases algunas palabras que ardían como bengalas y que debían manejarse con mucho cuidado; palabras un tanto misteriosas y peligrosas, como "Lenin", "Soviet", "Bolchevique", "Lunacharski", "Krupskaya". Misteriosas bengalas que iluminaron los sueños de esos profesores de veinte años y de esos alumnos, entre los que había más de uno con el cabello ya canoso y la inocencia de un niño» (27).
Pero, aparte de aquellas palabras que a Bazán le resultan como bengalas, Mariátegui también introduce otras no menos iluminadoras: «Blok», «Esenin», «Maiakovski», «Bábel», «Gladkov», «nuevo romanticismo», «realismo proletario». Esta situación se aprecia en los artículos que escribe para Mundial y Variedades, donde el tema de la literatura rusa de la revolución ocupa un lugar tan importante como el futurismo italiano, el expresionismo alemán o el surrealismo francés, y motiva algunas de sus páginas más bellas y sugerentes. Dentro de ellos, se pueden mencionar sus semblanzas sobre León Trotski y Anatoli Lunacharski, su ensayo sobre Iliá Ehrenburg, los artículos que dedica a los poetas Alexandr Blok y Serguéi Esenin, y sus comentarios sobre las novelas de Máximo Gorki, Lidia Seifulina, Leonid Leónov, Fedor Gladkov, Konstantín Fedin, Nicolás Ognev y Alexandr Fadéiev (28). Lo mismo se descubre en los diversos números de Amauta —la revista que Mariátegui funda en 1926—, donde los cuentos de Isaak Bábel, para tomar sólo a uno de los exponentes más sobresalientes de la nueva literatura rusa, tienen un espacio tan importante como los dibujos del expresionista George Grosz, los textos del surrealista André Breton o las novedades de las vanguardias artísticas europeas en general. Los otros narradores rusos que son traducidos y publicados en esta revista son Boris Pilniak y Miguel Zoschenko. Además, en Labor, que aparece como una proyección editorial de Amauta, se empieza a publicar, a manera de folletín, la novela Cemento, de Fedor Gladkov. A lo anterior también hay que sumar los ensayos de Iliá Ehrenburg y Anatoli Lunacharski sobre el proceso de la literatura rusa de la revolución que Amauta incluye en sus páginas (29). Otro tanto ocurre en las tertulias que Mariátegui anima en su casa, en el jirón Washington, en el acogedor «rincón rojo», donde, además de Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche, Erich Maria Remarque, Óscar Wilde, Bernard Shaw, Igor Stravinski, Pablo Picasso o los surrealistas, también conversa de Anatoli Lunacharski, Iliá Ehrenburg, Boris Pilniak, Alexandr Blok o Vladímir Maiakovski (30).
Con el tiempo, las diversas iniciativas que Mariátegui toma para difundir a la literatura rusa de la revolución se reflejan en el gusto y las preferencias literarias de los diversos grupos intelectuales de Lima y provincias. Así, si nos guiamos por el testimonio de Luis Alberto Sánchez, se descubre cómo muchos de los más conspicuos representantes de la nueva literatura rusa, como Fedor Gladkov, Leonid Leónov, Eugenio Zamiátin o Alexandr Fadéiev, son incorporados con rapidez en el firmamento referencial de los vanguardistas peruanos y acaban disputando devociones, preferencias y simpatías con Jean Cocteau, Salvador Novo o Jorge Luis Borges (31) Esta especial atmósfera intelectual es la que también explica por qué una revista como el Mercurio Peruano, que nada tiene que ver con las vanguardias, termina interesándose en la literatura rusa de la revolución y, en 1927, con ocasión del décimo aniversario de la Revolución de Octubre, publica una selección —preparada por el poeta Alberto Ureta— donde figuran «La canción del perro» de Serguéi Esenin y algunos versos de Los doce de Alexandr Blok y Aventura extraordinaria de Vladímir Maiakovski (32). De este modo, gracias al noble esfuerzo de Mariátegui, la literatura rusa de la revolución logra conquistar un lugar bajo el sol del nuevo ciclo de cosmopolitización —internacionalización o modernización, como ahora se dice— que experimenta la cultura peruana en la década de 1920.
Notas
(1) Mariátegui, José Carlos: «La nueva literatura rusa», Variedades, Lima, 20 de marzo de 1926, en El artista y la época, 12º Edición, Lima, Biblioteca Amauta, 1987, pág. 158. (2) Carta de José Carlos Mariátegui a Ricardo Vegas García (11 de mayo de 1925), en Mariátegui, José Carlos: Correspondencia (Introducción, compilación y notas de Antonio Melis), Lima, Biblioteca Amauta, 1984, tomo I, pág. 82.
(3) Ver Cornwell, Neil (Ed.): Reference Guide to Russian Literature, Chicago, Fitzroy Dearborn Publishers, 1998, págs. 110-114.
(4) Ibíd., págs. 118-120.
(5) Alberti, Rafael: La arboleda perdida. Primero y Segundo libros (1902-1931), Madrid, Alianza Editorial, 1998, pág. 178.
(6) Teitelboim, Volodia: El corazón escrito. Una lectura latinoamericana de la literatura rusa y soviética, Moscú, Editorial Ráduga, 1986, pág. 213. (7) Mariátegui, José Carlos: «Instantáneas», Variedades, Lima, 26 de mayo de 1923, en La novela y la vida, 11º Edición, Lima, Biblioteca Amauta, 1985, pág. 139.
(8) Mariátegui, José Carlos: «Miguel Arzibachev», Variedades, Lima, 16 de abril de 1927, en Signos y obras, 3º Edición, Lima, Biblioteca Amauta, 1971, pág. 95.
(9) Ibíd., pág. 96.
(10) Ibíd., págs. 96-97.
(11) Ibíd., pág. 95.
(12) Ver Alvarez del Vayo, Julio: La nueva Rusia, Madrid, Espasa-Calpe, 1926, págs. 232-241.
(13) Mariátegui, José Carlos: «Caminantes, por Lidia Seifulina», Variedades, Lima, 15 de enero de 1927, en Signos y obras, págs. 91-92.
(14) Ver Schanzer, George D.: Russian Literature un the Hispanic World: A Bibliography, University of Toronto Press, 1972.
(15) Ver Alvarez del Vayo, Julio: Rusia a los doce años, Madrid, Espasa-Calpe, 1929, págs. 87 y siguientes.
(16) Portnoff, George: La literatura rusa en España, New York, Instituto de las Españas, 1932, pág. 47.
(17) López Campillo, Evelyne: La «Revista de Occidente» y la formación de minorías, Madrid, Taurus, 1972, pág. 121 y sgts.
(18) Alvarez del Vayo, Julio: La nueva Rusia, pág. 49.
(19) Mariátegui, José Carlos: «La nueva literatura rusa»,en El artista y la época, págs. 158-159.
(20) Mariátegui, José Carlos: «La Rusia de Dostoievski. A propósito del libro de Stefan Zweig», en El artista y la época, pág. 166.
(21) Ibíd., págs. 166-167.
(22) Citado en Mariátegui, José Carlos: «Máximo Gorki, Rusia y Cristóbal de Castro», Variedades, Lima, 3 de agosto de 1928, en Signos y obras, pág. 89-90.
(23) Ibíd, pág. 89.
(24) Ibíd, págs. 90-91.
(25) Flores Galindo, Alberto: «Para situar a Mariátegui», en Adrianzén, Alberto (Ed.): Pensamiento político peruano, Lima, Desco, 1987, pág. 207.
(26) Mariátegui, José Carlos: «La nueva literatura rusa», en El artista y la época, pág. 158.
(27) Bazán, Armando: Biografía de José Carlos Mariátegui, Santiago, Zig-Zag, 1939, pág. 94.
(28) Ver Mariátegui, José Carlos: «Máximo Gorki y Rusia», Variedades, Lima, 27 de octubre de 1923; «Trotski», Variedades, Lima, 19 de abril de 1924; «Lunacharski», Variedades, Lima, 15 de febrero de 1925; «Alexandr Blok», Variedades, Lima, 19 de setiembre de 1925; «La nueva literatura rusa», Variedades, Lima, 20 de marzo de 1926; «Caminantes, por Lidia Seifulina», Variedades, Lima, 15 de enero de 1927; «Leonid Leónov», Variedades, Lima, 26 de febrero de 1927; «Sergio Esenin», Variedades, Lima, 1º de octubre de 1927; «La última novela de Máximo Gorki», Mundial, Lima, 20 de julio de 1928; «Máximo Gorki, Rusia y Cristóbal de Castro», Mundial, Lima, 3 de agosto de 1928; «El centenario de Tolstói», Variedades, Lima, 15 de setiembre de 1928; «Cemento, por Fedor Gladkov», Variedades, Lima, 20 de marzo de 1929 Edición, Lima, Biblioteca Amauta, 1987,; «La Rusia de Dostoievski. A propósito del libro de Stefan Zweig», Variedades, Lima, 10 de abril de 1929; «Los mujics, por Konstantín Fedin», Variedades, Lima, 8 de mayo de 1929; «Rusia a los doce años», Variedades, Lima, 10 de julio de 1929; «Teatro, cine y literatura rusa», Mundial, Lima, 19 de julio de 1929; «El diario de Kostia Riabtzev», Variedades, Lima, 14 de agosto de 1929; «La derrota, por A. Fadéiev», Variedades, Lima, 25 de diciembre de 1929; y «El realismo en la literatura rusa», Variedades, Lima, 7 de enero de 1930.
(29) Ver Ehrenburg, Iliá: «La literatura rusa de la revolución», Amauta,Nº 3, Lima, noviembre de 1926; Pilniak, Boris: «Arina», Amauta, Nº 3, Lima, noviembre de 1926; Bábel, Isaak: «La sal», Amauta, II, Nº 6, Lima, febrero de 1927, y «La carta», Amauta, Nº 7, Lima, marzo de 1927; Zoschenko, Miguel: «Una noche terrible», Amauta, Nº 9, Lima, mayo de 1927 yNº 10, Lima, diciembre de 1927; Lunacharski, Anatoli: «El desarrollo de la literatura soviética», Amauta, Nº 20, Lima, enero de 1929; y Gladkov, Fedor: Cemento, Labor, Nº 10, Lima, setiembre de 1929.
(30) Miró, César: Testimonio y recaudo de José Carlos Mariátegui, Lima, Editora Amauta, 1994, págs. 23-24 y 28.
(31) Sánchez, Luis Alberto: Testimonio personal. Memorias de un peruano del siglo XX, tomo I, pág. 207.
(32) Ureta, Alberto: «La poesía rusa contemporánea», Mercurio Peruano, XVI, Lima, 1927, págs. 429-441.