José Antonio Mazzotti
Tensiones generacionales en la poesía peruana Tensiones generacionales en la poesía peruana

Por José Antonio Mazzotti
Fuente: Identidades 07/03/05

Una reflexión acerca de la poesía peruana contemporánea, a propósito de una reciente muestra antológica, sirve de pretexto para señalar los puntos más tensos de un canon literario que merece una severa revisión. La primera tarea es cuestionar el criterio generacional en el que este canon se ha organizado, dejando de lado cuestiones más importantes como la coincidencia temática o formal y, lo que es peor, la escasa conciencia de que nuestro sistema literario comprende varias literaturas, además de la escrita en lengua española. He aquí un artículo para el debate en un campo, por cierto, bastante resbaladizo.
 
La reciente publicación de la antología de poesía peruana La letra en que nació la pena (Lima: El Santo Oficio, 2004), de los poetas Maurizio Medo y Raúl Zurita, sirve de excusa perfecta para la breve reflexión de las páginas que siguen. Y a la vez, quizá, de disculpa, ya que hablar de poesía peruana es tan ambicioso que se podría correr el riesgo de nunca acabar. Por eso, aquí me interesa centrarme en dicha "muestra", como sus autores la califican, pues marca una inflexión importante en la conceptualización de un corpus tan variado como polémico.
 
Pero empecemos por aclarar algunas pautas. Ese ejercicio cultural que suele entronizarse como "poesía peruana", a secas, ha pasado por siglos de criba etno-criolla que deriva en el anulamiento siempre frustrado de otras formas de producción no menos poética. Me refiero obviamente al océano de las oralidades en lenguas indígenas y en castellano popular, así como a las formas escritas en dichos idiomas y sus sociolectos, que no esperan por oficializaciones lingüísticas para asumirse como parte de una amplia nacionalidad o, incluso, para circular a espaldas de una nacionalidad. Esta conciencia de las heterogeneidades asimétricas del quehacer verbal (cónsonas con otras asimetrías sociales y económicas harto sabidas) le ha dado a la "literatura peruana", en general, una tensión que hasta hoy no se conjura.
 
Tal como el país está marcado por esas diferencias internas y sus sistemas literarios coexisten en rango de desigualdad, la poesía "culta" u "oficial" (la que corresponde a la franja de intelectuales occidentalizados, en su mayoría monolingües) recoge las particularidades cotidianas que marcan la aventura no sólo de vivir en el Perú, sino de vivir el Perú, dondequiera que se habite. Por eso es importante reconocer que un sector importante de las letras peruanas se produce en el exilio, y que esa condición favorece descentramientos subjetivos que enriquecen la mirada sobre las identidades colectivas que se dejaron atrás. En otras palabras: mirar el bosque en vez de sólo el árbol nos permite entender las dimensiones de la tragedia de una manera más diatópica y diacrónica. No por nada los autores peruanos en el extranjero (que nada más en Estados Unidos ya llegan por lo menos a cuarenta, según una reciente encuesta realizada en coordinación con Isaac Goldemberg) aparecen de manera profusa en la antología. A la vez, y sin salir del territorio peruano, y merced a la tan mentada globalización, muchos de los poetas jóvenes prefieren mirar hacia otras tradiciones y echar mano de los medios de comunicación propios de la juventud urbana (como el "chateo", la estructura hiperdialógica de la comunicación electrónica, y la siempre inevitable oralidad).
 
En sus respectivos prólogos a la muestra de veinticuatro autores contemporáneos, Maurizio Medo (poeta limeño aparecido en la década de 1980, con ocho libros publicados, y habitante del in-silio arequipeño) y Raúl Zurita (poeta chileno ligeramente anterior, internacionalmente reconocido, y de diáspora constante) se encargan de explicar los criterios de su selección. Lo primero que hay que notar es el corte temporal: 1970-2004. ¿Por qué treinta y cuatro años y no veinte o cincuenta? ¿Por qué comenzar en 1970, en todo caso?
 
 
Retomando la historia
 
Para entrar en autos y recordar las premisas básicas de la reflexión, cabría señalar que es la década de 1970 la del último intento de lograr una modernidad en el Perú desde un estado paternalista. Son los años de la llamada "Revolución Peruana" bajo la égida de los No Alineados durante el gobierno del general Velasco Alvarado, que le dio la estocada final a la distribución latifundista de la tierra y a toda una oligarquía supérstite de lo que los historiadores Manuel Burga y Alberto Flores Galindo llamaron "la República Aristocrática". Si bien este concepto se aplica plenamente a las tres primeras décadas del siglo XX, no deja de tener repercusiones tardías hasta la Reforma Agraria velasquista de 1969. A la vez, esos mismos sectores atacados por el reformismo velasquista se regeneraron bajo otras modalidades de producción, reinsertándose en un sistema económico notoriamente (an)globalizado.
 
Ahora bien, y sin intenciones de caer en una simplificadora teoría del reflejo, fue en 1970 que se dio a conocer una de las últimas versiones de la vanguardia revitalizada, el Movimiento Hora Zero. Los poetas de ese grupo, en su mayoría provincianos, proclamaron por medio de manifiestos y diversas formas de activismo la decadencia de la poesía anterior, de sus representantes cómplices de la escandalosa explotación que al fin se empezaba -según creían- a superar en esos años de profundo entusiasmo político. Sólo rescataban a Vallejo y al joven poeta guerrillero Javier Heraud, asesinado en 1963. Asimismo, proclamaban la vigencia del estilo conversacional y de una concepción escritural llamada por ellos "poesía integral", que debía recoger todos los materiales pertinentes para la elaboración del poema, los sonidos de la calle, los murmullos de la ciudad o los recuerdos del terruño. Hay que decir también que Hora Zero no fue el único fenómeno poético de esos años. Hubo muchos otros autores que de manera individual (José Watanabe, Abelardo Sánchez León, Elqui Burgos, por ejemplo) publicaron con constancia y sin tanto barullo. La antología que editó José Miguel Oviedo con el título faulkneriano de Estos 13 en 1973 daba cuenta de que algo reciente había aparecido hacía muy pocos años y que merecía la atención de la crítica "oficial".
 
Han pasado los lustros y ahora empiezan a revisarse las clasificaciones que se ensayaron entonces. Para amparar la novedad de la propuesta horazeriana y el surgimiento de sus coetáneos, se empezó a hablar de una "generación del 70". La operación era bastante lógica. Ya se había clasificado a la enorme pléyade de intelectuales (no sólo poetas) surgida veinte años antes como "generación del 50" (un grupo en el que destacan, en poesía, Jorge Eduardo Eielson, Washington Delgado, Javier Sologuren, Blanca Varela, Carlos Germán Belli; en narrativa, Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro; en crítica y ensayo, Antonio Cornejo Polar; entre muchos otros). Asimismo, en la década de 1960 habían aparecido poetas de visibilidad internacional temprana (Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, el ya mencionado Javier Heraud) y novelistas como los del grupo y la revista Narración (dentro y fuera de ella, Antonio Gálvez Ronceros, Roberto Reyes Tarazona, Gregorio Martínez, Augusto Higa, Eduardo González Viaña). Para poder diferenciarlos de los anteriores, se habló de una "generación del 60". En poesía, varios de esos autores se agruparon bajo la emblemática muestra Los nuevos, editada por Leonidas Cevallos en 1967. Nada menos propicio, entonces, que proclamar poco después, en contraposición no sin visos fratricidas, el surgimiento de una "generación del 70" a principios de esa década, marcado en términos históricos por la ampliación del Estado nacional y la modernización vertical desde el ímpetu velasquista. Nótese, sin embargo, en los tres grupos, la escasa presencia de mujeres. No porque no las hubiera, sino porque con pocas excepciones entraban en las antologías u ocupaban un lugar destacado en las historias literarias. Hasta cierto punto, la reflexión crítica sobre el quehacer literario seguía las pautas de una tradición falocéntrica y misógina, que concebía el sujeto poético como eminentemente masculino y, por tanto, no encontraba (salvo en las notables excepciones de Blanca Varela, María Emilia Cornejo y Carmen Ollé) ejemplos equivalentes a los varoniles.
 
Pues bien, como sin duda se recuerda, el proyecto de la "Revolución Peruana" empezó a ser desmantelado desde fines de la misma década de 1970, que en el contexto latinoamericano coincidía además con la entrada del modus operandi neoliberal (privatizaciones masivas, pérdida de derechos laborales, galopante globalización mediática, flujo transnacional de capitales, deterioro de los Estados nacionales). A la vez, en el Perú, se regresaba a la democracia formal con las primeras elecciones libres después de diecisiete años, y se entraba en el remolino de la peor violencia política que había visto el país en el siglo XX: el inicio de las acciones armadas de Sendero Luminoso y la reacción oficial consiguiente, en lo que constituyó una nueva versión de la guerra sucia ya vivida en Chile, Uruguay, Brasil y Argentina. De 1980 a 1992 se experimentó tal angustia en tantos frentes (el económico, el político y, sobre todo, el moral) en el Perú, que sólo ahora se están empezando a ver las dimensiones de la catástrofe, en parte gracias al Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003) que señala que hubo cerca de 70 mil desaparecidos y muertos producidos por los grupos guerrilleros y por la respuesta no menos violenta del Estado.
 
Durante esos mismos años se hablaba en las esferas literarias de una "generación del 80". Nada sorprendente, este "tic" de la crítica reconocía al menos la aparición numerosa de poetas mujeres (algunas de ellas con una preocupación central por la temática erótica y corporal); la exacerbación del estilo conversacional hasta los límites de un lenguaje lumpenizado (como en algunos poetas del grupo Kloaka); y la transformación creativa del narrativismo de las décadas de 1960 y 1970 con ingredientes del rock y de la erudición literaria más borgesiana posible. A la vez, se hacían manifiestas algunas de las tendencias más notorias del arte occidental y su crisis de conciencia, al par de los desencantos con los grandes proyectos políticos y las narrativas de progreso social. Poco después, cuando surgieron otros poetas y grupos, se empezó a hablar hasta de una "generación del 90" y, más recientemente, para seguir con la tradición, tan limeña, del sobredimensionamiento periodístico, de una "generación del 2000".
 
 
Reformulando el canon
 
La letra en que nació la pena se propone dar cuenta de lo irrisorio de esta proliferación de "generaciones" y a la vez llamar la atención sobre la terrible incongruencia que es escribir y "nacionalizar" todopoderosamente una poesía escrita en una lengua que es herencia de los conquistadores, más aún cuando no deja de ser visible lo que la historiadora norteamericana Brooke Larson ha calificado de "colonialismo interno", reafirmando la vieja tesis mariateguiana sobre el Perú como un país "no orgánicamente nacional". (No hablemos por ahora de poscolonialidad, pues este concepto no siempre es coherente con la fallida construcción de Estados nacionales por los descendientes de los europeos y en contra de los mismos sujetos que sufrieron directamente la peor parte de la dominación colonial, es decir, los grupos indígenas, mestizos y africanos). 
 
Maurizio Medo, en su texto introductorio, por ejemplo, reconoce que existe una comunidad de lenguaje bastante clara entre la "generación del 60" y la "del 70". Considera, por eso, la validez de la propuesta del poeta Antonio Cillóniz (expresada por primera vez en el Segundo Congreso Internacional de Peruanistas en Sevilla, en junio de 2004) de que, si de generaciones se trata, más útil resulta hablar de una "generación del 68" que de dos generaciones que tienen más diferencias de matiz y de decibeles que desavenencias de fondo. Esto deja espacio para la articulación de unidades mayores basadas en el común tratamiento del lenguaje (por lo general conversacional) y en las expectativas ideológicas modernizantes (esperanzas de un Estado nacional, simpatía por el socialismo, confianza en la historia progresiva, por último). A la vez, entre los más jóvenes, se derrumba la pretensión hipertrofiada de crear tres generaciones en veinte años (de 1980 a 2000), para insistir más bien en el rasgo común que se inicia claramente en el año emblemático de 1980: la dispersión de lenguajes (como ya han señalado en sendos artículos Luis Fernando Chueca y Eduardo Chirinos), el descentramiento de los sujetos de escritura, el desmembramiento esquizoide de las voces hablantes "nacionales". Y esto incluso sin considerar lo que ya se hace imposible de negar: la supervivencia y fortalecimiento de un circuito de escritura en lenguas indígenas (principalmente en quechua) y de las múltiples oralidades que ejercen creativamente sus propios patrones estéticos. 
 
Por su lado, Raúl Zurita se pregunta "¿existe algo como la poesía de un país?" Y nada más cierto, pues la antología pretende encontrar una comunidad de sentido a la producción peruana más allá del simple accidente de haber nacido sus autores en territorio peruano. La respuesta que Zurita ofrece no puede ser más convincente: "si existe lo que hoy llamamos poesía peruana es únicamente porque a ella le tocó reiterar un modo de la tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos como ninguna otra en estos territorios, la historia de una imposición y las marcas incanceladas de su violencia". Es decir, la tragedia de la historia peruana, una y otra vez repetida desde la masacre de Cajamarca en 1532, representada en el no-diálogo entre el padre Valverde y el inca Atahualpa, y desde la ejecución de Túpac Amaru I en 1572, al que le leían las razones para su ejecución sin que pudiera entenderlas por estar en un idioma extraño, hasta las miles de muertes ocurridas a fines del siglo XX, sea por violencia directa o por violencia estructural. Esta tragedia aparece una y otra vez en una poesía que no deja de bajar "las gradas del alfabeto / hasta la letra en que nació la pena", como decía Vallejo. El "modo de la tragedia" que se da en el Perú es peculiar de esta poesía, sin que eso signifique naturalmente que no haya tragedias igualmente dolorosas en otros contextos latinoamericanos.
 
Si bien siempre pueden discutirse algunos pocos nombres que quizá no representan mejor que otros no incluidos el sentido de esa tragedia (se extraña, por ejemplo, la presencia de Eduardo Chirinos y de más voces jóvenes, frescas, como las de Montserrat Álvarez y Victoria Guerrero), esta muestra de poesía peruana es un termómetro valioso de las tensiones de una sociedad lacerada y, a la vez, un cuestionamiento serio, desde la conciencia crítica de dos voces poéticas señeras, de un canon adormecido y urgentemente necesitado de reformulación. En tal sentido, la selección funciona a manera de canto colectivo y no necesariamente armónico de esa tragedia que es la vida peruana, al menos para el 90 por ciento de sus habitantes. Imposible descansar en una sola voz el peso incontenible de una historia que se repite, pero cada vez de manera más exagerada, incluso en sus manifestaciones discursivas. No sorprende, por ello, que haya habido reacciones viscerales de algunos de los excluidos, como suele pasar cada vez que aparece una antología. Se cuenta, incluso, del llanto público de una no tan joven poeta neo-neoyorquina ante su ausencia en el radar de Medo y Zurita, y de las cartas del nórdico marido de otra poeta excluida, acusando a uno de los antologadores de no tener papel alguno en la empresa. No hablemos ya de los subproductos del "montesinismo" de la cultura peruana vía Internet en manos de algunos periodistas de clara vocación policial; todos estos son síntomas de los años de deterioro moral del fujimorismo y del ascenso pírrico de algunos ex escritores de izquierda al aparato ideológico de justificación de la violencia oficial. En tal sentido, las tensiones que la antología recoge se expanden hasta el terreno de la recepción y la reacción en la lucha por el protagonismo institucional, cada vez menos dependiente de los monólogos autoritarios y sus defensores.
 
Para hablar de poesía peruana, entonces, nada mejor que mirar las últimas propuestas, como la de esta muestra, y bajar las gradas del alfabeto, a pesar del riesgo de caer en el abismo o recibir las pedradas, tan comunes, de la local complacencia. La letra en que nació la pena, sin ser perfecta, es un paso adelante en el cuestionamiento de los viejos esquemas clasificatorios de una crítica a la que, a todas luces, le hace una "falta sin fondo" (siguiendo con Vallejo) la urgente y siempre incómoda incorporación de la mirada y la imaginación poética para ponerse al día con esa misma poesía que le sirve de objeto de estudio. Sirvan estas líneas, pues, para provocar aun nuevas ansiedades.
 
 
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